La desigualdad es una realidad a lo largo de todo el mundo, no hay ningún país donde no exista. Lo que sí debemos reconocer es que América Latina es una de las regiones del mundo donde existe una mayor desigualdad de ingresos y Chile no es la excepción.
Desigualdad se define como la condición o circunstancia de no tener una misma naturaleza, cantidad, calidad, valor o forma que otro, o de diferenciarse de él en uno o más aspectos.
A una de las cosas a las cuales se le suele atribuir el origen de la desigualdad en nuestro país han sido los diferentes sistemas económicos por los cuales hemos transitado, capitalismo, libre mercado y en las últimas décadas el neoliberalismo.
La adopción de estos modelos, independientes de lo ortodoxo que estos sean en cada uno de los países analizados, no dan cuenta de resultados significativos respecto a la calificación de desigualdad, lo cual implica que hay factores adicionales que la han generado a través del tiempo. Si miramos nuestro continente a lo largo de diferentes períodos de tiempo, épocas, modelos de desarrollo, o regímenes políticos, la desigualdad se muestra como una constante en el tiempo.
Existen muchos estudios al respecto, entre ellos el realizado por Javier Rodríguez el año 2017, en donde toma una amplia muestra de tiempo (1850 – 2009) y observa que la distribución de ingresos – a pesar de las fluctuaciones y ciclos económicos – presenta una fuerte desigualdad en el tiempo, superando el valor de 0,45 dentro del coeficiente Gini, lo cual se traduce en una alta desigualdad según criterios internacionales. Rodríguez además señala que los dos periodos donde hubo menos desigualdad en el país, fueron desde 1873-1903 (Estado pasivo, no intervencionista y pequeño) y 1938-1970 (Estado activo, intervencionista y grande), correspondiendo a períodos en donde el Estado, tuvo participaciones en materias socioeconómicas diametralmente opuestas.
Entonces cabe preguntarse, ¿Cuál es el origen de la desigualdad que se vive en este país?
Claramente el problema no es culpa del tan criticado modelo, sino que responde más bien a un problema de fondo, que se podría decir que es de índole estructural y cultural.
El problema de la desigualdad no es la relacionada a los ingresos per cápita que existen, ya que ello es inherente a cualquier país en democracia, en donde los individuos tienen logros diferentes a aquel del colectivo. Pero lo que amplifica esta desigualdad en la punta, tiene relación con la desigualdad que se origina en la base del sistema. Esta última, se da por diferencias en oportunidades al acceso a la educación, alimentación, salud, sustento familiar, valores y todos aquellos otros factores que forman parte integral de una persona, las que harán que para unos, a diferencia de otros, sea más fácil o difícil cumplir con una determinada meta.
La desigualdad en la base se replica y amplifica de la misma forma en la punta (diferencias de salarios, movilidad social, ascensos, etc). Nos encontramos con personas que tuvieron todas las posibilidades y otras que no la tuvieron. Lo peor que puede suceder es tener un Estado que trate de emparejar la cancha con medidas parches, creando empleos en el sector público, pagando salarios, entregando bonos y transferencias, pero no arreglando el problema de fondo, asociado al nivel educacional. Esta es la fuente fundamental para el logro del crecimiento y con ello de oportunidades para cada individuo.
Un interesante ejemplo lo constituye el período de 1990 al 2013, en donde podemos diferenciar entre dos etapas, la primera que va desde 1991 a 1997 en donde observamos una productividad creciente de los factores de producción de 3,2% anual (capital y empleo) mejorando con ello el crecimiento a un 8,2% anual y con ello las condiciones de vida de todo un país (aunque manteniendo las desigualdades). El segundo período en donde la productividad de los factores de producción cayeron y con ello el potencial de crecimiento. A pesar de tener en los últimos años un gasto fiscal fuertemente expansivo, la falta de buenas políticas públicas permitió un estancamiento en los niveles de productividad que se fue transformando en estructural. Algunas relacionadas a la falta de flexibilidad microeconómica, escasez de capital humano o faltas de competencias. Así perdimos crecimiento y potencial económico, traduciéndose en menores beneficios para toda la población, aunque seguíamos manteniendo los mismos niveles de desigualdad.
Como conclusión, creo fundamental tener un estado pequeño, eficiente y focalizado, de manera de lograr potenciar dos factores claves que impactan el crecimiento: aumentar la inversión (claridad en marco legal y reglas del juego) y como segundo factor dar educación, invirtiendo en capital humano. A pesar de los menores niveles de crecimiento de los últimos años, se logró ver una continua caída en los niveles de pobreza. En 1980 casi la mitad de la población estaba dentro de la pobreza, luego en los 90, 1 de cada 5 familias era pobre y el 2017 menos de 1 de cada trece familias estaba en tal situación. A pesar de esta mejora evidente vivida por el país, la desigualdad ha seguido presente, y en magnitudes similares a la que teníamos en 1900, en donde al igual que ahora, casi el 40% más pobre de la población se llevaba el 11% del ingreso nacional.
Si bien no se ha avanzado en mejorar la desigualdad, si hemos tenido avances irrefutables en las mejoras del nivel de vida de la población. Ahora bien, con o sin crecimiento la evidencia empírica nos señala que la desigualdad se mantendrá, pero evidentemente el crecimiento ha mejorado la forma en que vivimos todos los chilenos.