Los riesgos siguen existiendo y no basta confiar en el destino.

La diplomacia no siempre es lo que aparenta: buen nivel, cierta elegancia y una copa en la mano. También tiene su lado ingrato, conflictivo y hasta riesgoso. Algunas situaciones vividas lo demuestran.

El golpe de 1973 desde París: de la admiración a la hostilidad

El golpe del 73 nos sorprendió en París. De ser una embajada querida y solicitada en tiempos de Neruda, representando el gobierno de Allende, pasó a ser odiada. Muchos que nos invitaban y adulaban dejaron de saludarnos. Fue incómodo, pero no actuábamos ante ellos, sino ante el gobierno francés.

Pragmático, mantuvo una relación normal aunque distante. No así los sectores radicales. Días después, un grupo irrumpió en la sede a la fuerza. Nos sacaron a empujones a la calle. Afortunadamente, no hubo agresiones ni destrozos. La policía llegó en minutos y, dada la autorización, entró y subió a los agresores a un bus.

Algo curioso: la salita de comunicaciones con las claves y mensajes reservados estaba cerrada. Los ocupantes exigieron la llave. El funcionario que la tenía la lanzó por la ventana hacia el tumulto que gritaba afuera, sin mirar. Inexplicablemente, cayó a los pies de otro funcionario, quien la reconoció y la guardó. Mientras tanto, en el departamento donde vivía con mi mujer y mi hija de dos años, dos tipos fueron a empujar la puerta. Resistió, y el conserje los ahuyentó. El ambiente se puso hostil.

Amenazas, persecuciones y riesgos de la diplomacia

Un día, saliendo de la oficina en mi automóvil, fui seguido de cerca por otro coche con ocupantes de anteojos oscuros. Intenté dejarlos atrás, pero nada. Arriesgadamente, hasta circulé contra el tráfico siempre denso de París. Seguían detrás. Regresé a la embajada para protegerme. Bajan del auto increpándome:

– “¡Somos sus custodios de la policía, qué está haciendo!”

No tenía idea. Di las excusas y agradecí, pero el susto fue grande.

Trasladado a Buenos Aires, tampoco hubo calma. Mi familia viajó a Chile por precaución. Regresando a mi departamento, vecino a la embajada, encontré un compañero de colegio y fuimos a almorzar. De regreso, me cuentan que mi mucama había llamado insistentemente (no había celulares). Recibió largamente a tres militares que urgían verme. Les dio café, mientras esperaban nerviosos y mirando los relojes.

Las consultas al ejército confirmaron que nadie necesitaba hablarme. Y los servicios de seguridad argentinos respondieron:

– “No vuelva a casa, aloje en un hotel y espere más información”.

Más tarde:

– Los uniformados disfrazados pertenecen al ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y fueron a raptarlo”

Más averiguaciones lo aseguraron. Una salvada providencial.

El mismo grupo atacó la embajada con cohetes a distancia. Yo estaba en Chile, cenando con el embajador René Rojas y los comandantes de las fuerzas armadas: Videla, Massera y Agosti, quienes destituyeron a Isabel Perón e iniciaron los gobiernos militares. Ningún cohete entró en el edificio; pasaron por encima o explotaron al frente, destrozando todos los cristales. No hubo heridos, pero la historia argentina pudo haber sido distinta.

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La embajada bajo ataque

Años después, en Ankara, Turquía, como Encargado de Negocios interino, vivía cerca de la residencia desocupada, ya que no había embajador. Cierto día recibí una corona de color negro sin ningún mensaje. Parecía una broma pesada, pero me advirtieron que era una amenaza seria.

Horas después, la residencia sufrió una explosión. Solo hubo daños en parte de la entrada. No había nadie.

Se sabe de casos en los que las embajadas han sufrido bombas y daños muy graves. Y no pocos diplomáticos. Hay normas acordadas para protegerlos, pues no cuentan con ejércitos propios ni suficientes guardias protectores. Es responsabilidad del país receptor asegurar el resguardo a las sedes y funcionarios.

Sin embargo, los riesgos siguen existiendo y no basta confiar en el destino.