El debate público en Chile atraviesa un momento crucial para reflexionar sobre la responsabilidad colectiva en los procesos de transformación. Como alguien que en su momento apoyó a la generación política que hoy ocupa posiciones de poder en el Frente Amplio, siento el deber de analizar críticamente lo ocurrido. No debiera ser nada excepcional. De hecho, era una crítica frecuente desde el Frente Amplio la falta de capacidad autocrítica que se juzgaba respecto a la derecha y la Concertación.

El espíritu crítico parece haberse transformado (hasta trastocarse) en una autosatisfacción constante sobre sí mismos. Mi visión es completamente distinta. Ya no estoy dispuesto a creer que los ‘autogoles’ del gobierno son mera falta de experiencia, ni creo que el tiempo haya demostrado voluntad de aprendizaje por parte de una generación que se proclamó verdad histórica y que hoy, a un año de terminar su gobierno, navega en las pantanosas aguas de la parodia.

La fragilidad moral, técnica y política del Frente Amplio

¿Podemos creer que el actual gobierno solo tuvo debilidades de experiencia en la secuencia sorprendente de ‘autogoles’? Y es que el listado es abrumador. Hay algunos de estos casos donde el gobierno pagó una cuenta cara: la visita a Temucuicui de Siches, el apostar a un triunfo en el plebiscito de 2021 contra todas las predicciones, el conflicto con el embajador argentino Bielsa, el caso indultos (con un error ya no político, sino de orden de carpeta), el caso Monsalve (que el Presidente transformó en crisis de gobierno) y los recientes desórdenes de migrantes en Estación Central en una jornada organizada para ordenar.

Estos son solo los listados de los casos más bullados. Pero hay casos donde el gobierno cometió igual o peores errores, pero la sacó barata: el arreglo de problema de las ISAPRES, el “tarifazo”, la ‘solución’ al CAE, los constantes robos de computadores, el trabajador muerto en La Moneda, los numerosos e incomprensibles problemas con empresarios por mensajes contradictorios. En fin. El listado es sorprendente.

Pero detrás del listado radica alguna clase de verdad que, sí o sí, es importante dilucidar.
El análisis de esta tendencia al error no forzado tiene muchos niveles. El reciente caso de la compra de la casa de Salvador Allende es solo una señal más de la crisis subyacente.

De todos los niveles de análisis, prefiero concentrarme en el que más me preocupa. Creo que la generación frenteamplista (que incluye sus alrededores) evidencia hoy la fragilidad moral, técnica y política de gran parte de sus integrantes y líderes. Para ilustrarlo contaré algunas historias. Esta reflexión no busca ser anecdótica, sino un aporte desde la experiencia y desde el necesario análisis estructural.

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La experiencia de una generación sin moral ni límites

El origen de mi apoyo a esta generación radicó en la urgencia, que veía y veo, de un cambio profundo en el país. Chile, para abordar los desafíos del siglo XXI, necesitaba voluntad transformadora, conocimiento técnico, prudencia y audacia.

Sin embargo, esa conjunción, que denomino “cuadrar el círculo”, ha estado lejos de alcanzarse. Los años transcurridos desde la expresión de la crisis en 2011 han sido, en gran medida, una pérdida invaluable. Y en ese fracaso recaen responsabilidades compartidas entre todas las fuerzas políticas, incluyéndome, como alguien que también participó y fracasó en su intento de aportar políticamente.

Mi relación con esta generación política, ya fuese como profesor o como jefe, me permitió observar directamente señales preocupantes de falta de seriedad y responsabilidad. En reiteradas ocasiones, fui testigo de un comportamiento que no estaba a la altura de las expectativas ni de las responsabilidades históricas que asumieron. La ausencia de límites y la banalidad moral no son accidentes; son síntomas de un problema estructural dentro de un movimiento que, en su retórica, buscaba redimir la política chilena, pero que en la práctica, se vio atrapado en contradicciones y mediocridad. Sumidos en grandes problemas, su conducta fue liviana y oportunista al máximo.

Concentraré mi atención, para comenzar, en dos actuales subsecretarios que trabajaron bajo mi supervisión en un proyecto de investigación de gran tamaño. Conozco lo suficiente de sus capacidades y trayectoria para afirmar que no son personas idóneas para ejercer los cargos que hoy ocupan. Su presencia en el gobierno es parte de un patrón que confirma una alarmante precariedad institucional y moral en esta generación. Y va más allá: estos casos muestran una deriva de las dirigencias estudiantiles hacia la levedad y el aprovechamiento de su posición en la estructura universitaria.

La experiencia que relataré ahora es un reflejo del funcionamiento deficiente y de la incapacidad de ciertos actores para priorizar el bien colectivo sobre los intereses individuales o grupales.

La politización de un proyecto académico

Este episodio se remonta a los años 2008 y 2009, cuando ingresé a la Universidad de Chile a trabajar y diseñé un proyecto de investigación sobre estructura social que ganó un concurso Milenio. Era un proyecto ambicioso, centrado en la comprensión profunda de las dinámicas de estratificación, conflictividad y posicionamiento social, con un enfoque metodológico riguroso que combinaba encuestas probabilísticas de gran alcance, entrevistas y grupos de discusión a gran escala.

El proyecto buscaba superar los análisis tradicionales de ingresos y estratos, orientándose a una comprensión más compleja de la estructura social chilena. La relevancia de este enfoque quedó patente con el tiempo, cuando numerosos conflictos sociales evidenciaron la pertinencia de estudiar estas dimensiones con mayor profundidad.

Sin embargo, las limitaciones estructurales de los proyectos Milenio en esa época, que no permitían que un investigador joven liderara formalmente una investigación, me llevaron a buscar el apoyo de académicos seniors. Así, con el respaldo de Carlos Ruiz y Raúl Atria, el proyecto tomó forma y obtuvimos financiamiento, consolidando un equipo de gran calidad que integraba a académicos de gran experiencia con jóvenes investigadores seleccionados a través de concursos abiertos y transparentes.

Pese al éxito inicial, las dinámicas internas pronto comenzaron a revelar tensiones. Durante un concurso para incorporar nuevos ayudantes, establecimos criterios claros, como la exclusión de postulantes con antecedentes académicos de reprobación de cursos, una decisión avalada por los investigadores principales.

Uno de los postulantes tenía numerosos cursos reprobados. En su paso por la carrera había reprobado muchas veces y después había recuperado los cursos perdidos. Pero la condición del concurso era clara: la ausencia de reprobaciones era requisito. Y uno de los postulantes tenía muchas reprobaciones, no recuerdo si eran seis u ocho. Y lo dejé fuera para la decisión final. Haber seguido las reglas se convirtió en una afrenta porque era un líder político interno. Fue así como se desencadenó una crisis inesperada.

Este estudiante, junto con el otro postulante dirigente estudiantil, iniciaron una operación política interna para deslegitimar la coordinación del proyecto y fragmentar su estructura operativa. Lo que comenzó como una decisión técnica basada en criterios objetivos escaló rápidamente a un conflicto político dentro de la facultad.

Reuniones y presiones, de las cuales fui excluido por lo demás (recordemos que el proyecto había sido diseñado por mí), llevaron al desmantelamiento del modelo de coordinación de la investigación que había sido clave para el éxito del proyecto.

La investigación, que dependía de una articulación coherente entre sus diferentes componentes, se vio profundamente afectada luego de haber aceptado la tesis de estos dos ayudantes que solicitaban ‘balcanizar’ el proyecto. ¿Por qué? No querían estar a mis órdenes porque ya había demostrado que les trataba igual que a cualquier ayudante. Y ellos no eran iguales: eran dirigentes estudiantiles. Hoy ambos son subsecretarios y no me parece ver que hayan cambiado.

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Las lecciones de la experiencia

Este episodio no solo dañó el desarrollo de una investigación de gran potencial, sino que también evidenció problemas más amplios sobre la manera en que ciertas dinámicas políticas y personales pueden socavar proyectos colectivos. La incapacidad de priorizar el interés común sobre agendas individuales no es un problema aislado; es un síntoma de una cultura política que privilegia las disputas internas por sobre la construcción de soluciones a largo plazo.

En este caso, la falta de disposición para asumir responsabilidades y comprometerse con el trabajo necesario para una investigación de esta envergadura fue alarmante. Las quejas por la carga laboral, que en términos objetivos no era excesiva, reflejaban una resistencia a los niveles de esfuerzo que proyectos serios y ambiciosos requieren. Esto no solo limitó el desarrollo de las capacidades de quienes participaban, sino que también envió un mensaje preocupante sobre las prioridades de esta generación de jóvenes investigadores.

Lo ocurrido en este proyecto no fue un incidente aislado, sino un ejemplo de cómo las deficiencias éticas y técnicas pueden filtrarse en espacios donde deberían prevalecer la seriedad y el rigor. En retrospectiva, la incapacidad de mantener la estructura operativa y de garantizar un trabajo colectivo sólido, fue un presagio de dinámicas similares que posteriormente observaría en el ámbito político.

La trayectoria de dos actuales subsecretarios, cuya participación en el proyecto de investigación que coordiné fue destructiva, refleja con claridad un fenómeno más amplio: la consolidación de una cultura política y académica basada en operaciones y presiones, antes que en el mérito y la ética.

Estos individuos no solo atacaron directamente mi rol de coordinación, deteriorando las posibilidades de desarrollo del proyecto, sino que también afectaron su continuidad y resultados (además de haber discriminado a compañeros de carrera).

La politización como estrategia de ascenso

Estos dos actuales subsecretarios, además, encontraron refugio político en un académico ya consolidado, quien, como principal articulador de la entonces naciente Izquierda Autónoma, cerró filas en torno a ellos, apoyándolos en las decisiones de ataque a rivales internos y en el esfuerzo de poder entrar a trabajar en la facultad, a pesar de sus discretos currículos.

Estos estudiantes, como otros dirigentes políticos universitarios que he observado en distintas universidades, consolidaron un patrón preocupante: evitar los estándares regulares de evaluación académica mediante privilegios derivados de su influencia política.

En lugar de someterse a exámenes en las fechas y modalidades regulares, estos individuos frecuentemente solicitaban evaluaciones personalizadas, como pruebas orales en la oficina del profesor, muchas veces precedidas y seguidas de conversaciones que garantizaban resultados favorables. La prueba se daba mucho tiempo después y en una modalidad diferente. ¿Y si aún así fracasaban en el ramo? No pasaba nada. Esos temidos criterios de máximas reprobaciones no parecían existir. Para decirlo en simple, una cultura de impunidad y privilegio.

Un ascenso basado en operaciones

Con el tiempo, estos estudiantes lograron ingresar al cuerpo docente de la facultad, desplazando a jóvenes de gran talento y rendimiento académico que, pese a sus méritos, enfrentaron innumerables obstáculos para acceder a la academia. Esta situación ha llevado a que el staff académico de la principal universidad en ciencias sociales del país esté compuesto, en buena parte, por individuos cuyo acceso se fundamentó más en sus conexiones políticas que en su calidad como académicos. Y en universidades de menor prestigio, hay muchos académicos muchísimo mejores.

El caso de estos dos subsecretarios es ilustrativo de esta tendencia. Ascendieron desde ayudantes hasta profesores, y finalmente llegaron al gobierno, directamente a subsecretarios. Son jóvenes y nunca han trabajado en un entorno no político. Pero luchan por la igualdad y el mérito. O eso dicen. Pero no se quedaron ahí.

En ese camino, estos dos personajes demostraron una habilidad notable para la traición política, incluso hacia quienes habían sido sus principales mentores y protectores. Tras construir sus carreras académica y política (sí, ambas) alrededor de la figura de un académico mayor que ellos y de más prestigio, lo abandonaron y acusaron cuando les resultó conveniente, utilizando estrategias que reflejan una absoluta falta de ética.

Lo de criar cuervos y sus consecuencias parece pertinente.

Tomarse las cosas en serio

Un episodio personal resulta ilustrativo de la forma en que esta generación ha gestionado sus procesos y la poca importancia que le dan a sus propios actos si estos tienen relación con terceros y no directamente con ellos.

La historia es la siguiente. En 2017, fui invitado a participar en una evaluación del Movimiento Autonomista (hoy Convergencia Social) para definir su candidatura presidencial. Otro movimiento del Frente Amplio me había nominado y entonces correspondía que el Movimiento Autonomista definiera su candidato.

Era obvio que yo no sería su candidato, pues Jackson y Boric ya habían decidido el nombre de Beatriz Sánchez (aunque no la querían al principio) y lo estaban imponiendo en sus respectivos movimientos políticos. Pero aun cuando me parecía obvio que no sería seleccionado para ese honor por el Movimiento Autonomista, me presenté para agradecer el gesto que, aun cuando hipócrita, era gesto al fin y al cabo.

Lo que debería haber sido un procedimiento serio y transparente terminó siendo una farsa. La reunión comenzó a las diez de la noche, dos horas tarde según la hora en que ellos citaron, con varios de los participantes en evidente estado de ebriedad (una de las personas durmió su borrachera mientras se me evaluaba para candidato presidencial), y derivó en un cuestionamiento absurdo sobre mis hábitos personales, como cuando me preguntaron y se escandalizaron por mis preferencias frente al consumo de alcohol y drogas.

Entiéndase bien. El problema no era que yo consumiera muchas drogas o alcohol. El clímax conflictivo de la reunión fue mi confesión de que no había consumido nunca ninguna droga y que tomaba poco alcohol.

La reunión, en ese instante, se dislocó. “¿Tienes algo contra las drogas?” comenzaron preguntando. “Creemos que quizás tampoco tomas alcohol y que estás mintiendo”. Me preguntaban todo esto molestos. Tuve que explicar que ante los problemas de salud pública uno ha de pensar en solucionarlos, no en honrarlos.

Más allá del despropósito anecdótico, este episodio refleja la incapacidad de esta generación para enfrentar con seriedad los desafíos políticos. La evaluación alcoholizada fue desautorizada posteriormente por la directiva y se hizo una nueva reunión de evaluación, con solo dos personas (los otros eran siete), con todos sobrios y a una hora más lógica para estos fines. La reunión fue seria, pero hasta el día de hoy no me han avisado si el Movimiento Autonomista apoyaba o no mi candidatura. Es decir, nunca me informaron de la evaluación, aunque no fue difícil notar que habían optado por la otra candidatura.

La lección pendiente

Historias como estas tengo muchas. He evitado contarlas la mayor parte del tiempo, pero creo que la cultura de la banalidad debe ser superada. Un proceso de transformación como el que Chile necesita no puede sostenerse en la falta de preparación moral y técnica. La política requiere más que buenas intenciones; exige una combinación compleja de virtudes personales, habilidades técnicas y un compromiso inquebrantable con el interés colectivo.

Hoy, más que nunca, es imperativo construir una generación política que entienda la magnitud de los desafíos y actúe con la seriedad que estos exigen. Si no aprendemos de estos errores, corremos el riesgo de perpetuar un ciclo de mediocridad que solo profundizará las crisis que enfrentamos. La transformación sigue siendo urgente, pero su éxito dependerá de nuestra capacidad para exigir más de quienes lideran, incluyéndonos a nosotros mismos.

La inmoralidad, en este caso, no es una excepción, sino una norma. Esto plantea una pregunta inquietante sobre el futuro de la academia y la política en Chile:

¿cómo podemos esperar una transformación verdadera si las figuras que lideran estos espacios han construido sus trayectorias sobre bases tan frágiles y cuestionables?

La respuesta a esta pregunta no es sencilla, pero debe partir de un diagnóstico honesto: mientras las prácticas basadas en el mérito y la ética sigan siendo desplazadas por las operaciones políticas y las alianzas de conveniencia, el deterioro será inevitable.

comillas
La reflexión final que propongo no es solo una crítica, sino una advertencia: si no enfrentamos estas dinámicas con seriedad, estaremos perpetuando un modelo que no solo debilita las instituciones, sino que también traiciona las aspiraciones de una transformación profunda y legítima que Chile tanto necesita.
- Alberto Mayol