Con la emergencia del covid-19 no solo hemos tenido que hacer frente a varios aspectos prácticos y cotidianos que, a estas alturas, todos conocemos: ejercicio del teletrabajo, dedicación a la teleducación de los hijos, solicitud de permisos temporales de salida, obtención de salvoconductos, búsqueda del mejor modo de avituallamiento, o de conservar la cordura y el estado físico, entre otras tantas cosas que cada cual podría aportar a la lista. Cierto es también que para varios se ha transformado en un asunto de vida o muerte.
Junto a todo ello se han levantado muchas voces cuestionando al sistema, tanto en sus aspectos político, social y económico. ¿Si el multilateralismo y el orden internacional instaurado a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial es el indicado? ¿Es el capitalismo el mejor modo de producir y distribuir la riqueza en el mundo? ¿Podrá superarse a la democracia representativa, en cuanto el menos precario de los sistemas de gobierno, con el fin de distribuir y ejercer el poder y decidir en torno a los aspectos públicos de un modo más eficiente y justo?
Desde los diversos costados del cuadrilátero han aparecido tanto los defensores del statu quo como sus críticos acérrimos, algunos de los cuales han puesto a volar su pluma a tal velocidad, que ya cuentan con publicaciones relativamente extensas en los anaqueles de las librerías del mundo (o en sus reflejos de internet). El caso de Žižek es uno de ellos, lo mismo el italiano Paolo Giordano y nuestro compatriota, casi centenario, Gastón Soublette. Se espera aún por Byung-Chul Han, Yuval Noah Harari y Giorgio Agamben.
Históricamente, la realidad nos pone a prueba y hace pensar. Cavilamos en torno a nuestro presente, la vida, la sociedad, las relaciones, el sentido de todo, etc. Nuestros antepasados siempre han estado en esta dinámica: pensando y lamentando el presente (siempre incierto, incómodo, doloroso, agitado). De alguna manera han basculado entre la desazón absoluta (muchas veces) y el optimismo candoroso (la llamada época de las luces y del cientificismo son su más claro ejemplo). Lo mismo que nosotros hoy.
Con todo, el aire crítico y disconforme del que, en mayor o menor medida, todos hemos dado cuenta, tan solo se ha visto intensificado con la pandemia del 2020. La historia cuenta al menos 42 cuadros similares, previos al actual, desde la gran peste que azoló a Atenas en el siglo V a.C., pasando por la peste negra entre los años 1347 y 1353, hasta el MERS-CoV entre el 2012 y 2015. Otro tanto ha ocurrido con las hambrunas, unos 32 casos, desde la época del faraón Zoser en el siglo XXVII a.C., hasta la de Corea del Norte hace pocos años. Para qué decir de los desastres con los que la madre naturaleza (Gea) nos recuerda su poder, ¡no lo sabremos los chilenos!
Hace poco más de 2.500 años los griegos se sentían y entendían en el peor de los tiempos para vivir. Así nos lo da a conocer Hesíodo en su obra Los trabajos y los días (s. VIII a.C.), a lo largo de casi 100 versos en los que explica una parte de la concepción del paso del tiempo y su relación con la moral, la justicia y el cumplimiento de los ritos. En el llamado mito de las edades distribuye el tiempo en cinco periodos, uno de oro (el más antiguo y en el que los seres humanos se asemejaban a los dioses), el que es seguido por uno de plata, luego por uno de bronce, tras el cual irrumpe uno heroico, y finalmente uno de hierro, el cual representa el presente, del cual se lamenta el poeta:
“¡Oh, si no viviera yo en esta quinta generación de hombres, o más bien, si hubiera muerto antes o nacido después! Porque ahora es la Edad de Hierro. Los hombres no cesarán de estar abrumados de trabajos y de miserias durante el día, ni de ser corrompidos durante la noche, y los dioses les prodigarán amargas inquietudes”.
Más adelante abundará diciendo que:
“Los padres viejos [son] despreciados por sus hijos impíos, que les [dirigen] palabras injuriosas, sin temer los ojos de los dioses. Llenos de violencia, no [restituyen] a sus viejos padres el precio de los cuidados que de ellos recibieron. El uno [saquea] la ciudad del otro. No [hay] ninguna piedad, ninguna justicia, ni buenas acciones, sino que se [respeta] al hombre violento e inicuo. Ni equidad, ni pudor. El malo [ultraja] al mejor con palabras engañosas, y [perjura]”.
Dentro del contexto cultural del Mediterráneo, con algunas variantes en el relato, otro tanto nos dirá Platón en El Político (s. IV a.C.) y Ovidio en su Metamorfosis (s. I). De acuerdo con el primero, los individuos del pasado glorioso y anhelado gozaban “de una felicidad mil veces más grande que la nuestra”, mientras que para el segundo “irrumpió a ese tiempo [el presente], de vena peor, toda impiedad: huyeron el pudor y la verdad y la confianza, en cuyo lugar aparecieron los fraudes y los engaños y las insidias y la fuerza y el amor criminal de poseer”.
El mundo oriental no escapó de esta percepción, creando su propia versión edulcorada del pasado, y agria del presente. Así queda establecido en la epopeya fundacional de la India, el Mahabharata (s. III a.C.), al momento en que Hanuman, el dios mono, distingue cuatro edades (Yugas), describiendo con bastante detalle el paso del tiempo, mediante las siguientes palabras:
“La Krita [o edad de oro] es aquella en la que la justicia es eterna. En esa era, la más excelente de las Yugas todo ha sido ya hecho (Krita) y nada queda por hacer. Los deberes no se descuidan ni declina la moral de la gente. […] No existían enfermedades, ni involución de los órganos de los sentidos con el paso de los años; no existía la malicia, el llanto, el orgullo ni el engaño; ni tampoco disputas, odio, crueldad, miedo, aflicción, celos, envidia.
En Treta [la edad de la plata], la justicia decreció en una cuarta parte. […] el hombre actuaba con fines tangibles, buscando recompensa por los ritos y donaciones que efectuaba y ya no se dedicó más a las austeridades y a la generosidad por el simple sentido del deber.
En la era de Dvapara [o del bronce] la justicia disminuyó dos cuartas partes […]. Algunos estudiaron cuatro Vedas, otros tres, otros dos y otros ninguno en absoluto. […] Cuando el hombre se apartó del bien, en su caída se vio atacado por muchas enfermedades, deseos y calamidades causados por el destino […].
En la era de Kali [o del hierro], la justicia se conservó sólo en una cuarta parte. […] Cesaron los ritos y los sacrificios. Prevalecieron diversas calamidades, enfermedades, la fatiga, pecados como la ira y otros, la miseria, la ansiedad, el hambre y el miedo. Con el paso de las sucesivas eras, la justicia declina también y cuando esto ocurre la gente declina con ella.
Las prácticas generadas por la degradación de los Yugas frustran los propósitos del hombre. Así es el Kali Yuga [o edad del hierro], que viene existiendo desde hace algunos siglos”.
Sea como sea, el presente nos duele. Es el permanente hic et nunc (aquí y ahora) que marca el presente. Se trata de la incomodidad propia del estar vivos.
De hecho, nos indica que aún lo estamos, y eso es bueno, con el agregado de que, como especie racional y poética, tenemos conciencia al respecto y creamos un espacio lleno de narrativas propias. No podemos negar los avances del presente en relación con el pasado, hay algunos aspectos medibles y el saldo es favorable a la hora actual, al menos en algunos aspectos de la realidad. Sin perjuicio de ello, no lo podemos evitar, decir que todo tiempo pasado fue mejor se encuentra instalado en nuestras mentes. Se trata del retorno al hábitat primigenio (¿el cálido vientre materno?), que en el caso de nuestros amigos los antiguos se situaban en un tiempo y espacio indeterminado por cualquier cronología y cartografía. De eso se trata el relato mítico como forma de generar conocimiento, así al menos lo concibe el filósofo alemán Ernst Cassirer.
Ojo, esto no es un llamado al pesimismo ni nada que se le parezca, parafraseando a la pipa del genial René Magritte.
Francisco José Ocaranza Bosio
Centro de Investigación Institucional
Vicerrectoría de Aseguramiento de la Calidad y Desarrollo
Universidad Bernardo O’Higgins