Nos sigue mostrando, ya sea desde el orificio de su barril o agitando sus antenitas de vinil, lo mejor de lo que podríamos llamar humanidad.
Si el inconsciente colectivo de Latinoamérica se hiciera escuchar en una sola voz para encarnar sus frases más célebres, ahí se oirían: “Es que no me tienen paciencia”, “Que no panda el cúnico”, “Se me chispotió”, “¡No contaban con mi astucia!”, “Fue sin querer queriendo”, “Bueno, pero no se enoje”, “Y ahora… ¿quién podrá defendernos?”, entre muchas otras.
Ya son un par de generaciones las que han presenciado los singulares efectos emocionales de una serie infantil producida en la década de los 70 por un adulto sobre los 40 años, que marcó con humor, inteligencia y candidez a tantos niños, jóvenes y adultos hasta el día de hoy.
Roberto Gómez Bolaños se erigió como el líder natural de un grupo humano talentosísimo que resulta imposible divorciar de sus caracterizaciones más reconocibles.
Solo hay un Quico, una Chilindrina, una Doña Florinda, un Profesor Jirafales, una Popis, un Ñoño, una Clotilde, un Señor Barriga, y por supuesto, solo hay un Don Ramón. Nadie sobra y nadie falta. Y es que precisamente esa característica, que en literatura se llama “unidad de carácter”, fue la que selló el destino de estos personajes para que quedaran suspendidos en el tiempo y marcados a fuego en la mente de los espectadores.
Se convirtieron en uno de esos fenómenos tan distinguibles que demuestran cómo hacer televisión de calidad, porque más allá de la comedia disparatada, pero siempre inteligente e incluso sofisticada, estaba también la moraleja ética, el amor sacrificial, los valores más prístinos, la epopeya moderna y hasta la música docta que pasaba por infantil.
Chespirito
Roberto Gómez, tratado de Chespirito por pequeño Shakespeare, merece su propia categoría de comediante, actor y guionista. Y es que fue extraordinariamente singular. Cada uno de sus personajes es para un estudio completo de idiosincrasia latinoamericana. Chavo y Chapulín, dos palabras esencialmente mexicanas, hoy se han desprendido de su significado de origen para integrarse al léxico de América.
Ahí, donde la peor palabrota era “menso”, la ofensa más descarada era tratar a un profesor de “maestro longaniza” y la más desatada violencia un pellizco o cachetada sobreactuada, el universo dramático de Gómez Bolaños emerge con la vivacidad de un caleidoscopio lleno de texturas y matices que construyen un patrón único y célebre; en sus gestos, en sus frases, en su retórica de personajes de arco dramático fijo, pero nunca predecible.
La inmensa envergadura del Chavo del 8 y El Chapulín Colorado en su apretado formato de televisión 4:3 apenas son contenidos en los actuales full screen 16:9, y aunque sus colores y tiros de cámara lucen vetustamente análogos y extraños, todavía son gigantescamente entrañables y necesarios, más aún cuando con aburrimiento, en ese permanente ejercicio de “zapping”, seguimos dándonos de narices con ese muestrario de producciones en serie, repletas de héroes colorinches que surgen de multiversos confusos e intrascendentes.
Chespirito en Chile
Transcurría 1977 cuando la plana completa del “programa número uno de la televisión humorística” desencadenó toda una revolución al presentarse en los escenarios de media docena de ciudades en nuestro país, incluido el Estadio Nacional.
Más tarde se increparía a Gómez Bolaño por haber hecho su show en un lugar tan doloroso, debido a los chilenos que ahí fueron detenidos cuatro años antes de su visita. —“Ningún integrante del equipo lo sabía”, dijo con seria convicción. —“Pero de haberlo sabido, de todos modos, habríamos trabajado ahí”.
Y es que, según su lógica, de aplicarse este tipo de criterio cancelatorio, —“Ningún actor debería presentarse en el Zócalo de México, donde se enlodó la memoria de tantos”, agregó con osadía, refiriéndose a esos años turbulentos del pueblo mexicano a inicios del siglo 20.
¿Por qué Chespirito sigue vigente en nuestra memoria?
Y es que no hay relatos perfectos y este tampoco lo ha sido; las peleas por los derechos de los personajes y algunos líos por el amor real de Florinda Meza, también llenaron la prensa amarilla de su tiempo. Pero por sobre estos hechos tan sujetos a interpretación, está el legado histórico, el triunfo cultural y las convicciones acerca de lo que significó la comedia para un hombre, para un equipo, en un tiempo pretérito tan especial, que aún hoy se revisita en televisión.
Porque las décadas fueron avanzando; 80, 90, 2000, 2010, y reposición tras reposición, en TV abierta y por cable, siempre había un lugar para las aventuras domésticas y los disparates de todos estos personajes entrañables.
Entonces, algunos fueron ausentándose, otros muriendo, hasta que llegó el turno del líder el 2014.
10 años sin Roberto Gómez Bolaños
Ya van 10 años sin el comediante más importante de América Latina. 10 años sin el espíritu del creador de el Chavo del 8, el Chapulín, el doctor Chapatín, Chaparrón Bonaparte, el Chómpiras, el Chanfle, y por cada nombre que comienza con “Ch”. Esa nostalgia que seguirá agolpándose con los años, no por la ausencia de ese pequeño Chespirito mexicano, sino por el vacío de ese gran Shakespeare latinoamericano.
Roberto Gómez fue el niño que sufrió bullying por su complexión y estatura en su infancia. También fue el hombre que abandonó la ingeniería y sus cálculos para escribir publicidad. Luego volvió a ser ese niño tierno e inocente, pero que esta vez levantaba defensa, aunque algo torpe, cada vez que se sentía agredido, provocando aún más carcajadas.
Roberto Gómez también encarnó al huérfano que no temió ser acusado de ¡ratero! En un guion que partió el corazón de toda una generación, ni se avergonzó de cantar que era necesario oír y escuchar solo a “Jesús” porque “está buscando amigos… te está buscando a ti”.
Se cumplen 10 años de la partida de ese niño abandonado que fue adoptado por millones de latinoamericanos, de ese destartalado chico que, con su palo de escoba y bolsa sucia colgada en el extremo, finalmente, ya no regresará a su amada vecindad.
10 años sin contar con la astucia de aquel héroe verdadero, de carne y hueso, cuya nobleza era mayor a la de una lechuga y su escudo, un inmenso corazón.
10 años sin Roberto, ese niño hombre que hoy levantaría terribles sospechas en nuestra sociedad desconfiada y herida, pero que desde hace ya más de cuatro décadas nos sigue mostrando, ya sea desde el orificio de su barril o agitando sus antenitas de vinil, lo mejor de lo que podríamos llamar humanidad.