Es el bicho más extraño del insectario sociológico. Es palabra que se dice fácil y con el café en la mano, pero esconde los mayores misterios de la operación de la sociedad. Su nombre es legitimidad y cada día es confundida con parientes lejanos: aprobación, acuerdo, reputación, logros, liderazgo, entre tantos. La legitimidad, sin embargo, no necesita que la nombren: es la reina del sistema, el mayor logro, la roca más sólida y el fluido más veloz.
La legitimidad no es un fenómeno político: es un fenómeno cultural que genera rendimientos políticos. Su complejidad es tal que una mañana un ser humano, leyendo el periódico, escuchando la radio, puede devenir en santo por una combinación extraña de situaciones. O puede amanecer convertido en un monstruoso insecto. He ahí la legitimidad.
Está en las empresas, en el gobierno central, en los gobiernos locales, en las gobernaciones regionales, en las grandes instituciones, en cualquier oficina, en un matrimonio, en la crianza de los hijos o cualquier sitio donde se atiende público.
Y muchos creen verla, medirla, comprenderla, pero un mal día se enteran de que no es así. Y es que siempre te enterarás de la peor manera con ella. La carencia de legitimidad aterriza como una peste y su efecto es simple: los motores de la sociedad se calientan, los sistemas operativos fallan y diversas piezas se malogran. Impera entonces la fricción, nada resiste.
En Chile somos expertos en legitimidad. En destruirla
La legitimidad decae de dos maneras muy distintas: de modo corrosivo o de modo estrepitoso.
Detrás de su debilitamiento o destrucción hay un hecho simple: no hay una línea recta entre las normas sociales (no solo las legales), los valores, los proyectos políticos, el sistema político y los resultados de la acción de los grandes sistemas de la sociedad (empresas y gobiernos).
Si una sociedad debe sacrificar sus valores para ganar dinero, la legitimidad caerá; si la palabra de una entidad legítima se transforma en basura, en una colección acreditable de mentiras, entonces la legitimidad caerá; si los ciudadanos sienten que la política no sirve para nada, si los hijos sienten que los padres son ausentes o son simplemente buenos amigos, si la forma de manifestar la diferencia comienza a ser el grito altisonante o el silencio displicente; entonces la legitimidad se ha reducido.
¿El resultado final? Es simple: el poder no puede.
Kant decía que el poder es una fuerza que vence a otra fuerza. Pues bien, el poder decae sin legitimidad, y es un cargo, un nombre, un rótulo, pero no tiene eficacia. Muchos detentadores de cargos creen que son lo que no son: grandes autoridades. Pero no, simplemente detentan un cargo. Tienen el sueldo de quien ocupa ese cargo, pueden tomar decisiones, contratar, representar grandes instituciones, tendrán presencia privilegiada en la prensa y en la discusión nacional, pero la patología de la ilegitimidad estará allí.
La manifestación de la caída es simple:
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– Muchos cargos caen con facilidad, emergen duraciones de pocos meses para cargos de larga data o, incluso en casos de durabilidad, las instituciones están condenadas por la opinión pública y sus líderes ocupan el cargo sin gobernar sobre su reino.
– El sistema político y los gobiernos habitan en escenarios adversos, con dificultades para imponer sus agendas.
– Las situaciones puntuales o accidentes resultan ser más decisivos que los proyectos institucionales o políticos.
– Campean las crisis.
– El escenario es volátil y polarizado.
El siguiente gráfico muestra el rendimiento del sistema político en términos de aprobación desde el año 2000. Usamos la medición de la encuesta CEP, pero la metodología es propia: el resultado es el promedio del porcentaje de aprobación menos el porcentaje de rechazo de los diez ‘mejores políticos’ (quienes lideran el ranking). El cálculo está anualizado.
Como se aprecia, el resultado es muy malo. Estamos moviéndonos en la órbita del cero, es decir, los mejores exponentes del sistema político tienen más o menos la misma reprobación que aprobación. Y qué quedará para el resto.
Habrá que decir que hay una leve recuperación en los últimos años, lo que es natural porque ingresó un sector político nuevo y se extrajo del sistema a los incumbentes. La final electoral de la última elección presidencial entre dos grupos políticos con menos de cinco años de formalidad es una señal muy clara de un intento de renovación.
Y al respecto hay un efecto, pero es un efecto muy débil. Quizás más importantes es el retorno de la normalidad de que se veía desde 2005 que las fuerzas de izquierda y derecha se comportasen como opuestos (hay un breve episodio diferente en 2015). Esto se verifica porque en gran parte del gráfico, cuando sube un sector, el otro también sube. Y si baja uno, el otro baja. Eso no es normal e implica una falta de oferta política.
Cherry picking
El presidente Gabril Boric instauró hace ya dos años el término ‘cherry picking’ para referir a aquellas conductas en las que se seleccionan datos que permiten apoyar una postura o validar una hipótesis específica, dejando de lado los datos que podrían desmentir la conclusión.
Hoy, sin embargo, en palacio se habita en una nube. Se menciona a quien desee escuchar un dato cierto: Boric se mantiene estable en más de un 30% y Piñera, a la misma altura de su gobierno (dos años y medio), oscilaba en torno al 15% y Bachelet lo hacía en la órbita del 18%. Con un Boric casi duplicando la historia reciente, la tranquilidad campea en palacio y no falta quienes ven con gran optimismo el proyecto.
Pero el presidente debe recordar el excelente consejo que dio: no usar ‘cherry picking’. Y es que el logro del presidente ha sido retener a su votante más duro, que es un mérito, pero es necesario preguntarse si es mérito propio o si hay otros factores. Como se sabe, la anterior elección de segunda vuelta encontró a Boric compitiendo con un nombre que despertaba temores de radicalidad y de compromiso pinochetista (no hay que olvidar que nunca ha ganado la presidencia un candidato que votó ‘sí’ en 1988).
Y de esto hay registro de que se podía advertir desde el primer año: no es bueno quedarse con el dato de aprobación y menos cuando el resultado se mantiene estable, incluso en medio de groseros errores. Ello revela una conducta más de militante que de ciudadano normal y supone una izquierda que se sectoriza intensamente al punto de migrar a una lógica de distanciamiento general del resto (y esto se ve en los datos de nuestra encuesta).
Por eso, el rendimiento presumiblemente destacado del presidente Boric debe ser matizado. El presidente Boric tiene un 3,2 de nota (1 a 7, como la escala escolar), es decir, solo supera a Allende (3,0) y comparte nota roja con Pinochet (que lo vence por dos décimas, obteniendo un 3,4) y con Bachelet y Piñera, ambos en sus segundos gobiernos, que tienen en todo caso una nota mucho más alta, 3.7. Es decir, de doce gobiernos medidos, el del presidente Boric alcanza el undécimo puesto.
Por supuesto, estas mediciones no permiten comprender la legitimidad. Medirla es un logro no conquistado y conozco numerosos proyectos de investigación con grandes presupuestos que no son capaces de lidiar con este problema.
Lo cierto es que Chile tiene este gran desafío: conseguir legitimar sus instituciones a partir de un modelo de sociedad, política y económicamente viable. Este gobierno deseaba ser el que iniciara ese camino (como también se lo propusieron Bachelet y Piñera en sus últimas aventuras presidenciales), pero lo más probable es que el gobierno se conforme con lo que tiene y con la posibilidad de sobrevivir al cargo.
Solo la historia dirá si ello es un acto de responsabilidad o mediocridad.