En momentos en que la población mundial se aterroriza y se organiza para confrontar la terrible pandemia del Coronavirus que, intempestivamente, invade nuestras vidas paralizando nuestras sociedades. Un virus que se expande por doquier, paseándose libremente por el mundo, atacando y sembrando la muerte. Un monstruo tenebroso, bautizado Covid-19, un intruso misterioso que se apropia de nuestras vidas y desestabiliza nuestras sociedades.
Por Jorge Reveco Soto
Un virus que pone a prueba a nuestros gobernantes, las fuerzas y fragilidades de nuestras sociedades, su sistema y formas de funcionamiento. Que siembra el pánico y hace temblar las economías y su mundo globalizado. Pero por sobre todo, nos hace rememorar, para quienes lo habían olvidado, que somos humanos, vulnerables y no inmortales.
En este contexto, desde Santiago, a 12.000 kms de Paris, donde resido, un amigo que conoce perfectamente mi pasado de exiliado, me contacta y me plantea esta interrogante, ¿encuentras tú que hay similitudes entre vivir en cuarentena y tu vivencia de 17 años de exilio?
Mi reacción fue inmediata, casi tajante…“cuidado, no podemos hacer analogías y menos amalgamas, entre una reacción de protección natural frente a una crisis sanitaria mundial y la de proteger la propia integridad física tras la opresión ideológica y violencia represiva generada por un golpe de Estado”.….Aunque ni la dictadura ni la pandemia se han privado en acometer contra la vida y comparten consecuencias, toda proporción ponderada, como el aniquilamiento psicológico, lo que genera cambios trascendentales en la vida. Y comparten un final trágico similar, el de acabar con seres humanos.
Evidentemente, las circunstancias difieren completamente, en diciembre de 1973, cuando debí optar por exilarme, tenía sólo 22 años, estaba en el inicio de mi vida independiente, en una etapa importante, cuando comenzaba el desarrollo de todo mi potencial como persona, donde mi espíritu era habitado por múltiples proyectos que invadían la mente de ese joven estudiante de bellas artes, militante de la Unidad Popular, que se desempeñaba como administrativo de su partido político, lo que me ayudaba a financiar mi reciente opción de vida en total autonomía.
Nunca había imaginado, ni visualizado, renunciar a lo que la vida me presentaba. Menos aún pensado que mi incipiente vida me fuese bruscamente arrebatada, dejándome frente al vacío, delante de la nada.
Luego de un tiempo de clandestinidad, viendo el curso y tenor que tomaba la situación, acorralado frente a la cacería desatada, a pesar de no tener nada que reprocharme, me vi obligado a protegerme, y debí huir de mis perseguidores y partir hacia lo desconocido, lejos de la patria. Persecución injustificada e insólita, pues mis compromisos políticos siempre se han suscrito al marco jurídico y legal. Nunca he participado en grupos que promuevan formas de luchas violentas y mis prácticas se han enmarcado a lo permitido por las reglas republicanas y la democracia. Nunca he estado al margen de la ley, nunca me he visto involucrado en casos o situaciones delictivas.
Mi exilio fue de larga duración, pues hice parte de la última lista publicada por la dictadura en mayo de 1986 donde, junto a otros 3.716 chilenos, definitivamente no me “autorizaban” a volver a vivir en la patria.
Hoy, en la víspera de mis 69 años, mi vida se encuentra casi definida, pocos son los proyectos a los cuales puedo aspirar. Mi vida ha sido imprevisible, bastante movida, construida y deshecha en cuatro países diferentes. Cargando un peso mental y psicológico denso, al igual que sus consecuencias. El pasado de mi condición de exiliado se manifiesta constantemente, está siempre presente, creo que su confinamiento lo portaré para siempre, presiento que no me dejará jamás.
La trayectoria de mi vida no ha sido objeto de un “largo río de corrientes suaves y aguas tranquilas” pero tampoco puedo quejarme, sería injusto e irrespetuoso de mi parte, sería muy desatinado, desagradecido e ingrato con ella.
Mi confinamiento o exilio interior en tiempos de pandemia es otra cosa. En mí caso se presenta en un formato relativamente parcial, pues desde hace 1 año y medio, en cierta manera, el sistema social ya me lo ha impuesto. No pudiendo prolongar más mi actividad profesional, más allá de los 67 años y medio, debí obligadamente acogerme a la jubilación, lo que me permite atenuar los efectos del “estado de urgencia sanitaria” decretado. Estado que nos priva, de forma benevolente y con el fin de protegernos mejor, de derechos y libertades que son temporalmente suspendidos, con una fecha de inicio y de término.
Valga precisar y decir que, aunque podemos encontrar similitudes en las situaciones, en la utilización de términos, de gestos y actitudes, resulta evidente que existe un océano enorme, tempestuoso y tenebroso de diferencias a respetar, en relación a los contrariados 17 años de un exilio forzado y arbitrario.
Volviendo a la pregunta
… Aclarado esto y repuesto de la emoción provocada, lo primero que atino a pensar y retener, como punto en común en ambas situaciones, es el estado ansiogénico que la ansiedad y el temor engendran, el stress y la angustia que procuran. Ciertas conductas y comportamientos que adoptamos, asemejándose con los sentires de vivir en clandestinidad. Al de mantenerse atentos, vigilantes, en una actitud desconfiada, de alerta permanente, evitando exponerse frente a la amenaza que merodea, que nos inflige y supedita el confinamiento…
Luego de concederme un tiempo para darle vuelta a la pregunta y tratar de esbozar una reflexión, llego a la conclusión de que quizás sería prudente establecer paralelos comparativos y sólo a partir de ahí, poder encontrar similitudes.
Las razones difieren, las medidas y sometimiento al confinamiento tampoco se confunden. El origen del Covid-19, hasta hoy desconocido, ha incitado a gobiernos europeos a declarar “la guerra al virus invasor”, instaurando medidas radicales, determinando barreras sanitarias, imponiendo el distanciamiento social. Haciendo funcionar el sistema de seguridad social y promulgando la cuarentena para todos. No han dudado en lanzar un llamado al esfuerzo nacional y proceder a aislar sus países, cerrando preventivamente fronteras, con el fin de disminuir la contaminación y proteger la vida de sus ciudadanos.
Más de 50 países han decretado un confinamiento total, otros 30 sólo lo han hecho de manera parcial. Medidas preventivas que han protegido a más de 3.900 millones de personas, es decir, la mitad de la población mundial, quienes han sido obligadas o llamadas a permanecer aislados en sus hogares.
En apariencia, el ataque Covid-19 hace suponer que todos somos iguales, que no existen diferencias sociales, ni de clase, todo el mundo puede contaminarse de la misma manera. Lamentablemente no ha resultado ser tan así y las diferencias para hacer frente a la crisis, quedan en evidencia. Las diferencias en las condiciones y calidad de vida quedan al desnudo, quedando constatando cómo varían de un sector social o de un espacio geográfico a otro.
En primera fila, los más expuestos al contagio son los trabajadores que cumplen tareas esenciales en la salud y que se arriesgan para salvar nuestras vidas, y hacia quienes se ha generado una gran explosión de solidaridad y reconocimiento. También están los trabajadores del comercio de alimentos, los aseadores, quienes día a día recogen nuestras basuras y aseguran el aseo urbano y los empleados domésticos. Y los otros, esos invisibles, los precarios, aquellos para quienes la sobrevivencia es la más difícil y pagan la contribución más alta, sin ser retribuidos o compensados al justo nivel de sus sacrificios.
El Covid-19 es, sin dudas, la enfermedad de los pobres, de los mal equipados, los menos protegidos, quienes afrontan directamente el impacto de sus efectos. Víctimas de las consecuencias financieras que está ocasionando, proporcionando daños materiales, morales, psicológicos… Atacando y dañando a los trabajadores pobres, a los que viven de ocupaciones inestables, los que sobreviven de oficios informales, los que se las arreglan como pueden y cuando se puede, a los vendedores ambulantes…. Sin hablar de aquellos que quedaran en el camino, víctimas de la crisis económica que se anuncia y se instala, provocando pérdidas de empleos. A modo de ejemplo, en Francia, a pesar de todas las ayudas financieras consentidas y las medidas preventivas puestas en marcha, la tasa de cesantía creció en un +7% en el mes de marzo.
El estado de conmoción suscitado por el Covid-19 nos obliga a hacer una pausa, a paralizarnos. El gobierno francés decretó el Estado de urgencia sanitaria, imponiendo la cuarentena total entre el 17 de marzo y el 11 de mayo. Medidas que nos confinó en nuestros hogares y restringen nuestras libertades, limitando temporalmente los derechos cívicos. Dictando reglas excepcionales para controlar y disuadir las salidas y desplazamiento innecesarios de sus ciudadanos.
Con el país paralizado, vivimos tiempos exclusivos, momentos e instancias propicias para revisar nuestro cotidiano, examinar y analizar nuestros modelos y formas de vivir. Es así que, el 12 de marzo, el presidente francés Emmanuel Macron, ferviente partidario del neoliberalismo, quien ayer vilipendiaba usando términos familiares “la cantidad loca de lucas que se gastan en las prestaciones sociales”, se presenta hoy delante los franceses para rendirle pleitesía, librándose a eufóricos elogios al sistema de la salud pública y a la seguridad social que pretendía desmontar.
Un sistema de ayuda y de seguridad social basado en la solidaridad, el que a pesar de los ataques sufridos y recortes realizados, aún logra mantenerse en pie. Un sistema heredado producto de las luchas y conquista sociales obtenidas por el pueblo. Beneficios que datan, principalmente, del gobierno del Frente Popular de los años 1936, de los acuerdos obtenidos a la salida de la gran guerra en 1945, gracias a iniciativas del Consejo Nacional de la Resistencia y el apoyo de las fuerzas progresistas de la época, a las que se suman las provenientes del paso de gobiernos de izquierda, en los años 80 y los 90, periodos del Presidente François Mitterrand y del Primer Ministro Lionel Jospin.
Monsieur Macron, afirmando que la “salud gratuita” y “el Estado providencia”, no son “gastos ni cargas sino que bienes preciosos”, compromete al Estado como garante para que ningún ciudadano, en tiempo de crisis sanitaria, quede sin ingresos. Invitando a los empresarios, que no pudiesen asumir estos pagos, a declarar sus asalariados en cesantía parcial. El Estado y los fondos de cotizaciones de cesantía se hacen cargo del 84% del monto total de los salarios. A la fecha, más de 12 millones de trabajadores han sido declarados en cesantía parcial.
En su alocución, Monsieur Macron anunció que la recuperación económica se hará “cueste lo que cueste” y que para el mañana tendremos que interrogarnos sobre el “modelo de desarrollo”, y muestra signos de querer renunciar a los dogmas presupuestarios que rigen su política financiera. Al parecer la pandemia, transforma a algunos hombres… igualmente, le ha permitido descubrir la utilidad de los servicios públicos y celebrar las virtudes de la solidaridad.
Ahora bien, todo queda por demostrar y confirmar en las semanas que vienen cuando, pasada la urgencia de la crisis sanitaria, deba encontrarse en Bruselas, sede de la Unión Europea, a defender su nueva visión de la economía. Al momento en que, junto a los otros 26 países miembros, comiencen el estudio a fondo sobre los efectos causados y de cómo hacer frente a la nueva crisis que se viene. Igualmente, deberán abordar el tema sobre el pago de la deuda que se acumula y las medidas a adoptar para activar la economía. Todo queda por verse, esperemos que las buenas promesas anunciadas no sean nada más que un banal juego de palabras de circunstancias.
Si sentamos paralelos, encontraremos múltiples semejanzas y profundas diferencias
Contrariamente, los chilenos conocemos bien los nombres y orígenes de los 4 generales, quienes de la mano de la CIA, de Nixon, Kissinger y la de las fuerzas reaccionarias nacionales, un día martes 11 de septiembre de 1973, decidieron declararle la guerra al pueblo chileno, sometiéndolo bajo una dictadura cívico-militar y a un confinamiento forzoso que duró 17 años.
La sociedad chilena quedó subordina, su democracia destruida, sin protección alguna, bajo un estado de derecho requisado, suspendido “hasta nueva orden”. Al libre arbitrio, al antojo y abusos de sus usurpadores. La vida ciudadana fue embargada, restringida, coartada por la instauración de un toque de queda que duró 14 años.
Impusieron la opresión, censuraron la libertad de expresión, el libre pensamiento y la circulación de las ideas. Sin contrapeso alguno, redujeron al pueblo chileno al rol de simples conejillos de laboratorio, simples consumidores a quienes administraron impusieron a la fuerza el sistema económico neoliberal. Privatizando todo, abandonaron el país al libre mercado. Mercantilizaron la salud, la educación, el sistema previsional, el de la seguridad social, los servicios del Estado… librando todo a la sacrosanta rentabilidad y a la especulación financiera. A los más, les fue denegado el progreso, los privaron de un crecimiento digno, de un desarrollo pleno y armonioso.
Los ímpetus e ideales de nuestra juventud, forjados bajo el fervor propio a una generación, que había desarrollado una alta consciencia y compromiso social fueron interrumpidos. Y la interrupción fue violenta, brutal, sangrienta, la dictadura cívico-militar le puso fin de manera drástica. Castigándola severamente, dejándola marcada por un profundo sentimiento de fracaso y de frustración. Miles de familias se quebraron, se separaron y se dispersaron a través del mundo.
Los partidarios, defensores o simpatizantes del gobierno constitucional del Presidente Allende fueron aniquilados, perseguidos, oprimidos, encarcelados, torturados, y muchos pagaron con sus vidas, y otros miles debieron tomar el camino del exilio, partir al destierro.
De la noche a la mañana, nuestras vidas fueron interrumpidas, quebrantadas, empujados a trasplantarnos, confinados lejos de la patria. Obligados a vivir en tierra ajena, lejos de los nuestros, de nuestros origines, de nuestra cultura, de nuestra historia. Tuvimos que cambiarla, repensarla, rehacerla, tratar de reconstruirla.
Apostamos a lo temporal de la dictadura, constreñidos debimos instalamos a vivir en lo provisorio. Por lo general en forma austera, al límite de la precariedad.
Durante largos años, con un pasaporte de apátrida o el pasaporte chileno marcado de la letra “L”, que nos autorizaba a viajar por todos los países del mundo salvo al nuestro, nos permitíamos desplazarnos de igual manera, cambiábamos de país frecuentemente, pasando del de acogida a nuestro Chile interior. Transportados a través de nuestras mentes y pensamientos, nos trasladábamos hacia allá, al confín del mundo, allá donde se termina o…comienza la Tierra.
Sin embargo, iniciado el proceso de transición hacia la democracia y el retorno de algunos de estos mismos jóvenes, líderes del Chile de ayer, quienes, una vez reinstalados y acomodados en el poder y/o en los pasillos de éste, terminaron extraviándose en el camino de la “renovación”. Olvidando la historia, refutando el pasado y creando confusión en las fuerzas progresistas.
Cada cual evoluciona como puede y en función de lo que le dicta su consciencia, su posición social y su ética de vida. Pero lo más grave es que, apoyados en el mismo pueblo que se ilusionó y creyó en ellos, no supieron o no quisieron interpretarlo, ni comprender cabalmente sus demandas y expectativas. Fuera de algunos ajustes, con el fin de paliar los efectos antisociales del régimen cívico-militar, y otras ligeras reformas a su Constitución de 1980, no tuvieron cuenta ni consideraron cambios sociales profundos, los ajustes estructurales necesarios para transformar la sociedad. Los mismos que hasta hoy reivindican los chilenos. Quizás hubiese sido más sano, liberador y oportuno, abrir un verdadero proceso de reconciliación nacional, convocando a un referéndum para que la ciudadanía se pronunciara sobre una nueva Constitución, que definiese un verdadero pacto social, como lo exigía el momento.
Situación decepcionante que ha provocado, sobre todo, en los sectores jóvenes de nuestra sociedad un desinterés, una desmotivación para hacer valer sus derechos cívicos y obligaciones ciudadanas. Juzgando de antemano la causa como perdida. Jóvenes que se han desencantado de lo político y que voluntariamente toman distancia de un sistema democrático considerado como atrofiado, atado, encadenado a un sistema en el cual no se reconocen. Y por ende, fragilizan, cada vez más, la representatividad efectiva de nuestros portavoces, quienes han perdido el factor confianza y la credibilidad ante el pueblo.
Nuestros representantes, durante 30 años, no han sido capaces de revertir la situación, no han creado las condiciones para prescribir, para siempre, una Constitución política heredada del régimen dictatorial, la cual los chilenos rechazan y no quieren más. Pero sigue vigente, bien preservada, asegurando la continuidad e incrementando la fractura social. Manteniendo la sociedad chilena en un estado de humillación permanente, bajo un sistema de vida injusto, indigno y opresor, que impide y coarta el legítimo derecho al usufructo del bienestar y a anhelar la felicidad para todos los chilenos. Es tiempo de poner término a la larga transición hacia la plena y total democracia.
En las últimas elecciones, menos de la mitad de chilenos concurrieron a las urnas para elegir nuestros representantes. El 54% de votantes no participó, se abstuvieron, mostrando su desinterés, incredulidad o desaprobación o castigo.
Juego político un tanto pernicioso, al límite de lo antidemocrático. Dejando al país ser gobernados por autoridades mal elegidas, poco votadas y con bajo apoyo ciudadano. Lo que plantea un serio problema respecto de la legitimidad y representatividad. Postura que obstruye el diálogo, el intercambio y obstaculiza el buen entendimiento de la comunidad nacional. Mayorías ausentes de la vida democrática, que se restan a participar del juego electoral y que, por consiguiente, quedan como inexistentes del poder decisional, sin voz, sin ser entendidas. Situación que va en total desacuerdo con la construcción de la concordia nacional. Suscitando serios problemas de gobernabilidad e inconvenientes con el mantenimiento de la tranquilidad, la preservación del orden y la paz social.
Frente a la incapacidad manifiesta de nuestra generación en haber sabido responder y aportar satisfacción a los requerimientos deseados, la tarea le queda a las nuevas, que así lo han comprendido y lo están asumiendo. El proceso iniciado en octubre pasado parece irreversible, ojalá que sepamos escucharlos, les brindemos apoyo y, al menos, sapamos acompañarlos. Es del interés de todos los chilenos, el unirnos a construir juntos un mejor porvenir.
Mon cher ami, además del Infortunio y la desgracia generada, el Covid-19 nos ha permitido tiempos de meditación, de reflexión, nos ha traído una invitación a cuestionarnos, a recapacitar sobre nuestras formas de vida. Nos deja lecciones y tareas a ejecutar, nos muestra el gran abismo de desigualdad social, así como los marcados intereses que existen entre los diferentes países y gobiernos. Priorizando criterios diferentes, afín de aportar sus propias medidas, en conformidad a sus valores y preocupaciones para el tratamiento de una misma pandemia. Lecciones que esperemos nos sean útiles para encarar y corregir las faltas y debilidades de cada nación. Repensar el rol y la misión que le corresponde como entidad protectora del conjunto de su comunidad nacional.
Fuera del drama que vivimos, el Coronavirus nos deja un mensaje y nos lanza un desafío que debemos asumir como un brote de esperanza, el que la sensatez y la cordura triunfen y nos lleven a mirar la vida con humildad y humanidad. El tomar consciencia de nuestros actos y el respeto que le debemos a nuestro planeta y a su naturaleza. El asumir responsablemente el cuidado y preservación de nuestro medio ambiente. El comprender que las pequeñas y mezquinas economías pueden engendrar grandes catástrofes y que no se muere de la acumulación de la deuda. Entender que la economía debe estar al servicio del ser humano y no su contrario. El estar siempre alertos y preparados para vencer todo tipo de “pandemias”, en rechazar y huir del desencanto que nos corroe, en activar la motivación y devolver la confianza a la ciudadanía, en volver a entusiasmarnos para reinventar y construir una nueva sociedad, armoniosa y solidaria.
Este relato de hechos y situaciones del pasado en relación al presente, fuera de las similitudes, semejanzas y coincidencias que podemos deducir, si dudas tiene hilos conductores compatibles. Comparten una serie de elementos, términos y conceptos asimilables, guardando siempre las proporciones y orígenes de dan lugar a estas catástrofes o pandemias, de cómo se ocasionan y quienes les dan vida. Si relevamos algunos, podemos hablar de la conmoción que provoca la pérdida de nuestras libertades, de los trastornos y efectos destructivos que nos procuran, del instinto de preservación, de protección, que nos inspiran frente al temor, al miedo del otro, a lo desconocido. Al aislamiento forzoso, al estado de confinamiento que nos obligan…. Pero por cierto, lo que prima es ese reflejo a renacer, a reconstruirse, guardando viva la esperanza en que vendrán tiempos mejores.
Como ves, enredado entre la nostalgia, el entusiasmo y la idealización de la situación, sostengo profundas certidumbres en que tenemos una ocasión única y privilegiada. En el de poder reconsiderar la vida que llevamos, en revisar y analizar la calidad que nos ofrece la sociedad en que vivimos, en re-estimularla, refundarla y, por sobre todo, re-encantarla. En tratar de buscar otros parámetros de convivencia, de respeto, de tolerancia, nuevas formas de relacionarnos, dándole un verdadero sentido a nuestras vidas. De encontrar el placer y las ganas de vivirla, de “saborearla, morderla y masticarla a plena mandíbula”.
París, mayo del 2020