Al utilizar el prefijo meta, cuyo origen griego connota un “después” o un “más allá”, se nos viene esa vaga asociación con la metafísica como algo al lado de la física, o sea, de la naturaleza. Digamos, un pensamiento que está afuera de lo terrenal. Acaso en otra dimensión, no en esta que palpamos. Sin embargo, cuando se habla de metaverso, eso que no se toca también es real. El metaverso se trata de la tecnología que permite al usuario estar inmerso en la virtualidad, prescindiendo de dispositivos planos (pantallas) para su visualización, experimentando nuevos espacios de relacionamiento humano en tiempo real, ahora no en un plano físico de lo común, sino en uno más allá: el virtual. La emergencia de esta tecnología, cuyo nombre fue empleado por primera vez por el escritor de ficción norteamericano, Neal Stephenson, en su novela Snow Crush (1992), ha impregnado industrias tales como la de video juegos, moda, inmobiliaria, entre otras, y se estiman miles de millones de dólares en inversión para su desarrollo en los próximos años.
El avance tecnológico ciertamente es (y debe ser) foco de discusión en nuestros tiempos. La innovación y posterior uso de dispositivos digitales de forma masiva en la población configuran, a su vez, un orden que trasciende al individuo y su cuenta personal en Facebook, o como actualmente se llama: Meta (y sí, por metaverso). La potencialidad de nuestras costumbres digitales permite almacenar datos suficientes para pronosticar las conductas futuras que podríamos realizar: dónde ir a comer, qué camino elegir para llegar al restaurante, y así sucesivamente. Esta suerte de delegación de la decisión a las máquinas, tal como lo anuncia Éric Sadin, presenta múltiples desafíos en el campo de la humanidad y su convivencia, y que el metaverso, junto a inteligencia artificial, ya nos lo anuncia.
En 1872, Samuel Butler publicó “Erewhon, o, tras las montañas”, libro en cual describe una sociedad en que las máquinas están proscritas (incluso un reloj a cuerda), dado el nivel de avance que éstas logran, al punto de desarrollar una consciencia similar a la de los habitantes de aquel lugar, en principio idílico, aunque francamente distópico. Esta idea ha alimentado miedos que no podemos atribuir a los pasajes de la obra de este escritor inglés, y que hallan una basta tradición en la ciencia ficción. La idea de la conciencia de máquinas cual humanos y por sobre nosotros como especie, al margen de reproducir una práctica de amigo-enemigo, no asume el grado de complejidad del momento en el que vivimos. Hoy nos encontramos, por un lado, abrazando nuevos conocimientos tecnológicos a un ritmo acelerado y, por otro, vivenciamos el avance hacia el abismo del desastre ecológico sin freno. En este punto, es más probable un fin de la naturaleza tal como la conocemos que una dictadura robótica.
Ahora bien, aquello tampoco implica una posición pasiva frente aquel escenario. Por el contrario, comprendiendo que el desarrollo tecnológico como expresión humana conlleva la adecuación de paradigmas que tradicionalmente operan sobre nuestras vidas, como por ejemplo la tensión del valor tradicional de la moneda física que es desafiada por las criptomonedas y otros mecanismos no fungibles (conocidos como “NFT”), cuyo soporte es digital. En este sentido, el metaverso tiene la potencialidad de influir en lo físico, en lo terrenal, en tanto que es y será espacio que fecundará lo que está imposibilitado, restringido o, derechamente, vedado en la realidad palpable. Nuevas maneras de organización política; espacios colaborativos de enseñanza; galerías de arte, cuyas obras se transarán en NFT; y, aunque cueste escribirlo, otras formas de amor, son campos para esta nueva tecnología. Y es que, así como se proyecta, el metaverso albergará mundos posibles hasta entonces inimaginados.
Allí pienso la idea de un derecho distinto, un metaderecho, término acuñado por Andrew Haley en 1956, a propósito de la idea de un derecho que acumula todos los derechos y que regula las relaciones entre distintas especies en el universo, y que aquí se trata del metaverso, que no es más que un meta universo. En este nuevo espacio virtual, el derecho se desliga ideal ilustrado radicado en la ley que, axiomáticamente, es conocida por todas las personas. En el metaverso, el derecho es fragmentado y surge de las distintas comunidades virtuales que se generarán en éste, sin que intermedie –necesariamente– una voluntad general. En algún modo, el metaderecho tendrá que dialogar entre ambas dimensiones: la terrenal (donde existe el código legal) y el digital (donde existen tantos códigos como mundos virtuales existan). De este modo, afectar el derecho del metaverso será (es) también afectar el derecho terrenal.
Así las cosas, esta tensión de derechos estará asediada por la creación de nuevos mecanismos de vigilancia que todavía no experimentamos como humanidad de forma colectiva (o lo desconocemos), y que implica el tránsito coercitivo de lo terrenal a lo digital, y viceversa: o sea, como el agente Smith en Matrix. Lo anterior, puesto que, acostumbrados a vivir en reglas creadas por entidades públicas en las que prima –o debiese primar– la voluntad general, en el metaderecho primará el orden que confieran los creadores de estos mundos virtuales, o bien, la colaboración de los distintos agentes que intervengan en dichos espacios. Cuán asequible sea esta tecnología y en las manos de quién (es) esté su creación determinará los grados de libertad que experimentemos en los paraísos virtuales.
Ciertamente, el desafío antes que proscribir las máquinas es abrir un espacio de relacionamiento en que lo humano aborde dimensiones intangibles tal como si fuesen tangibles. El control popular del escalamiento tecnológico, es decir, el escrutinio público de las grandes corporaciones del rubro digital y softwares, es un mecanismo que ancla una alternativa sostenible de otros futuros posibles, uno que haga frente al desastre ecológico sin renunciar a la tecnología. En este contexto, los Estados deben estar preparados para otros modos de vida que requieren de soportes vitales a las personas, o mínimos comunes que le llaman, para que las nuevas tecnologías –como el metaverso– jueguen a favor de las personas, sin enajenar (les) el valor (representado en datos) de su existencia.