El 2024 ha sido un año clave en Chile para visibilizar una verdad que ha estado ocultándose bajo las alfombras del poder por demasiado tiempo: el acoso, el abuso y la violación sexual no conocen de fronteras, ni de partidos, ni de clases. Y en particular, no conocen de límites cuando los perpetradores ocupan cargos de poder político y autoridad pública.
Este año ha destapado múltiples casos de agresión sexual perpetrados por hombres que ostentan posiciones privilegiadas dentro de nuestras estructuras del Estado, tanto en el Poder Judicial, el Congreso, las municipalidades, la Fiscalía y el Ejecutivo. Es un recordatorio doloroso de que la violencia sexual no es un problema aislado, sino sistémico, y profundamente enraizado en la cultura del poder.
Abuso con traje y oficina en una repartición pública
Desde una perspectiva feminista, lo que está en juego no es solo el destino de estos hombres acusados de acoso, abuso y/o violación, sino también qué tipo de sociedad estamos construyendo. Las mujeres hemos luchado durante siglos por reconocimiento, inclusión, participación y derechos, y cuando finalmente nuestras voces empiezan a ser escuchadas, nos encontramos con un sistema que sigue protegiendo a quienes nos violentan, especialmente si tienen un traje y una oficina en alguna repartición pública.
Es hora de que exijamos que todos los agresores caigan. No podemos permitir que hombres que han ejercido violencia sexual ocupen cargos de autoridad pública o política. No solo porque representan un peligro real para las personas a su alrededor, sino porque estos cargos deben ser ocupados por quienes puedan servir de ejemplo ético a la sociedad.
¿Cómo es posible que alguien que ha sido acusado de acoso sexual, abuso o violación pueda tomar decisiones sobre nuestros derechos, sobre nuestras vidas?
¿Qué mensaje estamos enviando a las víctimas —en su mayoría mujeres— cuando permitimos que estos agresores se mantengan en el poder?
El caso de Manuel Monsalve
La sociedad chilena, como muchas otras, ha sido históricamente indulgente con los agresores sexuales, en especial cuando ostentan poder. La narrativa es conocida: “Son casos aislados”, “Hay que esperar a que la justicia decida”, “Es una maniobra política para desprestigiarlo”.
Incluso el senador Insulza tildó de “chismes” la denuncia contra Manuel Monsalve. Pero detrás de estas frases se esconde una realidad dolorosa: el sistema jurídico y político sigue fallando a las mujeres.
La impunidad de estos casos no solo silencia a las víctimas, sino que perpetúa la idea de que la violencia sexual es algo tolerable, siempre y cuando quien la comete tenga suficiente poder.
La impunidad no es neutral. Al contrario, legitima y refuerza las estructuras patriarcales que permiten que estos actos se sigan perpetrando. Ya es grave que exista impunidad en la esfera privada, pero si hay un lugar donde la impunidad no debe tener cabida, es en la esfera pública.
Los políticos, en particular, son figuras públicas que deben someterse a un estándar de comportamiento más alto, no porque sean más valiosos que el ciudadano común, sino porque su rol en la sociedad es uno de liderazgo y representación. No podemos esperar que aquellos que se han beneficiado de su posición para abusar de otros lideren con justicia y equidad.
Que caigan todos los agresores, sin excepción
Desde una perspectiva feminista, es imperativo que entendamos que la violencia sexual es una manifestación del poder patriarcal. Estos hombres agresores en posiciones de poder han utilizado sus cargos no solo para abusar de las mujeres, sino también para protegerse entre ellos.
Las estructuras políticas han funcionado como una red de seguridad para los agresores, mientras las víctimas son empujadas a los márgenes del debate, invisibilizadas y, muchas veces, silenciadas por miedo a las represalias o por la falta de fe en un sistema que las ha traicionado una y otra vez.
La solución no puede ser simple ni paliativa. No basta con exigir disculpas públicas o sanciones simbólicas. Debemos exigir un cambio estructural: que caigan todos los agresores, sin excepción. Que ningún agresor sexual ocupe jamás un cargo público. Este no es solo un acto de justicia hacia las víctimas, es también un mensaje poderoso de que la violencia sexual no será tolerada en ninguna forma, especialmente en aquellos que deben servir de ejemplo para la sociedad.