El Catatumbo es una región colombiana trasfronteriza con Venezuela habitada por pueblos originarios que comparten, junto a los campesinos, grandes extensiones de selva, las majestuosas montañas de la cordillera oriental y una identidad sin igual que define a la población “catatumbera”. Sin embargo, esta región se hizo tristemente conocida en Colombia luego de la masacre de al menos 77 personas en 1999 por grupos paramilitares. La incursión paramilitar continuó en la región dejando cientos de familias víctimas de desplazamiento, torturas y masacres hasta el año 2006.
Pero la violencia venía de antes, seguramente mucho antes de la violencia bipartidista de los años 40. Esta región ha sido una zona en disputa, ya sea por sus yacimientos de petróleo y gas, por la fertilidad de sus tierras ahora utilizadas para la palma aceitera o los cultivos de coca, pero sobre todo por su posición privilegiada en la frontera con Venezuela. La disputa hoy continúa y sigue exponiendo a la población a afectaciones directas e indirectas. Además, a este escenario conflictivo se suma la migración masiva de miles de migrantes venezolanos y colombianos retornados, quienes inevitablemente han entrado a hacer parte de las dinámicas cotidianas de la región.
En noviembre de 2018 comencé a trabajar en la región como psicólogo de Médicos Sin Fronteras (MSF), organización que está presente en la zona para brindar respuesta a los problemas de atención médica y a las urgencias humanitarias desatendidas. Al llegar, pudimos ser testigos de las difíciles situaciones que deben atravesar diariamente las familias migrantes venezolanas, así como las familias colombianas que debieron retornar al país: falta de acceso al agua potable, a la salud, a la educación; hacinamiento, en conclusión, condiciones muy duras de habitabilidad en el territorio.
Hace unos meses, por ejemplo, atendimos a una joven de unos 14 o 15 años que vivía en Maracaibo, Venezuela, y que tuvo que migrar a Colombia por dificultades económicas. Cuando llegó al Catatumbo, tuvo que compartir una habitación pequeña con su familia. A ella le tocaba dormir en el piso; su almohada era una chancleta y no descansaba porque en la noche pasaban a su lado ratones que la despertaban. Su angustia y tristeza eran enormes. Hablando con su familia y con ella, vimos que dentro de sus talentos estaba la escritura y el dibujo y desde MSF, además del tratamiento clínico, buscamos la forma de que desarrollara sus habilidades en una biblioteca y que tuviera acceso a una cama, en fin, buscamos, a través de acciones sencillas aliviar un poco esa carga emocional tan fuerte. Ella comenzó a sentirse mejor, lo que le permitió adaptarse mejor a su nuevo hogar.
Migrar, dejar todo de repente y llegar a un lugar en el que no es fácil sobrevivir, exacerba en muchos casos los síntomas de depresión o ansiedad. Muchos migrantes llegaron al Catatumbo con necesidades y dificultades para las cuales no veían solución en su país y que lamentablemente tampoco encontraron en Colombia. MSF brindó atención a través de diferentes actividades en Tibú, La Gabarra y Puerto Santander, lugares en donde no hay acceso a los servicios médicos de manera oportuna. Desde noviembre de 2018 hasta septiembre de 2021 se han atendido a 5.402 beneficiarios que requerían el servicio de psicología clínica. En La Gabarra, por ejemplo, la demanda de pacientes en salud mental ha sido muy alta. Muchos de ellos presentaban trastornos severos que habían sido desatendidos tanto en Colombia como en Venezuela, o también eran frecuentes casos de víctimas de violencia sexual que nunca recibieron atención.
Pese a que MSF estuvo presente durante casi tres años en la región, fue difícil que muchos pacientes tuvieran continuidad en los tratamientos o pudieran acceder a los mismos. Por ejemplo, muchas de las mujeres estaban en labores de hogar o en trabajos informales. Incluso, en los contextos más difíciles, muchas optaban por la oferta de servicios sexuales por supervivencia y muchos jóvenes debían trabajar en otras actividades en zonas rurales — en donde se agudiza el conflicto armado—. Por otro lado, muchos niños y niñas en la región están desescolarizados y desde los 12 años ya están involucrados en dinámicas adultas, en labores de campo, con pareja y/o directamente inmersos en las economías ilegales que son parte del conflicto armado. De hecho, existe un altísimo riesgo de los jóvenes a ser reclutados y desde MSF atendimos a padres y madres que sufrían de mucha angustia al saber que sus hijos podrían estar en peligro.
Basta con ponerse en los zapatos de muchos migrantes venezolanos para entender por qué se exacerba la angustia: la dificultad para conseguir medios de vida estables en una región con altos índices de pobreza, conflicto armado y precariedad; la dificultad de ingresar a un entorno que en muchos casos resulta hostil y que no ofrece condiciones de supervivencia o las continuas escenas de discriminación y humillación. También identificamos las maneras de afrontar las dificultades de las personas migrantes y sus familias, quienes cuentan con sus propios recursos de afrontamiento que ayudamos a visibilizar o fortalecer.
En este sentido, a través de nuestro trabajo atendimos no solo a pacientes a nivel individual, sino que implementamos actividades psicosociales que resultaron beneficiosas tanto para la población local como para la población migrante. Antes, en 2018, se encontraban muchos carteles en las calles con mensajes xenófobos y después de varios ejercicios de diálogo y de procesos comunitarios estos empezaron a desaparecer.
La población migrante llegó a una zona marcada históricamente por el conflicto armado en donde es difícil acceder a la salud, y especialmente a los servicios de salud mental. Hay muchas heridas y afectaciones por la historia del conflicto que aún no se han sanado. En la pandemia, como decían líderes de la zona, lo único que se ha mantenido en pie es la violencia. En ese contexto, desde MSF trabajamos para aliviar esa carga emocional tan fuerte que tiene la población que viven en su gran mayoría en situación de precariedad.
Humberto Restrepo Amón
Referente de salud mental de Médicos Sin Fronteras en El proyecto Catatumbo