Simón Urbina A.
Escuela de Arqueología
Universidad Austral de Chile, sede Puerto MonttMauricio Uribe R.
Departamento de Antropología
Universidad de Chile
La marca de bebidas creada en el último cuarto del siglo XIX desplegó desde Estados Unidos sus operaciones multinacionales a escala global entre la Primera y Segunda Guerra Mundial y a lo largo del siglo XX, en casi cada rincón del planeta.
La primera planta embotelladora en Chile data de 1943. En la década de 1980 inundó gradualmente los mercados de la órbita soviética y, con el fin de la Guerra Fría, Alemania del Este. Además de ícono de la producción industrial capitalista, de la hegemonía norteamericana en el siglo XX y del consumo de masas, esto nos lleva a reflexionar sobre la contingencia nacional:
¿Qué valor tienen unas cuantas “tapitas de Coca-Cola”?
Ironizar públicamente con los hallazgos arqueológicos, utilizando razonamientos triviales, viene siendo una constante en las autoridades comunales, regionales y nacionales de distinto signo. Empresarios, gremios, centros de investigación y universidades que, sin reconocer las alertas sobre la falta de acción del ejecutivo y el parlamento en la última década, intentan instalar una falsa polémica entre productividad/desarrollo y el resguardo/estudio del patrimonio cultural arqueológico, un bien público protegido por la legislación chilena desde 1925.
Lo paradójico es que las aludidas excavaciones arqueológicas en el área de la antigua fábrica de Gubler y Cousiño, en la comuna de Providencia y Línea 7, no identificaron una sola “tapita de Coca Cola”, mencionadas públicamente en las semanas anteriores.
Necesario es reiterar que este sitio arqueológico permite conocer un contexto industrial de fines del siglo XIX, donde el sistema laboral consideraba trabajo infantil en la producción de hielo vinculado a la fábrica de cerveza, cuyas evidencias han sido develadas por dichas excavaciones.
Entonces, si con la alusión descontextualizada a la gaseosa estadounidense se intentó ridiculizar y enjuiciar el funcionamiento de la institucionalidad patrimonial con el pretexto que ello resolverá problemas que por décadas se arrastran en el Consejo de Monumentos Nacionales (CMN), el Ministerio de las Artes, las Culturas y el Patrimonio (MINCAP) y la burocracia estatal, el renovado interés de los políticos por la “permisología”, a nuestra opinión, resulta muy simple: en política y en tiempo de elecciones, la ignorancia puede aflorar con arrogante facilidad, jugando con el pasado y los bienes patrimoniales de interés público.
La “permisología” y el patrimonio arqueológico
Todo el debate sobre la “permisología” desde una perspectiva meramente económica, entre otras cosas, es un intento más por desmantelar y debilitar el papel de las Ciencias Sociales y la responsabilidad que le cabe al Estado con su patrimonio arqueológico.
Además de contrarias al fortalecimiento del aparato estatal, de la educación pública y, en general, de la conciencia histórica de la ciudadanía, quienes vienen instalando este neologismo en el debate público, hasta hora, no tienen nada que proponer para mejorar los planes de estudios universitarios de economistas, ingenieros y abogados que se forman sin conocer la jurisprudencia patrimonial global y nacional al respecto; ni menos asegurar un mínimo de conocimiento desde la formación escolar de nuestro pasado de más de 14.000 años, precolombino, colonial e independiente.
En 2024, señalar que el funcionamiento de las instituciones del Estado a cargo de evaluar proyectos de inversión, la inadecuación de la Ley 17.288 vigente desde 1970, o los altos costos de los estudios arqueológicos, como causas del retraso de desarrollo, parece un ejercicio de amnesia bastante selectiva y peligrosa. Es un retroceso cultural, toda vez que varios de los problemas centrales -por ejemplo, fortalecer y descentralizar el Consejo de Monumentos Nacionales- comenzaron a emerger con la promulgación de la Ley 19.300 en 1994 y se acentuaron en 2017 con la creación del MINCAP.
Por lo tanto, en un escenario de elecciones y de bajo crecimiento económico, inundados de las más variadas y coloridas tapitas (y botellas) de Coca-Cola por casi 80 años, no cabe guardar muchas esperanzas de tener una respuesta seria y a la altura del desafío planteado a las actuales y futuras autoridades. Al contrario, esperamos que aquellas se informen, o al menos sus asesores, y mediten sus pronunciamientos destemplados al fragor de las campañas.