El proceso de polarización nunca es deseado por la población, lo padece.
Preludio
Esta columna es la primera en ir abordando un conjunto de elementos a considerar respecto al ciclo de crisis sociopolítica que en Chile cumple pronto los tres lustros.
Como se sabe, el ciclo comenzó con una inusual fuerza de la izquierda en 2011, justo cuando el primer gobierno de Sebastián Piñera había tenido un primer año de ensueño: la reconstrucción del terremoto llegó acompañada de un crecimiento económico muy alto, los requerimientos de personal para esa tarea generó altísimo empleo, el terremoto estimuló la solidaridad y, por si faltara algo, Piñera se convertía en caso exitoso mundialmente con el rescate de los 33 mineros.
Y claro, cómo olvidarlo, Bielsa dirigía Chile. El técnico que entregó confianza y resultados, amor y placer. Al final, parecía que el terremoto solo había aparecido para acreditarse ante el bicentenario. Pero no era así. Soterradamente aumentaba una temperatura que el gobierno no veía porque, pasado ya la luna de miel, aún se mantenía en sólidos porcentajes de aprobación. La historia la conocemos. 2011 fue presentado en ENADE como el terremoto social, el año de las protestas, de la juventud movilizada y finalmente… el año de la izquierda.
Pero no de esa izquierda (la que apuntó con el dedo a Pinochet y sus seguidores). Sino de aquella (una que apuntó a la transición), una izquierda tan lejana que resultaba incomprensible. Fue la época en que Axel Kaiser dijo que la derecha pagaba su pecado de administrar el modelo económico sin desarrollar un trabajo ideológico que defienda el liberalismo económico y los valores tradicionales. Mansuy habló de que la transición estuvo basada en otorgar silencios más que palabras y que particularmente la derecha asumió un rol silente.
El triunfo de la izquierda por entonces se ancló en el segundo gobierno de Michelle Bachelet, con una votación extraordinaria y con mayoría en el Congreso Nacional. La Concertación se daba de baja, se creaba una nueva coalición y comenzaba la lucha interna, que le costaría carísimo a Bachelet a solo un año de iniciar su mandato, cuando tuvo que dedicarse a firmar en el gobierno de otros. La amenaza del ‘Gute’ había resultado cierta: la Nueva Mayoría era un ‘contrato de arriendo’, es decir, se alquilaba un rostro garantizado (Bachelet) y se asumían nuevos socios (el PC), pero las cosas no estaban para tomárselo en serio.
No haré el resumen de todos los siguientes gobiernos. Pero lo cierto es que ya en 2016, cuando explota la crisis de las AFP sin ningún placer del gobierno de Bachelet, era evidente que la crisis no había sido controlada.
El arribo de Piñera en su segundo gobierno fue en este escenario, aunque literalmente él y su equipo más cercano imaginaron condiciones magníficas para ostentar la voz. Ya no se quedaban en silencio. Más aún, gobernar Chile era poca misión y decidieron ser de referencia mundial: si no tengo pan, buenas son las tortas.
Ya sabemos el plan: derrocar a Maduro, liderar la APEC, COP25, Final de Copa Libertadores. ¿Cómo salió? 4 de 4. Todas cayeron. Todos recordarán la existencia de un estallido social y, luego de tortuosas noches de sueños y pesadillas, dos rechazos constitucionales y un presidente joven para dar la bienvenida a un nuevo orden.
Pero no hubo nuevo orden. Sino el mismo desorden. Y ahora los chilenos, por decirlo así, están más de derecha.Crisis en Chile: Los hechos
La tarea de todo análisis es encontrar los fenómenos más estructurales de los que se pueda dar cuenta, aquellos procesos que no solo tienen evidencia estadística y recurrencia, sino que además son coherentes con conceptos esenciales ya conocidos, o con investigaciones muy completas que lo soportan. Pondremos algunos datos sobre su mesa para limpiar la escena de subjetividades.
En la teoría de los valores en política, suele estar claro que “igualdad” es un valor predominante en la izquierda y que la derecha se debate en dos valores: “libertad” y “orden” (habrá que decir que, cuando la derecha se busca a sí misma en medio de una crisis de sentido, prefiere ‘orden’). La evolución de estos valores en la encuesta LCN desde octubre de 2020 (encuesta que es la única que apuntó el 79% del ‘apruebo’) muestra un retroceso extraordinario desde esa medición hasta hoy para el valor ‘igualdad’.
Si comparamos la evolución de otra variable muy útil al respecto, la que nace de la pregunta si el entrevistado considera que la riqueza proviene más bien del mérito o más bien de una clase de abuso, los resultados también cambian notoriamente. La idea de mérito como fuente de la derecha en octubre de 2020 era de un 45%, pero hoy llega a un 64%, otorgándose uno de los puntajes más altos a favor de la legitimidad de la riqueza que hayamos medido alguna vez desde que hacemos esta pregunta (2003).
Si analizamos las narrativas dominantes en todo este proceso, podemos ver un panorama que presento simplificado en la siguiente tabla.
Como se aprecia, los debates pasan de contenidos favorables a la izquierda a un escenario y temáticas que le resultan más cómodas a la derecha.
De izquierda a derecha ¿cómo se produjo la mutación?
La mutación ha sido reflejada en un fenómeno simplista y banal para efectos científicos, como son las elecciones, que son muy importantes para el destino de los países, pero que para entender fenómenos sociales y procesos complejos son altamente inadecuadas como fuente de interpretación.
A partir de esto es que se ha elegido construir un ‘agujero negro’ al cual echarle la culpa: el cambio de legislación hacia el voto obligatorio. Unos lloran, otros sonríen; unos culpan al facho pobre e ignorante, otros lo aplauden y le presentan sus respetos. Nadie lo ha demostrado. Los argumentos y datos esgrimidos son insuficientes para una conclusión robusta.
Pretender que Chile ya estaba derechizado para octubre del año 2020, es decir, cuando se abre el proceso constituyente por parte del gobierno de Piñera, que había prometido no hacerlo; pretender que sa realidad soterrada estaba dormida en forma de anomia hasta que hubo que rechazar la propuesta constitucional; son dos argumentaciones que resultan irracionales y caricaturescas.
Un largo proceso político pasó entre un momento y otro. Con triunfos y desgastes de la izquierda. Con errores infantiles de ella. Con un cambio en el predominio de las narrativas políticas, que pasaron de estar completamente en la izquierda (2011, 2012, 2013, 2014, 2016, 2018, 2019, 2020), a un predominio claro en la derecha (2022, 2023 y 2024). Con una derecha que incluso sortea el caso Hermosilla, que involucra al último gobierno del sector.
Volvemos entonces a la pregunta. ¿Cómo se produce la mutación?
Lo que pasó es exactamente un síndrome muy típico de las grandes crisis de malestar social. Y eso es lo que permitirá cerrar esta columna.
Las demandas sociales suelen surgir como un llamado a la justicia, a una mejor distribución de los recursos y a la construcción de una sociedad más equitativa. Este proceso implica, con frecuencia, críticas severas al estado actual de las cosas, dado que existe una conciencia generalizada de que no hay igualdad en la realidad vigente. Y normalmente este afán de cambio, con cierta celeridad, con cierta osadía, supone apoyos a la izquierda.
Sin embargo, como veremos, la historia nos muestra que este camino no es lineal ni sencillo.
El punto de partida de las demandas sociales es el reconocimiento de que la realidad actual carece de justicia. Este llamado, aunque legítimo, enfrenta enormes obstáculos para transformarse en políticas públicas concretas. En el proceso, las demandas evolucionan desde peticiones específicas hacia críticas más amplias y profundas, que cuestionan directamente las estructuras de poder responsables de la distribución de beneficios.
En este proceso la discusión que partió con una izquierda exigiendo mejoras sociales, suele evolucionar a una disputa con cambio de eje. Para decirlo en simple, del eje horizontal izquierda/derecha (eje político) se pasa a un eje vertical arriba/abajo (eje social).
¿Por qué se produce esto?
Para simplificar, hay que decir que la política representativa no es en realidad algo tan importante en la historia. Lo importante son los problemas sociales y la capacidad de aquellos que usurpan el poder, a veces en nombre de la solución de esos problemas. Esa es la historia de la humanidad.
La dinámica de los partidos fue una fórmula que, en definitiva, conduce a la construcción de una especie de oferta política desde izquierda a derecha para efectos de hacer pasar las demandas sociales. Estas últimas nacen con temperaturas altas, basadas en los apremios de la existencia, pero luego el sistema político pone paños fríos y discute un proyecto de ley, que termina en otra cosa y en otro tiempo, para luego devolverlo a la sociedad (que a veces ya se olvidó del origen).
Esto implica que el eje izquierda/derecha existe como una sofisticación que favorece evitar los conflictos en elites y masas.
A medida que las críticas sociales se radicalizan, lo que inicialmente era una demanda social pasa a ser una amenaza percibida para el orden establecido. Este punto marca el inicio de momentos prerrevolucionarios o de alta tensión para las élites. La demanda social, al permear las estructuras de poder, revela no solo las fallas del sistema, sino también los intereses ocultos de actores específicos que se benefician de la desigualdad. Y con ello cae la legitimidad del orden y se acerca cada vez más una posible transformación, quizás incluso revolucionaria.
Este es el gran momento de la izquierda, que en nombre de estos altos valores y del horizonte revolucionario, ofrece un pájaro en mano: el siguiente gobierno. Y lo logra. Por supuesto, su programa, siendo realista, requeriría un 15% o hasta un 25% más de presupuesto que el existente. Incluso en su programa el presidente Boric decía requerir 8,5% más de recaudación fiscal. Es decir, la tarea es difícil de financiar e incluso teniendo el dinero, son cambios difíciles de implementar.
Esto conduce a un destino obvio: el incumplimiento, ya sea relativo o absoluto. Y esto también tiene sus bemoles: si el incumplimiento es solo operacional, o si afecta al espíritu mismo del gobierno. Si el incumplimiento es absoluto y además ya cuesta creer que realmente se intentó, parte de la población que apoyó a ese líder se aleja.
Cuando las demandas no se cumplen, y además se percibe que esa resistencia está motivada por corrupción o control del mercado, la frustración social se intensifica. En este contexto, las demandas sociales dejan de ser vistas como suficientes y pasan a considerarse incluso ridículas.
La narrativa dominante cambia: ya no se trata de solicitar, sino de garantizar. Los gobiernos que no logran responder a estas demandas son etiquetados como débiles, y se abren paso discursos más autoritarios, nacionalistas e incluso fascistas.
En este punto, las estructuras de poder no solo se critican: se busca ocuparlas para instaurar un “nuevo orden más justo”. Sin embargo, este nuevo orden rara vez responde directamente a las demandas sociales iniciales. En cambio, se orienta hacia la clasificación y jerarquización de las personas dentro de un sistema que justifica la exclusión y el control en nombre del bien común. Las demandas sociales, que fueron el catalizador del cambio, terminan por desaparecer del debate público, eclipsadas por narrativas de orden, control y estabilidad.
Casos históricos
En la Revolución Francesa (1789-1799) las demandas iniciales por justicia e igualdad, expresadas en los derechos del Tercer Estado, se transformaron en un cuestionamiento radical de la monarquía y las élites. Sin embargo, tras el periodo del terror, el foco pasó de las demandas sociales a la instauración de un nuevo orden, bajo el liderazgo de Napoleón Bonaparte. Las promesas de igualdad dieron paso a un régimen autoritario.
Y en la Revolución Rusa (1917), las demandas sociales de los campesinos y trabajadores, como el acceso a tierras y mejores condiciones laborales, condujeron al derrocamiento del zarismo. Sin embargo, el nuevo régimen soviético rápidamente priorizó la consolidación del poder y el control social, dejando las demandas originales en un segundo plano. Como quedó claro luego de su caída, le dejaron un camino libre a un gobierno de derecha.
Algo equivalente pasó en la Alemania de entreguerras (1919-1933), cuando las demandas sociales de justicia tras el Tratado de Versalles y la crisis económica fueron capitalizadas crecientemente por el Partido Nazi, que acusó de debilidad ante los abusos a los gobiernos y liderazgos de centroizquierda e izquierda que, en coalición, gobernaban durante el tratado que dio fin a la primera guerra mundial.
El descontento popular contra las élites económicas y políticas de la República de Weimar fue utilizado como argumento para instaurar un régimen fascista que clasificó a las personas según criterios raciales y étnicos, desviando la atención de las demandas sociales originales.
También podemos agregar que a nivel mundial, la crisis económica “subprime” de 2008 abrió un escenario favorable en el mundo a las izquierdas, que generaron grandes protestas en 2011. Su ascenso y la reivindicación de intelectuales del sector, penetrando incluso fuertemente en la economía, tiene hoy en fenómenos como Trump y Orbán, solo por nombrar los dos más importantes en sus efectos, la más clara señal de cómo un proceso que parte favoreciendo a la izquierda puede terminar en la derecha.
Este proceso no termina aquí.
Normalmente ese desenlace hacia la derecha es otra parte de la misma enfermedad y quien lo crea un triunfo político, sencillamente fracasará. Un proceso descabritado llega a la derecha porque se busca orden, pero ya no como estructura de funcionamiento, sino como refugio mediocre ante las inclemencias de un mundo tortuoso.
El proceso de polarización nunca es deseado por la población, lo padece. ¿Y por qué se produce algo que no se desea? Es simple. La política pierde sentido y las frases cortas y rotundas son lo único que se entiende. La desconexión social y política trae su último plato, ya lleno de veneno: soluciones sencillas para problemas complejos. ¿Muros, zanjas o ambos? Hay ruido y solo el ruido vence al ruido.
Y así pasamos de la izquierda a la derecha, para luego vislumbrar con deleite una hermosa postal de acantilado.