En antaño, casi todos los días, ya sea en “El Festival de la Una”, “Éxito” o “Sábados Gigantes”, era costumbre obligada sentarse y reír a borbotones con el humorista de turno.
La retahíla de chistes con protagonistas tartamudos, sordos, mudos, con sobre peso, cojos, de baja estatura, calvos o poco agraciados, eran una especie de muestrario siempre listo para la burla y sorna de cualquier cómico, que hasta con talento mediocre pudiera exponerlos, ridiculizarlos o incluirlos en las situaciones más insólitas y desopilantes.
Los tiempos actuales son otros. Bastó que el comediante Chris Rock hiciera un chiste con la condición médica de la esposa de Will Smith, para que ardiera la Roma del espectáculo. Aunque al inicio todos rieron, salvo la aludida, bastaron unos segundos para entrar en cuenta de que algo no andaba bien y corregir tamaña afrenta al estilo circense, aunque aquí el golpe con palma abierta fue absolutamente contundente y realista.
La modernidad hípercorrectiva se ha anclado en nuestras conciencias con poderosas restricciones y el cuidado extremo en las formas se ha sentado en nuestros juicios a horcajadas. Complicado, toda vez que la tiranía de lo apropiado o inapropiado quisiera pontificar sobre las libertades individuales.
Aquí, el más humilde humorista tendrá que responsabilizarse de sus actos, pues en esto el deber obliga a ser muy claro: es necesario distinguir un sarcasmo inteligente, bien enunciado y dentro de un contexto pertinente, de una humillación física o mental, de mal gusto y siempre desmedida en cualquier espacio.
¿El humor ha cambiado? Más bien nosotros lo hemos hecho. Ya no hay margen de error en esto, lo que antiguamente por consenso se entendía como parte del humor cotidiano, casi idiosincrásico, hoy genera estupefacción, desagrado y rechazo. Los extremos son siempre peligrosos, la anulación de la libertad acecha, el revisionismo amenaza y la cancelación se cierne sobre la presa más débil.
Hoy nos encontramos en un punto de inflexión, el humor como representación particular y disruptiva de la realidad ya no vale lo mismo para todos, a diferencia de los años 80′ o 90′ que una gran mayoría desprecia y condena el facilísimo que acusa defectos o limitaciones en el otro. Esto sin duda es un avance cultural notable, pero desde esa vereda, intentar bloquear la comedia, la risa y el humor como manifestación creativa humana por temor de cómo los demás reaccionarán, haría indudablemente de la vida una seriedad insoportable, todavía más molesta que un mal chiste. Tal vez el humor sobregirado haya que soportarlo de vez en cuando, porque reventarlo a golpes pudiera implicar añadir más leños a la hoguera que se intenta apagar.