En los próximos meses conoceremos qué tan cerca estamos de que un nuevo Narciso se felicite absorto ante el espejo.
Kaiser y Boric son dos caras de un mismo fenómeno, entes especulares que se reflejan entre sí, hijos sintomáticos de nuestra época de frustraciones y quebrantos. Ambos hijos de la elite, pero molestos con ella. Sí, molestos, pero no por la falta de resultados de éxito en sus familias, sino por el hastío y la búsqueda de dar cuenta de una crisis moral y social insoportable que solo puede curarse el día en que gobiernen ellos en tanto personas.
Kaiser y Boric, hijos de la misma sombra, constituidos en los márgenes opuestos del espectro ideológico, ambos se alzan como representantes del descontento y la polarización política chilena. Gabriel Boric ya Presidente. Johannes Kaiser ya la revelación de la actual campaña presidencial, desafiando seriamente a Matthei (al menos eso dice nuestra encuesta La Cosa Nostra, con datos diferentes a los de varias otras de estos días).
He ahí ambos, provocadores, certeros en sus dichos, compartiendo mucho más de lo que quisieran. ¿Quiere usted ver el espejo? ¿Se siente ofendido? ¿Acongojado? ¿Es esta comparación odiosa? Usted dirá. Quémelo si quiere, pero después de leerlo.
La academia y la profesión como punto débil
Tanto Boric como Kaiser emergen desde entornos donde el prestigio académico no es precisamente su carta de presentación. Ninguno de los dos destacó por un recorrido intelectual riguroso ni por haber alcanzado logros universitarios relevantes.
Gabriel Boric fue un dirigente estudiantil carismático, pero su paso por Derecho fue errático y sin titulación. Su examen de grado, más bien un fiasco.
Por otro lado, Johannes Kaiser, aunque proveniente de una familia política y con estudios universitarios, tampoco exhibe un expediente brillante ni un reconocimiento académico consolidado. Su hermano es uno de los intelectuales de Chile, pero Johannes no terminó ninguna de las carreras que comenzó.
Sus trayectorias estudiantiles son más bien disolutas, desequilibradas. Son, en ese sentido, hijos de una época en que la legitimidad política se cosecha más en redes sociales y discursos virales que en aulas o bibliotecas.
Ambos comparten otro vacío: la ausencia de experiencia profesional significativa antes de lanzarse al estrellato político. No dirigieron empresas ni unidades de ellas, no lideraron instituciones públicas, no crearon un emprendimiento, no desarrollaron proyectos complejos ni coordinaron equipos de trabajo relevantes.
Carecen de experiencia en la toma de decisiones en contextos de responsabilidad organizacional. La política fue su primer y casi único terreno de acción. Boric puede aducir que su carrera política empezó muy temprano y Kaiser puede señalar que él sí trabajó. Ambos tendrán razón, pero lo dicho previamente sigue siendo indesmentible. Si una presidencial supusiera trayectoria, no tendrían opción. Pero la política puede ofrecer oportunidades que en la vida laboral parece imposible.
Ausencia de poder organizado y aprovechar estructuras formadas por otros
Hay más similitudes. Ya estando ambos dentro de la política, su inscripción a la carrera presidencial —de forma directa o mediada— no vino precedida por una acumulación de poder organizativo. Ninguno de los dos armó estructuras políticas.
Boric no lideró Izquierda Autónoma, ni el Movimiento Autonomista, ni Convergencia Social. De hecho, no pudo inscribir el partido y fue salvado por estructuras de la Concertación (ironía de los dioses).
Por su parte Kaiser, también mostró la habilidad para insertarse en una plataforma ya construida por otro (Kast), y cuando vio la oportunidad, hizo realidad ese entretenido juego del “nadie sabe para quién trabaja”. Jackson y Kast quedaron en el camino, construyendo los pilares sin imaginar la ‘mexicana’ que propuso la historia. Sí, así es, Boric se subió al andamiaje del Frente Amplio, una coalición cuyo diseño principal no le pertenece.
Kaiser hizo lo propio con el Partido Republicano, un proyecto donde José Antonio Kast marcó la hoja de ruta. Ambos surgieron como ejecutores de estrategias ajenas, y no como arquitectos de visiones propias.
Pero la mayor semejanza, el espejo más imponente, radica en el pilar de ambos: el ascenso político mediante la construcción de un enemigo social y político. En este paralelo se revela no solo una coincidencia estratégica, sino también una convergencia generacional y cultural.
La estrategia del enemigo
Lo que verdaderamente hermana a Boric y a Kaiser es su lógica discursiva. Ambos, como diputados, crecieron enfrentando a un enemigo bien definido, en un esquema binario donde el valor político se mide por la eficacia con que se fustiga al adversario.
En el caso de Boric, su construcción del enemigo se centró en la élite económica, los pactistas de la transición, los privilegiados, las fuerzas policiales, y la izquierda tradicional institucionalizada. A través de frases punzantes como “incomodar a los privilegiados” o “la violencia del Estado es sistemática”, Boric fue perfilando una narrativa donde el cambio social solo podía emerger mediante la confrontación con estructuras completas del poder. Su enemigo no era solo Pinochet o los empresarios corruptos, sino también los reformistas que —a su juicio— mantuvieron el modelo vivo bajo otro ropaje. Veamos algunos detalles
En 2016 Boric señaló que “parece que los empresarios de este país son una verdadera organización criminal”, apelando a una imagen generalizada del empresariado como un actor corrupto, al punto de compararlos con una organización criminal. Se construye una oposición entre “los poderosos ilegítimos” y “el pueblo”. Esto puede fomentar un discurso donde los empresarios no son solo parte del sistema, sino una amenaza directa al bien común.
En 2019 los dardos de Boric fueron contra el Estado a través de sus fuerzas policiales, a quienes acusó de violencia, no como una excepción, sino como una práctica sistemática. En este caso, Boric no sólo condena hechos de represión, sino que enmarca a la policía como un enemigo estructural, representante de una forma de violencia estatal que se opone a la ciudadanía.
La frase posiciona al Estado como opresor de su propio pueblo, reforzando la narrativa del “enemigo interno” en el aparato estatal, que debe ser reformado o incluso deslegitimado.
Y a propósito de enemigo interno, Boric había señalado antes (2016) que la transición chilena fue una medida de lo posible hecha por una élite que no se atrevió a empujar los cambios que Chile necesitaba. Esta crítica formula al bloque de la transición como un grupo timorato, cómplice o funcional a la dictadura. Así, convierte a los arquitectos del regreso a la democracia en una figura ambigua o incluso adversa. El enemigo aquí es el “gestor del pacto injusto”, quien encubrió o prolongó la desigualdad bajo una fachada democrática. Es un ataque intenso a los moderados, cuya conducta es complicidad. Y es por eso que en 2017 le dijo al PC y al PS: “No vinimos a administrar lo que hay, vinimos a cambiarlo todo.” Nuevamente surgía así la tesis de un enemigo interno dentro del propio campo progresista: la izquierda tradicional que, a juicio de Boric, se volvió parte del problema al adaptarse al sistema. Así, se deslegitima a los sectores reformistas como traidores del cambio.
El enemigo aquí es el “izquierdista institucionalizado”, lo que refuerza la idea de pureza ideológica. Es una crítica a los moderados. Finalmente, la crítica a los privilegiados como otra versión del enemigo al que hay que incomodar necsariamente para que haya más justicia.
Aquí surge una mirada donde el privilegio es necesariamente cuestionable y que esa posición debe ser desestabilizada. El “enemigo social” es quien goza de privilegios y no los reconoce ni los redistribuye. La idea de “incomodar” tiene un matiz confrontacional y establece un campo de batalla cultural entre quienes están “del lado correcto” y los equivocados (o egoístas).
Johannes Kaiser, en similitud, se hizo célebre en un escenario de confrontación semejante. Boric criticó a los grandes empresarios… Kaiser también: les acusa a élites liberales como parte de un sistema globalista progresista. Si bien defiende el libre mercado, critica al empresariado que coopera con agendas ‘woke’. También Kaiser criticó al estado en su forma policial y militar cuando colaboran con políticas de género o migración, acusándolos de haberse vuelto cómplices del progresismo institucional.
En la lucha interna no se queda atrás Kaiser, respecto a Boric, criticando la “derecha cobarde”, el “conservadurismo blando” o liberalismo clásico. En este marco acusa a la derecha tradicional de haber entregado la cultura y la educación a la izquierda.
¿Y los privilegiados? También tiene su crítica: afirma Kaiser que los ‘privilegiados’ son los protegidos por la corrección política: feministas, inmigrantes, activistas LGBTQ+, etc. De este modo plantea la crítico al “privilegiado moral progresista”.
Y si Boric fue un enorme crítico de la transición, ¿qué dice Kaiser? Lo mismo, pero a la inversa. Para él los gestores de la transición aparecen como cómplices de un modelo injusto que castigó a quienes salvaron Chile. Ve la transición como una entrega cobarde: la derecha que pactó con la izquierda permitió que el marxismo cultural se infiltrara en la sociedad y que transformara a héroes en violadores de derechos humanos. Los concertacionistas y la derecha pactista son traidores. Boric indultó a un frentista, Kaiser quiere hacer lo propio con su antípoda.
Kaiser y Boric ante el espejo
La vida es un espejo. Y como dijo Borges: “yo sentí el horror de los espejos”.
He aquí el último espejo que este ciclo político decadente nos ofrece. Dos jóvenes que renuevan la política con su estilo retórico, autoafirmativo, agresivo, impostado y provocador, estableciendo ambos una serie de antagonismos que apelan a un público que se siente marginado del debate público.
Tienen en común algo más: no ofrecen eficacia, no piensan en solución alguna… simplemente construyen un culpable y que la historia haga lo suyo, esperando a que haya suerte para Chile.
Ambos son como aviones de combate, respectivos F-16 repartidos en los dos bandos, bombarderos retóricos elevados y sin presencia, precisión quirúrgica en el ataque al adversario multiplicando los mensajes virales. ¿Y después? Nada más que un cesarismo de postureo, un bonapartismo sin Napoleón.
La polarización
Boric y Kaiser, unidos por la bruma, son síntomas de una generación sin experiencia de construcción estatal, pero con dominio del discurso confrontacional. No son administradores de lo común, sino agitadores del antagonismo. Su capital político no se forjó en la negociación ni en la gestión, sino en la capacidad para amplificar malestares, encarnar pulsiones sociales, y transformarse en símbolos de una causa.
La consecuencia de esta estrategia compartida es doble: por un lado, permite el ascenso meteórico de figuras sin recorrido; por otro, erosiona la noción de lo común como espacio de encuentro. Se suele conocer como polarización.
Es posible que los seguidores de uno y otro se horroricen ante esta comparación. ¿Cómo puede equipararse al presidente Boric con Johannes Kaiser, tan distintos en sus valores y diagnósticos? Pero lo que aquí se coteja no es la moralidad de sus causas, sino la estructura de sus trayectorias y la lógica de sus discursos. Ambos fueron diputados sin mando previo, con escasa formación profesional, ascendiendo por su capacidad de confrontar enemigos públicos. Ambos cultivaron audiencias mediante una política de la irritación, y desde allí impulsaron sus candidaturas presidenciales o las cercanías a ellas. Ambos polarizaron en su etapa parlamentaria.
A veces, los extremos se tocan. En este caso, comparten más de lo que sus seguidores querrían admitir. Porque más allá del contenido de sus antagonismos, la forma es la misma: polarizar, denunciar, arengar. He aquí Boric, he aquí Kaiser, como espejos invertidos, se proyectan mutuamente en la política chilena contemporánea. Y es que tu mano izquierda en el espejo es tu mano derecha.