En Chile, ser mujer es un desafío. A lo largo de la historia, nuestro rol ha sido relegado a la invisibilidad, encasillado en ser madres, dueñas de casa, cuidadoras, empleadas. Oficios no reconocidos, confinados al hogar, como si nuestro valor dependiera solo de estar en las sombras.
Y hoy, en pleno siglo XXI, aunque hemos logrado avances significativos, la realidad no ha cambiado tanto como debería. Ahora somos madres trabajadoras, sí, pero seguimos sin garantías. La ley 21.645, que supuestamente protege la paternidad y la vida familiar, se aplica solo si la jefatura de turno lo decide. Quedamos sujetas a su juicio, a su capricho, a una interpretación que casi nunca nos favorece.
Mientras tanto, la figura del hombre sigue intocable: trabajador, proveedor, elogiado por su compromiso, admirado por su inteligencia. No se le cuestiona si sale tarde, si tiene otras prioridades. No se le acusa, ni se le observa con lupa. Pero nosotras… nosotras caminamos sobre una cuerda floja, cada paso puede ser motivo de críticas, de juicios, de miradas que evalúan si somos demasiado serias, demasiado risueñas, demasiado ingenuas, demasiado algo.
Manuel Monsalve
El caso de Manuel Monsalve es ejemplo de eso. Ser mujer en Chile es una lucha diaria. Desde niñas aprendemos a cuidarnos de todo, como si fuéramos culpables de existir. Las madres crían a sus hijas pensando en cuidarse, defenderse, saber enfrentar el peligro. Eso es lo que viven las mujeres diariamente, sobre todo si no perteneces a un partido político, si no eres parte de los grupos de poder, si no tienes influencias o redes de protección. Es así en este país. Un país donde tomarte un pisco sour puede significar que tu vida y tu integridad estén en peligro.
¿Cuántas mujeres callan porque saben que denunciar es exponerse a un juicio implacable, por miedo, por no sentirse más vulnerables aún? Porque aquí pareciera que el sistema defiende al victimario, protege a quien tiene poder, a quien ocupa un cargo importante, al jefe intocable. Y mientras tanto, nosotras seguimos viviendo con miedo a vivir libremente, a existir, en un país que se dice feminista, pero que no actúa como tal.
Esto no es un problema de izquierda o derecha, no es una cuestión de pertenecer a un partido político. Es una enfermedad cultural, con raíz profunda en nuestra idiosincrasia y que debe arrancarse de una vez. Aquí no basta con ser joven, profesional, madre o soltera. La ley, el sistema, los medios, nos siguen tratando como objetos, como cuerpos que se pueden vulnerar, y nuestra voz, nuestra experiencia, parece no tener valor por el simple hecho de ser mujeres.
¿Hasta cuándo? Cuánto nos falta para construir una sociedad que de verdad proteja, respete y entregue seguridad a nuestras niñas que serán las mujeres del futuro… Nos urge un cambio, uno que entregue garantías, herramientas, y sobre todo, un entorno justo e igualitario.
Que quede claro: el pisco sour no viola. Quien viola es el agresor.
Priscilla Soto Villegas
Administradora Pública
32 años