Una cantidad no despreciable de intelectuales y estudiosos dedicados al comportamiento y prácticas sociales del nuevo siglo, han llamado sistemáticamente la atención sobre los alcances y consecuencias de las llamadas “redes sociales virtuales”.
Bajo esta denominación caben una serie de relaciones entre personas, grupos o asociaciones mayores con intereses comunes y cuyo canal de comunicación es internet.
Los efectos de estas nuevas formas de relaciones humanas son insospechados y vale decir que esta verdadera revolución comunicacional no tiene precedente alguno a nivel de escala y masificación planetaria.
Claramente, refleja una de las mayores expresiones de lo que en 1961 Marchall McLuhan llamó “Aldea Global”.
En la actualidad, millones de personas de forma simultánea pueden acceder a través de Facebook, Twitter, Instagram o SnapChat a una misma noticia, fenómeno o acontecimiento desde distintas localizaciones geográficas y dar una opinión fundada o infundada sobre el particular.
No obstante, los beneficios que estas redes conllevan en términos del acceso a toneladas de información cada segundo, no es menos cierto que estas se han transformado también en formas de ajusticiamiento social, repudio, condena e, incluso, incitación a la violencia contra grupos, nacionalidades o minorías adscritas a creencias u opciones específicas.
En un sentido, por ejemplo, las redes sociales han sido el medio por el cual puede ajusticiarse a un abusador sexual –hecho que en los últimos meses ha sido la tónica en Chile- exponiéndolo al escarnio público a través de una visibilización inmediata y lapidaria (acto que muchas veces avanza con mayor rapidez que la propia justicia institucional).
Lo anterior ha permitido probablemente –y a buena hora- que los índices de abuso vayan gradualmente disminuyendo por el pánico que suscita la exposición global de un acto irracional e inmoral que antes quedaba limitado a una escala menor, en los rincones de la burocracia del sistema penal.
Todo ello ha beneficiado claramente a las víctimas, que ven una justicia no solo legal sino social con mayores consecuencias nefastas para los victimarios.
Paralelamente, estas redes han servido también para cometer las mayores injusticias contra todo tipo de personas y sin argumentos plausibles, dado el poco juicio y criterio que a veces impera para “criticar” y denostar a alguien.
Si asumimos con profundidad que las redes sociales se convirtieron –sobre todo a partir del año 2000- en la herramienta más utilizada por la gente para resolver cuestiones privadas o públicas, además del éxito mediático asegurado por la repercusión inmediata que alcanzan, podemos observar que su utilización negativa ha socavado los cimientos de la prudencia y la sensatez humana.
Este socavamiento puede ser el resultado de la poca empatía para ponerse en el lugar de ese otro al que se cuestiona, sin fundamento o simplemente por rencor injustificado.
Aún más, solo por creer, a buenas y a primeras, que ese otro me ha ofendido o pasado a llevar o simplemente por el goce de un twittero anónimo de destruir, recordando que un gran porcentaje de los mensajes por redes sociales están dirigidos a ventilar errores estigmatizando a diversos usuarios y no usuarios de internet.
Lamentablemente, las redes sociales fortalecen la construcción de estereotipos sociales que gozan de estabilidad en la percepción social de todo tipo de alteridad.
A modo de ejemplo, aún fresca en la memoria de los chilenos esta esa falsa acusación de abuso en el Metro de Santiago, en donde una joven, sin mayor constatación y certeza, publicó en Facebook que un hombre mayor la habría abusado (refiriéndose a tocaciones indebidas).
Quedaría demostrado ante la justicia que esto no fue así e incluso el hombre habría iniciado una causa por injurias graves. Sin embargo, el daño estaba hecho; el hombre aclaró que le trajo perjuicios en su vida familiar y laboral.
Allí la joven no ponderó las repercusiones que su denuncia conllevaría en una actitud poco empática y sin averiguación a fondo. No quiero aquí sostener que toda denuncia sea infundada y que sí existen abusadores que se esconden por doquier, pero en muchos casos se hace masivo y definitivo el estereotipo negativo de inocentes.
Con todo, la existencia insoslayable de las redes sociales y la repercusión mediática e instantánea que estas producen, nos debería llevar como sociedad a reflexionar sobre el uso moral que estas debiesen implicar.
Debemos enseñar a nuestros hijos y estudiantes a manejarse con respeto y ética en tales redes. Incluso, algunos especialistas hablan de una verdadera “formación en ciudadanía digital” que debiese estar como asignatura en los colegios en función de la formación de una actitud responsable y empática frente a todo tipo de personas.
Debemos enseñar sobre las consecuencias de decir determinadas cosas o mostrar tal o cual imagen sobre el argumento de que la convivencia humana en el siglo XXI debe apartar la violencia social, elemento endémico a la era digital.
Germán Morong Reyes
Centro de Estudios Históricos
Universidad Bernardo O’Higgins