La crisis de la profesión docente no es la crisis de las y los profesores de nuestro país. Al contrario, es un efecto de la verdadera debacle que enfrentamos: la reducción y el abandono de la cultura como fermento de la vida en común.
En las últimas semanas se ha debatido respecto al alarmante descenso en las postulaciones a las carreras pedagógicas durante este año. Este dato se ha analizado desde diversos ángulos, todos ellos necesarios de tener en consideración: el fenómeno se relaciona a las condiciones del trabajo docente en la actualidad, en lo salarial, en lo organizacional y sobre todo en el ámbito del estatus o valoración social de la profesión. Por otra parte, se argumenta que el gremio ha logrado mejoras significativas en el último decenio, y se ha conseguido fortalecer sustancialmente la formación inicial y continua del magisterio. Sin embargo, la imagen pública de la profesión docente parece teñida de un sesgo que la ubica en una posición de desmedro ante otras profesiones que parecen más valoradas o mejor remuneradas. Se trata de una percepción muy arraigada, debido a que se construyó durante largas décadas en las cuales el profesorado sufrió un abandono deliberado por parte del Estado, que buscó reducir su rol a una labor técnica, subalterna y subordinada.
Este sesgo es tal vez la raíz del problema a superar. La dignificación de la profesión docente no es tarea de las profesoras y profesores de este país, quienes bien conocen lo que hacen y las condiciones en las que desarrollan su labor. Tampoco es un rol de la ciudadanía, que en todas las encuestas expresa una alta valoración de su trabajo educativo. Quienes deben cambiar su percepción y su mirada son las autoridades, a todo nivel: desde el Ministerio de Educación hasta los sostenedores privados de establecimientos educacionales; desde las autoridades municipales hasta los investigadores y profesionales de otras disciplinas que analizan el fenómeno escolar.
En estas décadas se fue instalando un proceso deliberado de desprofesionalización de la docencia escolar. Se trató de construir un profesorado tecnificado, en un mal sentido de la palabra. La reducción de la profesión docente a una mera tecnología ha llegado a su límite durante la pandemia, que ha supuesto que la labor educativa es un rol meramente instruccional, que puede ser automatizado mediante herramientas de autoaprendizaje, disponibles en el formato virtual. Si la labor educacional se reduce a una tarea tutorial, mecánica y de transmisión ordenada de contenidos, es evidente que la labor de la escuela se puede reemplazar por un dispositivo electrónico, por un canal de televisión o por una secuencia de guías y textos mecánicamente dispuestos en un repositorio secuenciador.
Este análisis se fundamenta en que la escuela es ante todo y, por sobre todo, una herramienta de profesionalización. Sin duda, la educación busca la certificación de capacidades y competencias que permitan la habilitación de la población para desempeñar labores especializadas. Por supuesto, las familias buscan que sus hijos e hijas adquieran esa certificación para que puedan acceder a mejores empleos y roles relevantes. Pero reducir la educación a esta función, por relevante u urgente que parezca, es atrofiar el sentido mismo de la labor pedagógica.
En 1930 Ortega reflexionó sobre este mismo problema, cuando criticó el “especialismo”, entendido como la brutalización propia de nuestro tiempo, que permite que alguien sepa mucho de una cosa e ignore la raíz de todas las demás. Por ello Ortega pensaba que la misión primigenia de las instituciones educativas debía ser la transmisión de la cultura, entendida como el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee.
Esta misión no se puede reemplazar mediante un tutorial de YouTube ni por medio de una guía de aprendizaje asincrónico. Porque la labor cultural reside ante todo en ofrecer una síntesis y una jerarquía en los saberes, en las ideas, en las convicciones y en los valores. Este ejercicio, sintetizador y jerarquizador a la vez, sólo puede ser realizado por personas que hayan experimentado ellas mismas ese proceso. La labor magisterial es justamente ayudar a humanizar la vida de las personas, para que puedan integrar sus conocimientos de cara al mundo en el que viven.
“Vivir es, de cierto modo, tratar con el mundo, dirigirse a él, actual en él, ocuparse de él”. Esta es la fórmula que propuso Ortega para describir la forma humana de vivir. La mera reproducción de conocimientos y habilidades técnicas y profesionales puede ser reemplazada por autómatas, virtuales o presenciales, que simplemente generen otros autómatas igualmente mecanizados. La labor educativa va más allá: se trata de enseñar a vivir, instante tras instante, en medio de las limitaciones y posibilidades que constriñen la existencia concreta.
Por eso la crisis de la profesión docente no es la crisis de las y los profesores de nuestro país. Al contrario, es un efecto de la verdadera debacle que enfrentamos: la reducción y el abandono de la cultura como fermento de la vida en común. Si nuestra sociedad desprecia las tareas culturales, sintetizadoras, integradoras y jerarquizadoras, propias de la labor pedagógica, es porque prescinde de una interpretación crítica de si misma. Una sociedad de autómatas no necesita profesorado. Le bastaría con un programa instruccional, disponible según la capacidad de pago del demandante. Pero una sociedad humana sólo se puede construir mediante maestras y maestros que nos permitan comprender y justificar nuestra propia existencia.