No podemos permitir que una minoría poderosa se ampare en tecnicismos jurídicos para mantener beneficios que nacieron bajo el alero de la corrupción.
A estas alturas ya todos saben lo que fue la Ley Longueira. Una ley hecha a la medida de los grandes grupos pesqueros, escrita con la mano de las empresas y firmada con el voto de la exdiputada UDI, Marta Isasi, y el senador UDI, Jaime Orpis, quienes pagaron con cárcel el haber recibido coimas para favorecer a esas mismas empresas. Una ley corrupta desde su origen.
Lo que quizás no todos saben es que esa ley sigue vigente. Y mientras esté viva, la injusticia también sigue viva. Porque hoy, mientras miles de pescadores artesanales apenas logran sacar su sustento del mar, un puñado de empresas concentra las cuotas más jugosas de los principales recursos pesqueros del país. Esa es la herencia de la Ley Longueira.
Proyecto de ley de fraccionamiento
Frente a esta situación, el Gobierno del Presidente Gabriel Boric presentó un proyecto de ley que busca corregir esa desigualdad histórica. Es el proyecto de ley de fraccionamiento, que busca redistribuir de manera más justa las cuotas de pesca, especialmente en especies clave como la sardina, la anchoveta, el jurel y la merluza. El objetivo es claro: fortalecer el rol de la pesca artesanal y limitar el poder excesivo que hoy tienen las grandes pesqueras.
Este proyecto ya fue aprobado en la Cámara de Diputadas y Diputados, lo que significó un avance importante. En esa instancia, se lograron establecer cuotas más equilibradas a favor de los pescadores artesanales. Luego pasó al Senado, donde fue revisado primero por la Comisión de Pesca, que lamentablemente retrocedió en varios de esos avances, rebajando algunas de las cuotas que se habían ganado en la Cámara. Ese fue el primer golpe.
Actualmente, el proyecto se encuentra en la Comisión de Hacienda del Senado, que es la última etapa antes de que sea votado por la Sala del Senado. Y es precisamente por esto que hoy, a lo largo de todo Chile, los pescadores artesanales están movilizados. Protestan para que se restituyan las cuotas ganadas en la Cámara de Diputados, y para que el proyecto avance sin más dilaciones en la Comisión de Hacienda. Exigen que el Senado actúe con responsabilidad y urgencia. No se puede seguir jugando con el sustento de miles de familias que viven del mar.
Las jugadas de la industria
Pero mientras los pescadores protestan, la industria no se quedó tranquila. Apenas se presentó el proyecto, sacaron a sus abogados, economistas y voceros para decir que esta ley sería “expropiatoria”, que les quitaría un supuesto “derecho de propiedad” sobre las autorizaciones de pesca que recibieron gracias a la Ley Longueira. Y que, por tanto, si se aprueba el nuevo fraccionamiento, el Estado debería indemnizarlos.
Voy a ser muy claro: esto no es una expropiación ni se trata de un derecho de propiedad legítimo. Aquí no se les está quitando un bien comprado en buena ley. Se está corrigiendo una norma nacida de la corrupción. Y el Derecho, por definición, no puede amparar la corrupción ni proteger los frutos del delito.
Desde el punto de vista legal, las autorizaciones de pesca no constituyen derechos de propiedad como los entienden la Constitución o el Código Civil. Se trata de permisos administrativos otorgados por el Estado para el uso de un bien nacional de uso público: los peces del mar chileno. Son cuotas temporales, condicionadas, sujetas a cambios según criterios científicos, ambientales y sociales. No son propiedades eternas ni transferibles como un terreno o una casa.
¿Derechos adquiridos?
Pero incluso si se quisiera forzar el argumento del “derecho adquirido”, hay algo que lo desarma por completo: esas cuotas fueron obtenidas bajo una ley corrupta. Y aquí el Derecho es tajante. Existe un principio jurídico fundamental que dice que nadie puede beneficiarse de su propio dolo. Es decir, si obtuviste algo cometiendo un delito –como fue el caso del cohecho probado en la tramitación de la Ley Longueira– no puedes luego pretender que el Estado te lo garantice como si fuera legítimo. Así de simple.
También se ha intentado invocar el principio de “confianza legítima”. Es decir, que las empresas actuaron en base a una expectativa razonable de que el marco normativo se iba a mantener. Pero esa confianza no puede aplicarse cuando la norma que les dio origen fue dictada con fraude, con coimas, con delitos. El Derecho no puede ser cómplice de ese pasado.
Desde lo político y lo ético, esto es todavía más grave. Porque lo que la industria está pidiendo, en el fondo, es que se legalice lo ilegítimo. Que se premie a quien se benefició de una ley hecha a la medida del poder económico. Que el Estado no solo tolere la corrupción, sino que además la consolide con nuevas normas que reconozcan sus frutos como “derechos adquiridos”. Eso no lo podemos aceptar. No en democracia. No en un país que quiere avanzar hacia más justicia y menos abuso.
Nuevo fraccionamiento: una ley justa que pone límites
El nuevo fraccionamiento no elimina a la industria. No la deja fuera. Solo le pide que comparta de forma más justa los recursos del mar con quienes han sido históricamente marginados: los pescadores artesanales, sus familias y comunidades. Tampoco afecta su viabilidad económica, porque conserva parte importante de las cuotas. Lo que hace esta ley es poner límites, equilibrar la balanza y dar cumplimiento a un compromiso presidencial que busca terminar con los privilegios consagrados por la Ley Longueira.
No podemos permitir que una minoría poderosa se ampare en tecnicismos jurídicos para mantener beneficios que nacieron bajo el alero de la corrupción. Y no se trata de venganza. Se trata de justicia. De restaurar la confianza ciudadana en las instituciones. De corregir una norma que nunca debió existir en esos términos.
Como senador, tengo la responsabilidad de actuar con decisión frente a esta situación. Y como legislador, tengo la convicción de que el Derecho no puede ser usado como escudo para defender lo indefendible. Que no hay propiedad posible sobre un delito. Y que las leyes deben estar al servicio del bien común, no del interés privado de quienes más poder tienen.