Zweig, desde su exilio y su desencanto, ya lo había anticipado: es posible que un jugador que no comprenda el arte de la política, ni la cultura que la sostiene, sea igualmente el campeón mundial.
Stefan Zweig escribió una novela corta llamada “Una partida de ajedrez”, donde tres personajes desempeñan un rol esencial en la metáfora del poder moderno.
El primero es Mirko Czentovic, campeón mundial de ajedrez. Un hombre rudo, casi analfabeto, carente de imaginación o profundidad, pero dotado de un talento técnico automático para mover las piezas. Es un campeón inusual, un ignaro capaz de ser mejor en el deporte ciencia.
El segundo es McConnor, un millonario obstinado, símbolo de la fuerza económica y de la voluntad ciega. Su única motivación es vencer, demostrar su superioridad a cualquier costo. Es el símbolo de la competitividad.
El tercero es el doctor B., un intelectual, refinado y cultivado, que aprendió ajedrez en condiciones extremas de reclusión y tortura psicológica mientras estuvo prisionero por los nazis. Traumatizado, su genialidad se convierte en un arma de doble filo: puede iluminar la partida o arrastrarlo de nuevo a la locura.
La historia comienza con el campeón del mundo y el empresario enfrentados a una partida en un barco. El empresario se defiende con su férrea voluntad, pero a poco andar está en clara desventaja. Doctor B. emerge entre el público dando consejos y un par de movimientos magistrales aportados por él permiten que se llegue a tablas. El público, sorprendido por la emergencia de este intelectual, señalan que debe darse el duelo entre el campeón del mundo y doctor B.
De este modo, el conflicto inicial no es entre la inteligencia y la brutalidad, sino entre el dinero y la fuerza bruta. El doctor B. no aparece como protagonista de la partida, sino como un instrumento de rescate. La racionalidad no entra al juego para proponer un proyecto, sino para intentar salvar al poder económico de su humillante derrota.
Pero luego tendrá su oportunidad.
Cuando se produce la partida entre ambos, la brillantez de doctor B. se comienza a difuminar: su trauma aparece. Al frente la fuerza bruta. En su historia, la fuerza bruta. Esa misma fuerza que no pudo vencer en prisión, que solo la suma de azares y decisiones osadas permitieron vencer. Doctor B. no solo perderá, sino que brotará su locura, su dolor, su historia ominosa.
Este libro se escribe mientras Zweig vive en el exilio, poco tiempo antes de morir por propia mano, lamentando un mundo que, todo indica, no representará lo más alto, sino, por el contrario, se encontrará con lo más bajo.
Zweig señala aquí un problema profundo: cuando la razón no es un fin en sí mismo, sino apenas un medio de auxilio para el poder, está condenada a fracasar. El doctor B., aunque tiene la capacidad de derrotar a Czentovic, no puede sostener la partida. El trauma que arrastra lo paraliza, lo debilita. Tiene que abandonar para no destruirse.
Así es, está compelido a claudicar para no entrar en el espiral de su propia destrucción.
Y he aquí el horror.
La metáfora es precisa para nuestro tiempo.
La política moderna nació con diseños racionales: el tratado de Westfalia, el constitucionalismo, las ideologías modernas, el Estado de derecho moderno, la universidad moderna, las escuelas, la educación cívica, el complejo esfuerzo de un sistema internacional, en fin. Un esfuerzo titánico por dotar de un cierto cuadriculado, de una geometría euclidiana a ese complejo ente llamado poder.
La política sería el poder domesticado, el poder con bordes, delimitando un territorio legítimo y legal. Y en esa ruta caminamos, con enorme dificultad. ¿Y qué pasa si aparece de pronto un ser no euclidiano? ¿Qué pasa si domina el juego el que no sabe siquiera qué clase de ser resulta ser él mismo?
Zweig está pensando en esto. El ajedrez es la política. Un juego sofisticado, creado inmemorialmente para pensar y dotarse de estrategia… la guerra con otras armas. Pero de pronto el intelecto es reemplazable por la fuerza bruta y el instinto de jugar una pieza a tiempo. ¿Qué pasa si alguien sabe jugar el juego sin entenderlo?
Políticos sin proyecto, partidas sin sentido
Los nuevos partidos políticos emergentes —desde la ultraderecha europea hasta los populismos radicales en América Latina o Estados Unidos— se parecen a Czentovic: no ofrecen ideas elevadas ni proyectos civilizatorios, solo eficacia elemental y brutal en la disputa por el poder. No hay proyecto, solo negociación después de aplastar al rival. Soterradamente, llaman por teléfono para declararse inermes, pero ante el mundo vociferan como matones de colegio.
El capital económico se aferra ante ellos o los combate sin comprender las reglas profundas de la partida. Y la inteligencia crítica -como el doctor B.- interviene tarde, herida, fragmentada, muchas veces sin fuerzas para sostener una estrategia propia, traumatizado por vivir algo que le parece irreal: un juego de inteligencia domeñado por un bobo.
Así surgieron liderazgos como el de Donald Trump: sin las artes tradicionales de la política, sin una base cultural que sostenga su acción, pero con la eficacia de quien solo necesita saber ganar la partida, aunque desconozca el significado del tablero. Esta vez el dinero no está al otro lado del bobo, sino que le subyace.
La pérdida de los valores ilustrados en Occidente no fue una derrota en combate abierto, sino un progresivo abandono del juego. En su lugar, la política contemporánea ve el ascenso de fuerzas que entienden el poder como un fin en sí mismo, sin importar la historia, las instituciones ni los proyectos a largo plazo.
Fuerzas de ultraderecha y ultraizquierda, impulsadas por el mismo principio brutal: conquistar, desalojar, instalarse. La eficacia no está al servicio de las políticas públicas, sino de su desmantelamiento. Fuerzas apocalípticas de motosierras y recortes, sin plan alguno, solo simplismos ridículos de criterios que carecen de sentido humano, social, político o económico.
El ajedrez político de hoy
Zweig, desde su exilio y su desencanto, ya lo había anticipado: es posible que un jugador que no comprenda el arte de la política, ni la cultura que la sostiene, sea igualmente el campeón mundial.
Hoy, más que nunca, jugamos en ese tablero. Y los nombres flotan por izquierda y por derecha: pasó en la Convención Constitucional, se ha visto en el gobierno de Boric, se ve hoy con Kaiser, se ve hoy con Trump. Crecen en la confusión, pues se fusionan con ella, pueden jugar ajedrez porque el mundo está agotado de certezas caídas. Pueden defender el libremercado y el proteccionismo a la vez, pueden ser nacionalistas y anarquistas… y es que pueden ser cualquier cosa que les sirva para imponerse sin la desagradable necesidad de evolucionar.