En los próximos meses, es muy probable que nuestro país requiera un presupuesto más elevado para destinarlo a ayudas sociales a través de la acción del Estado. Esos recursos deberán originarse idealmente a través de mayores ingresos producto del crecimiento de nuestra economía, que depende en gran medida de las exportaciones. Según cifras de la Subsecretaría de Relaciones Económicas Internacionales, a fines de 2020 las exportaciones chilenas se elevaron a los US $71.728 millones, logrando un alza del 3% en relación con el año 2019.
Se da una paradoja, porque nuestro país está geográficamente aislado del mundo, pero a la vez, económicamente muy integrado a él. En la práctica, esto significa que nuestras exportaciones (es decir, buena parte de nuestros ingresos) recorren largas distancias para arribar a sus mercados de destino, con los consiguientes efectos en la generación de gases de efecto invernadero.
Con la toma de conciencia a nivel medioambiental, estamos a poco tiempo de que, ya sea por regulaciones estatales en los mercados de destino de nuestras exportaciones, o por políticas y exigencias de los compradores privados a sus proveedores, estos efectos se traduzcan en barreras a la entrada de nuestros productos en esos mercados. Ante un escenario así, se elegirán las opciones que signifiquen menor impacto ambiental. Es por eso que lo que nos jugamos en Chile y en buena parte de Sudamérica es la competitividad de nuestras exportaciones no sólo desde el punto de vista económico, sino también desde el punto de vista de la huella que dejan en el medioambiente, tanto en su producción como por su traslado hasta el destino.
Minerales, productos agrícolas y forestales, salmones y otros comparten no sólo el hecho de que viajarán largas distancias, sino que muchas de las decisiones que se tomen hoy estarán afectando la forma de producirlos en un plazo que va de mediano a largo. En simple, los árboles y vinos que exportemos en 10 o 20 años más dependen de las decisiones que tomemos hoy, y si bien no tenemos certeza de cuándo (y en cuánto) irá subiendo la vara de las exigencias ambientales en los mercados de destino, podemos apostar con certeza que para cuando hayan pasado esos primeros 10 años, este nuevo parámetro será una realidad.
Investigaciones de organismos como la CEPAL muestran que los países que se adelantan y abordan el impacto de la huella de carbono con profesionalismo y seriedad, identificando fallas o poca eficiencia en los procesos productivos, mejoran la sustentabilidad no sólo de sus negocios, sino también de la comunidad en general al implementar buenas prácticas en áreas como eficiencia energética, manejo de residuos, gestión del agua, trazabilidad y economía circular, entre otros. De inmediato queda en evidencia una ventaja comparativa que puede ser un factor de decisión para los mercados más exigentes, elevando al mismo tiempo el valor del bien exportado.
Insertar estas variables en las estrategias de prácticamente todos los sectores exportadores de nuestro país y la región es clave y urgente. Sólo haciéndolo cuanto antes podremos evitar desventajas competitivas, e ir construyendo en cambio una reputación que nos permita lograr el crecimiento de los sectores económicos y de paso, incrementar nuestra capacidad de generación de ingresos para dar más prosperidad a quienes más lo necesiten. Pero también, para mantenerse competitivos en un mundo que exigirá cada vez más de las empresas.