Proyecto Cybersyn impulsado por el gobierno de Salvador Allende | Creative Commons

El pacto de la osadía

18 noviembre 2024 | 09:08

Hemos estado por años buscando pactos en la moderación. Y lo que necesitamos es un pacto en la osadía.

Hace algunos días, en una entrevista con Daniel Matamala, el economista Sebastián Edwards ofreció una reflexión interesante: el edificio de la UNCTAD en Chile, construido en 275 días durante el gobierno de Salvador Allende, se debe leer como un ejemplo del coraje y capacidad de ejecución, dos características que hoy parecen ausentes de nuestra política.

Su observación, más que un elogio puntual, es un llamado a pensar en grande. El llamado de Edwards es doblemente llamativo pues usa un ejemplo que supone un reconocimiento a Salvador Allende y a Clodomiro Almeida. No es habitual que un columnista formado en economía en la escuela de Chicago, convoque el nombre de Allende para elogiarlo. El gesto, de seguro, no pretende borrar sus críticas al proceso político de la Unidad Popular. Menos puede ser leído como un intempestivo giro. Edwards busca dar claridad en la ruta de las posibilidades de diálogo y de construcción de proyectos conjuntos para el presente.

Pero no se trata solo de llegar a acuerdos. Se trata sobre todo de ir mucho más lejos y pensar en grande. Lo hizo Allende cuando propuso que Chile organizara la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo del Tercer Mundo (UNCTAD). Chile no solo ofreció su suelo para un evento de relevancia mundial, sino que demostró que era posible levantar una obra monumental en tiempo récord.

En términos simbólicos, Edwards compara incluso con la hazaña del Mundial de 1962, cuando el país reconstruyó su infraestructura tras el devastador terremoto de Valdivia. Y va más lejos: lo hecho por Allende fue más osado y más complejo que el ejemplo del mundial.

Chile fue el país más innovador en política en el mundo

¿Puede Chile pensar en grande? ¿Puede ser osado Chile? ¿Podemos escapar de la estrechez? A continuación propongo un ejercicio. Lo plantearé en forma de preguntas:

Pues es así. Más allá de si a usted le gusta mucho o poco cada uno de estos procesos políticos, la verdad es que Chile fue el país más innovador en política en el mundo. ¿No podrá leerse esas diferencias de procesos como un acto de confusión o de inmadurez? La verdad es que ninguno de esos procesos se llevó a cabo con liviandad. Guste o no, fueron esfuerzos osados y serios.

Chile se planteó dificultades en su camino buscando consolidar una ruta que le fuera propicia en un mundo donde las alternativas arreciaban. No sé si puede imaginarlo, pero es la verdad. No hay un país en el mundo que haya explorado tal amplitud de proyectos en menos de medio siglo. Hay países que pasaron intempestivamente de un modelo a otro, pero ningún país ha avanzado con semejante osadía y profundidad en la exploración de diferentes modelos.

Sí, no es cómodo el ejercicio. Es probable que al mirar el escenario cada lector respingue la nariz en alguno de los ejemplos ante el fantasma de sus incomodidades y dolores. La historia puede doler, por cierto. Pero es razonable pensar que en las últimas cuatro décadas del siglo XX no haya país en el mundo que haya explorado los distintos proyectos de sociedad con la osadía de Chile. Resalta así una cualidad distintiva de Chile: su capacidad para innovar en momentos clave. Políticamente, el país ha sido un laboratorio de ideas. Revisemos los cuatro procesos sumariamente.

Eduardo Frei Montalva instauró la “revolución en libertad”, un esfuerzo de camino intermedio entre el liberalismo y el socialismo. Los partidos primos a nivel mundial, en Alemania e Italia, fueron menos profundos en esta tercera vía. El nombre se pondría de moda recién en los noventa, treinta años después, cuando Giddens aportó sus bases teóricas al proyecto de Tony Blair. Pero Frei Montalva había avanzado en ese camino con anterioridad, articulando políticamente los grandes desafíos planteados por la Doctrina Social de la Iglesia.

Allende, por su parte, no solo desafió las estructuras políticas tradicionales al ganar las elecciones democráticamente con una agenda de inspiración marxista. Era el primer gobernante socialista que llegaba al poder en el marco electoral de la democracia liberal. Además, su gobierno buscó modernizar al Estado con innovaciones como el proyecto Cybersyn, un intento pionero de aplicar la computación al diseño de políticas públicas y al monitoreo de la economía. ¿Sabe usted qué le dijeron en China a Clodomiro Almeida cuando se reunió con el Ministro de Relaciones Exteriores del gigante asiático? Le preguntaron por la política de la repartición de la leche día a día para los niños. Luego de que Almeida explicara el proyecto y las dificultades que suponía y que se habían sorteado relativamente bien, el ministro chino le preguntó por qué iban tan rápido, que ellos llevaban dos décadas y todavía no se atrevían a tanto.

¿Y en dictadura? Este régimen fue sumamente innovador. Su modelo de economía de libre mercado articulada con una doctrina conservadora basada en el principio de subsidiariedad marcó un experimento sin precedentes a nivel mundial. Como dictadura militar era insólita y como proyecto económico no tenía precedentes. Creaciones como el sistema de AFP y el plan laboral fueron muy originales, sin antecedentes referibles. Todo este camino fue de gran audacia. Hasta hoy no hay proyecto más profundo de libre mercado en el mundo.

También la transición a la democracia fue una innovación. Nunca antes una dictadura había pactado su salida mediante plebiscito y con un rol tan explícito en el nuevo orden político. La figura de Pinochet como comandante en jefe del Ejército y luego senador vitalicio ilustra este híbrido único entre continuidad e institucionalidad democrática. Además, el acto constituyente de 1980, por más polémico que sea, sentó las bases para un retorno democrático que, sorprendentemente, funcionó en sus propios términos. La dictadura fundó institucionalidad, no fue solo una excepción de ella.

Hoy nadie arriesga una propuesta

Sin embargo, desde cierto momento parece que esta capacidad para innovar se ha diluido. Las autoridades chilenas balbucean excusas de sus gestiones y gritan epítetos e insultos a los errores de los rivales. Pero nadie arriesga una propuesta. Los gobiernos democráticos llevan largo tiempo en el que han enfrentado con torpeza los desafíos sociales, optando más por estrategias conservadoras que por apuestas transformadoras.

El segundo proceso constituyente, en particular, es un ejemplo de falta de visión: intentar una reforma constitucional sin un momento político propicio fue un absurdo más que una innovación. Y el primero es un ejemplo de gran ambición basada en la banalidad y en la convicción de hacer historia con bajo consumo de calorías. Quisieron hacer historia sin afrontar los problemas obvios de hacerla. Max Weber dijo que quien mete la mano en la rueda de la historia siempre está a punto de perderla (o derechamente la pierde).

El desafío ahora es recobrar esa capacidad de pensar en grande. Fracasos como el Transantiago han instalado la idea de que las grandes políticas públicas son inviables en Chile, un pensamiento que amenaza con limitar el futuro del país gravemente. Voy más lejos. Planteo como hipótesis que sería ese ominoso fracaso de política pública el momento en que se jodió nuestra osadía. Y no cabe duda (los datos son contundentes) que Chile necesita mucho más arrojo. Lo requiere basado en la ciencia, en acuerdos políticos que estabilicen y en un fuerte compromiso de no rendirse ante los problemas. El largo plazo es más osado que el típico político actual destemplado y provisto de una moral útil para los siguientes cinco minutos y nada más.

Nos hemos convertido en tácticos sin estrategia

Chile parece un país aburrido. Nuestro institucionalismo (gran virtud por cierto) nos hace parecer de aquel modo. Pero Chile tiene una tradición que desmiente esta autopercepción: ha sido, a lo largo de su historia, un país de grandes innovaciones y de una osadía sin comparación.

Es tiempo de que los chilenos recordemos nuestra capacidad para crear, soñar y ejecutar proyectos ambiciosos. Nos hemos convertido en tácticos sin estrategia, en amantes del corto plazo y hemos institucionalizado cierto mediocre desgano. Los gobiernos han ido pasando, con creciente mediocridad, y de ellos quedan dando vueltas algunos adjetivos, pero no quedan verbos ni sujetos que definan cada gobierno. Hemos reducido el repertorio, hemos aceptado más el miedo que el riesgo y, en resumen, nos achanchamos esperando que algo maravilloso arribe a nuestras vidas. Y ese momento epifánico, por cierto, se resiste, se esconde y se aleja.

Chile fue el país más innovador en la esfera política si concentramos la mirada hacia el final del siglo XX. ¿Tendremos la capacidad de convocar una nueva osadía llena de convicciones y capaz de plasmar nuevos proyectos, nuevas rutas y nuevas formas?

Ha llegado la hora. Ya estamos terminando el primer cuarto del siglo XXI. El mundo ha cambiado más que nunca en estas décadas y Chile no está a la altura. Ni hablar de ser vanguardia, de momento. Nuestras autoridades, los ejecutivos de grandes empresas, los investigadores, los rectores, los alumnos aventajados; no tienen solo la obligación de administrar sus capacidades y los recursos que tienen a su mano. La responsabilidad de todo país es con su propia historia.

Necesitamos más osadía. Por supuesto, acompañada de conocimiento y organización, pero lo que hemos sido y lo que hemos intentado debe ser un pilar, no un activo ejercicio de olvido y discordia.

El cortoplacismo y los operadores políticos deben ser postergados y relegados

Un punto específico sobre la política. Un político de relevancia nacional, alguien que ha llegado al parlamento, que ha sido ministro o subsecretario, que ha sido parte clave de la discusión nacional de manera constante; necesariamente debe tener un proyecto para el país. Es su obligación honrar las más altas distinciones devolviendo su perspectiva y su camino como fuente de conocimiento y de orientación.

Y es que hoy predominan en política los operadores políticos que durante su día laboral ocupan el 80% del tiempo en sr operadores, es decir, ver si hacen caer a alguien para poner allí alguien cercano o para anular el proyecto de otro. Cuando tienen éxito, esos operadores suben y pasan a grandes puestos. Y allí se hacen jefes de operadores políticos. Y eso ocurre sucesivamente, multiplicándose como una plaga.

Hay líderes en Chile que solo han operado y que sus funciones oficiales se ejecutan de soslayo. Son personajes cuya vida es una constante operación política. La verdad es que ese perfil es un error del sistema. Pero su crecimiento viral convierte a todo el sistema en un error.

Estamos a fines de 2024. Hace trece años comenzó la explicitación de una crisis que nuestras elites han sido obscenamente incapaces de afrontar. Los líderes de los movimientos sociales que ayudaron a explicitar la crisis son hoy parte de la elite y su suerte, su visión y sus capacidades no han sido superiores a las de aquellos que protagonizaron los primeros instantes de la crisis.

Seamos generosos y dejemos de lado los reproches personales. Simplemente dispongamos nuestros esfuerzos para entregar en 2050 un país que haya hecho lo mejor posible por generar un proyecto de desarrollo armónico.

El cortoplacismo y los operadores políticos deben ser postergados, relegados al lugar donde son útiles: los asuntos más pedestres, las gestiones más rápidas y la defensa legitima de los intereses políticos de su sector, los que en todo caso jamás deben boicotear proceso alguno del compromiso entre toda elite y su pueblo: la lealtad por el bienestar de aquellos que han delegado su poder al Estado.

Esperemos que llegue esa valentía, esa fuerza de un país que busca de su destino. Hemos estado por años buscando pactos en la moderación. Y lo que necesitamos es un pacto en la osadía.
- Alberto Mayol