Paulina Vodanovic tiene la última palabra.
Desde el año 2011 en adelante, Chile y España han vivido un proceso de simetría notable en su sistema político. En ambos países, el ciclo de protestas juveniles —las movilizaciones estudiantiles en Chile y el 15M en España— fracturó el equilibrio tradicional de la izquierda.
Surgieron fuerzas que se ubicaron a la izquierda del Partido Socialista y que, en ambos casos, no provenían del Partido Comunista. Era una nueva novísima izquierda, libres en sus declaraciones, radicales en sus propuestas, pero alejados de las disciplinas y tradiciones comunistas, al tiempo que críticos de los acomodos jabonosos y las parsimonias socialistas.
En España, este fenómeno adquirió cuerpo rápidamente bajo el nombre de Podemos, fundado en 2014 (solo tres años después de las protestas), con un despliegue vertiginoso y un sentido organizativo de alta profesionalización. Rápidamente tuvieron representantes en las asambleas o concejos de comunas y gobiernos regionales.
En Chile, en cambio, el proceso fue más dubitativo. Aunque las protestas de 2011 fueron de una escala, masividad y profundidad superiores a las españolas, el surgimiento de una nueva fuerza política fue lenta y cuidada, con una timidez algo sorprendente. Negociaciones sin foto (RD y Bachelet) y una cuidada dilación tenían por objeto evitar que la llave de la historia pudiera irse con terceros mientras los jóvenes no tenían edad presidencial.
La idea de hacer florecer mil flores (liderazgos) no estaba en el aire, sí estaba en cambio la necesidad de pomposas declaraciones y altisonantes puestas en escena. Y todo esto embadurnado con un moralismo que estaba casi en el mismo sitio que el metodismo más severo del centro de Estados Unidos (y, como quedó demostrado, con la misma hipocresía que la del pastor Jimmy Swaggart).
La crítica a la transición
Tanto Podemos como el Frente Amplio representaron un quiebre respecto al socialismo tradicional posdictadura. En España, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE); en Chile, un ecosistema socialista más difuso hoy llamado Socialismo Democrático, que incluye el Partido Socialista (PS) y el Partido por la Democracia (PPD), este último una creación ante los bloqueos legales en dictadura que después adquirió un rostro nuevo, un lugar más moderado todavía que el PS, un lugar de pragmatismo y adaptación.
La crítica al modelo de transición democrática provino tanto desde la nueva izquierda como de una derecha emergente más radical y soberanista. Podemos y el Frente Amplio acusaron a la transición de no haber avanzado realmente en democratización e igualdad. Además, cuestionaron los pactos transversales de la transición.
Vox en España y José Antonio Kast en Chile son otras dos caras de esta reacción, ambos en abierta crítica a los pactos transicionales que definieron los primeros años democráticos. Kast ha criticado el consenso, postura que parece idéntica a la del Frente Amplio, pero es inversa: la derecha. Se habría rendido culturalmente y habría permitido una crítica lapidaria contra Pinochet.
Vox y Kast han hablado de una derecha acomplejada y cobarde. Frente Amplio y Partido Comunista en Chile han declarado la existencia de una izquierda cobarde y entreguista.
La transición ha quedado como jamón del sándwich. El fenómeno indica una crisis doble de legitimidad, por izquierda y por derecha.
La hora del sorpaso
El Frente Amplio se tardó bastante en configurar sus fuerzas. Fuera del diseño estuvo la habilidad de Jorge Sharp para ganar una elección de alcaldes que no estaba en el mapa de los líderes públicos del Frente Amplio (aunque Sharp en la interna militante pesaba más que nadie).
El triunfo de Sharp precipitó los acontecimientos y fue así que en 2017 (pasados seis años desde la fractura social que les dio la oportunidad), el Frente Amplio adquirió forma electoral reconocible. La historia había sido gentil: la tardanza en política suele ser corrosiva, pero no fue lo que ocurrió y la nueva generación despuntó rápido, para sorpresa de un sistema político que (increíblemente sorprendido) midió la novedad por vez primera, con seis años de retraso (el mismo tiempo que el que tardaron los protagonistas).
Y cuando quisieron reaccionar, se encontraron con el enemigo dentro de casa: los hijos de los concertacionistas eran los impugnadores. Y un hijo con empleo vale más que mil humillaciones. Y fue así como se bajaron los ánimos de una disputa intrafamiliar. Los intereses materiales mueven el mundo, no las ideas de un partido. Y si los intereses materiales son el patrimonio familiar, ya está claro qué pasará.
En el caso español, Podemos rozó el sorpaso electoral en 2015, obteniendo cerca del 20% de los votos y casi superando al PSOE. Sin embargo, errores estratégicos, como la fallida negociación para formar gobierno tras la primera elección, forzaron una nueva elección que terminó debilitando a Podemos y permitiendo que el PSOE, bajo el liderazgo resiliente de Pedro Sánchez (casi destruido entonces), se rearticulara y controlara finalmente toda la izquierda española, aunque sea una izquierda cada vez más pequeña, más castigada.
Pedro Sánchez, que sobrevivió a su propio partido en una de las luchas internas más intensas del PSOE, resumió su actitud en una frase que hoy parece definitoria: “No es no, y nunca es nunca”, dijo cuando se negó a facilitar un gobierno del Partido Popular, a pesar de las presiones de su propio partido. Esta posición de firmeza le permitió reconstruir liderazgo en una fuerza que parecía condenada al colapso.
Sánchez también dijo, durante su campaña para volver a liderar el PSOE: “El PSOE debe ser el partido de la militancia, no el partido de los aparatos”. Con frases como esta logró reconectar con las bases socialistas, precisamente el segmento que Podemos pretendía capturar.
En Chile, el Frente Amplio, a través de Beatriz Sánchez, logró un 20% en 2017, apenas detrás de Alejandro Guillier (situación simétrica a la española), abanderado del socialismo democrático. La performance de Sánchez fue tibia, pero el debilitamiento de la izquierda tradicional hizo el trabajo. Si la candidatura de Sánchez hubiera tenido mayor estatura política y organizacional, el sorpaso podría haberse concretado en ese mismo ciclo. Sin embargo, como en el célebre relato de Borges, “el minotauro ni siquiera se defendió”: el Partido Socialista chileno no diseñó estrategias de resistencia, no organizó oposición táctica ni trabajó su renovación generacional con criterio político. Simplemente cedió el paso a los jóvenes y se tornaron claudicantes o herbívoros, como usted quiera llamarlos.
El socialismo chileno asumió su rol secundario como un hecho inevitable. Optó por seguir la corriente de la nueva generación frenteamplista, confundiendo juventud con aptitud, y adoptó su estilo de política basada en performance, altisonancia y maximalismo retórico.
Paulina Vodanovic y el amago de resistencia
Hoy, por primera vez desde 2011, parece asomar un intento de revertir esta historia. Paulina Vodanovic, actual presidenta del Partido Socialista, representa una figura que podría romper la inercia (¿timorata? ¿depresiva? ¿suicida?) del socialismo chileno.
Se perfila como posible candidata presidencial, y su nombre comienza a sonar como el rostro capaz de disputar el control de la izquierda que, hasta ahora, ha ejercido el Frente Amplio sin contrapesos.
Ya sé, suena épico, me disculpo porque de momento no es así. Hay atisbos, tímidas valentías. Pareciera que este analista estuviera motivado por el movimiento de la rueda de la historia. Quizás he abusado del lirismo, es solo que me gusta escribir bien y el libretista de ópera que llevo dentro me traiciona. Pero lo dicho es cierto, con todas las modestias del caso.
Paulina Vodanovic no es un liderazgo tradicional. Su origen combina una visión más pragmática de la política con una lectura crítica del maximalismo frenteamplista. Ella misma lo expresó en entrevista reciente:
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“El socialismo democrático no puede ser furgón de cola de otros proyectos. Tenemos que liderar una propuesta propia para Chile.”
Y al referirse a su generación política, fue aún más explícita:
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“No somos herederos de la transición ni de los maximalismos del presente. Somos hijos de nuestras propias convicciones.”
Esta última frase es crucial. Indica la existencia de un río con su propio caudal entre las otras dos aguas: no son Tohá (la transición), ni el maximalismo (Frente Amplio y PC). Y esto es nuevo.
Su eventual candidatura abriría una disputa seria dentro de la izquierda chilena, inédita en más de una década respecto al Frente Amplio y novedosa en treintaicinco años de la nueva república posdictadura. El desafío no será menor. La imagen de marca de los jóvenes del Frente Amplio sigue siendo más poderosa que el resto de los liderazgos de la izquierda (que en eso de construir líderes tiene las ganas de Büchi como candidato).
Los líderes frenteamplistas, aunque muy desgastados por errores de gestión, liderazgos inmaduros y un halo de sospecha de corrupción; siguen en la punta del sector, con el beneficio de su nula autocrítica. Para que el Partido Socialista vuelva a disputar el alma de la izquierda, no basta con tener un nombre: necesita proyecto, músculo político, voluntad de riesgo y un diagnóstico lúcido de por qué perdió el lugar que alguna vez tuvo.
Paulina Vodanovic enfrenta pasivos: no es conocida al nivel de un presidenciable óptimo y su eventual jugada es más osada de lo habitual en un entorno de rentistas políticos más que líderes. En ella, de todos modos, se vislumbra carácter y ganas (dos rasgos que han escaseado en la presidencial del partido en los últimos años) y sus jugadas hasta ahora están ya posicionándola como la apuesta más novedosa por izquierda (esa es la verdad, Gonzalo Winter).
Volvamos al cuento de Borges. Teseo ha triunfado, cuenta Borges, ante el Minotauro y al salir le cuenta a Ariadna que éste ni siquiera se defendió. Es la historia reversionada por Borges. Pues bien, esa es la historia de Gabiel Boric contra Álvaro Elizalde.
Al pasar a segunda vuelta, bien podemos imaginar a Boric diciéndole a Jackson: “no me creerás Giorgio, pero el Partido Socialista ni siquiera se defendió”. Paulina Vodanovic puede intentar cambiar esa historia. Es algo tarde porque el laberinto del minotauro ya pertenece a otro, es otro el que administra el palacio de gobierno. Pero lo tardío no garantiza la derrota, solo hace más difícil el proceso. Paulina Vodanovic tiene la última palabra.