El padre adoptivo de Alberto Fernández fue un juez que vivió cuarenta años en una casa alquilada de Villa del Parque. El padre de Cristina Kirchner fue colectivero en La Plata hasta que pudo asociarse con otros choferes y armar una pyme de transporte urbano. El padre de Sergio Massa es un constructor, hijo de inmigrantes sicilianos. El Presidente, la Vicepresidenta y el titular de la Cámara de Diputados, como la mayoría de los argentinos, son descendientes de inmigrantes. Pero, por sobre todas las cosas, son hijos del mérito. Del esfuerzo para sobreponerse a las adversidades y construir una vida y un país mejor que les sirva como plataforma a las generaciones siguientes.
Por eso, es increíble que el Presidente haya pronunciado una frase que desprecia su propia génesis. “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años”, asombró durante un discurso en San Juan. Alberto Fernández, quien no ha hecho otra cosa que descascarar su imagen desde que llegó al escalón máximo del poder, ni siquiera parece haber leído las letras de su músico preferido. Fue Litto Nebbia el que escribió en 1982 aquello de que “nosotros, los argentinos, bajamos de los barcos”. Un homenaje artístico a la cultura del esfuerzo.
El mérito fue el motor de tantos padres, abuelos y bisabuelos que la pelearon para atravesar las crisis de la Argentina y ascender por la escalera resbalosa de la movilidad social. Por esa tendencia cada vez más penosa de agradar a la audiencia kirchnerista, el Presidente redujo el concepto de mérito y meritocracia al gobierno anterior, conducido por Mauricio Macri. Hay una tendencia de moda en cierto progresismo atribulado de asociar la idea del mérito con la del individualismo y la avaricia. De allí a arrojarle todos esos pecados a la oposición hay un solo paso. El que dio el atolondrado Fernández.
Así fue como se metió en el mismo laberinto que también le impide encontrar respuestas para la pandemia, para la recesión económica, para la inseguridad, la suba de la pobreza y el desafío del dólar. De aquel Presidente que dictaba cátedra en vivo sobre infectología en la Quinta de Olivos describe una parábola que lo margina del video del anuncio de la enésima extensión de la cuarentena. La estrella es ahora la voz metálica de una locutora.
Si se observa en profundidad, no debería sorprender ese desprecio del Presidente por el valor del mérito. No se lo encuentra con abundancia en su gabinete y al mérito reciente de su ministro de Economía para evitar el default de la deuda lo destrozó en una sola noche, con la regresión del súper cepo cambiario, la antesala ya transitada de la devaluación del peso. Es difícil imaginar la magnitud del declive cuando se piensa en los cuarenta meses que tiene por delante un gobierno que se vanagloria de no poseer méritos.
Parece que las críticas por aquella reflexión sobre el mérito hicieron mella en el ánimo presidencial. Aprovechó una entrevista radial para darle otro matiz al asunto y explicar que sus ideales de sociedad no pasaban por la desigualdad de Venezuela sino por el capitalismo moderado que impera en Suecia, Noruega y Finlandia. Los mismos países de los que se burlaba cuando el coronavirus era un enigma global que azotaba a todos los sistemas políticos y económicos sin distinción.
Si hay una cualidad que les sirvió a los escandinavos, a Nueva Zelanda o a Uruguay para encontrar respuestas positivas a la pandemia fue el mérito. El de buscar caminos prudentes, sensatos, científicos, para darle batalla al virus probando modelos ajenos cuando fallaban y sin odiosas comparaciones cuando acertaban. Es que el mérito es así. Una virtud de los países que no se miran el ombligo porque están demasiado ocupados progresando. Como alguna vez lo fue la Argentina cuando llegamos de los barcos.
Fernando González
Periodista argentino
Esta columna fue publicada originalmente en diario Clarín