El llamado “mochilazo” del año 2001 marcó el fin del repliegue que había caracterizado al movimiento estudiantil durante los años postdictadura. De alguna manera, este hito evidenció los primeros atisbos de desacople entre la política tradicional y la sociedad civil, que luego se profundizó en el renacimiento de multitudinarios movimientos sociales en Chile.
Dichos movimientos sociales marcaron fuertemente la agenda del país por varios años, ganando fuerza y mostrando poder de influencia en las decisiones políticas del Ejecutivo y Legislativo. Aunque mostraron vigor en gobiernos de distinto tipo, enfrentándose incluso a las políticas que impulsó la ex Concertación, es innegable que encontraron su máximo apogeo cuando se enfrentaron a los dos períodos del expresidente Sebastián Piñera.
Basta recordar las movilizaciones estudiantiles del 2011: tomas de colegios y universidades, paralizaciones en cientos de facultades y multitudinarias marchas que se extendieron por todo el año. Asimismo, la crisis social de 2019, que si bien se caracterizó por una heterogénea masa descoordinada que exigía cambios difusos y a veces contradictorios entre sí, tuvo un cauce importante de organizaciones como la CUT, la Confech o No+AFP y movimientos menos orgánicos como el activismo ambiental, feminista o indigenista.
Tres años sin movimientos sociales
Pero, en los últimos tres años de gobierno el movimiento social ha tenido un silencio ensordecedor. ¿Qué explica este repliegue? ¿Es consecuencia, acaso, de un gran nivel de satisfacción en el cumplimiento de sus demandas? ¿O simplemente aquellos que levantaban impertérritos grandes pancartas y consignas se muestran hoy serviles a los intereses del gobierno, sin haber avanzado en lo medular de lo demandado?
La respuesta se vuelve obvia cuando se analizan las políticas levantadas estos años: profundización del sistema de capitalización individual y fortalecimiento de las AFP, nulos avances en materia educacional, pocos logros en materia de género y “retrocesos” en la agenda indigenista que tanto ensalzaron en sus inicios en política.
Evidentemente, el movimiento social ha experimentado una desarticulación. En los inicios del gobierno de Boric, estos grupos se enfrentaron a la decisión de mantener los pies “en la calle” o adentrarlos a la “casa de gobierno”. Sin mucha reflexión, tomaron la opción de construir su proyecto “desde dentro”. En algunos casos, tomando cargos de confianza, y en otros, subordinándose a los planes del gobierno, lo que derivó en una moderación de sus críticas y en la desmovilización de sus bases.
Y aunque, evidenciada la imposibilidad de avanzar en cambios “estructurales” por la falta de votos en el Congreso, algunos personeros de la coalición de gobierno -como el presidente del PC Lautaro Carmona– han enviado señales para activar al “movimiento social, sindical, popular, estudiantil, poblacional”, hasta el momento nada de eso ha ocurrido. Si hay algo que este gobierno ha hecho bien, ha sido desactivar las críticas de estas organizaciones y la presión “de la calle” que, en otros casos, han debilitado la acción de los gobiernos.
Ahora bien, este fenómeno de desmovilización ha ocurrido en la gran mayoría de los gobiernos progresistas de América Latina. En caso contrario, cuando llegan al poder coaliciones de sensibilidades más conservadoras, tienden a desplegarse con más fuerza.
En esta última lectura hay un elemento que la centroderecha debe atender si realmente quiere ofrecer gobernabilidad para lograr instaurar sus políticas en un eventual gobierno: no basta solo con obtener mayorías en el Congreso. También se debe prever que el repliegue en el que hoy se encuentran los movimientos sociales no será infinito, y que, apenas encuentran la oportunidad, se constituirán como antagonistas del Ejecutivo, tal como lo hicieron en las dos únicas ocasiones en que la derecha ha gobernado desde el regreso a la democracia.