Esta lógica de cerrar los ojos ante lo evidente, desconocer que las causas del malestar siguen ahí y de apretar los dientes hasta que pase el chaparrón supone un altísimo costo social. Y no es la élite económica quien lo asume.
Han pasado ya más de dos años desde que terminara el trabajo de la Convención Constitucional y del plebiscito que rechazó su propuesta de nueva Constitución. Poco ha cambiado desde entonces y pareciera que las causas de la revuelta social de 2019 siguen más o menos vigentes.
– La protección de los derechos sociales sigue estando mercantilizada, profundizando la segregación social y la precarización de la vida.
– La oligarquía sigue mostrando agudos síntomas de corrupción que hoy contaminan, peligrosamente, las instituciones públicas.
– Las instituciones de representación popular no han logrado recuperar la confianza de la ciudadanía, que las sigue percibiendo como lejanas y separadas de sus necesidades.
– La concentración del poder sigue siendo uno de los principales factores de los abusos a los que se encuentra expuesta la gran mayoría de la población…
En fin, la desigualdad económica sigue siendo un lastre para el desarrollo de nuestro país, como lo ha evidenciado el reciente informe de desarrollo humano del PNUD.
Sin perjuicio que la agenda legislativa del Gobierno ha avanzado en materias importantes, como la eliminación del copago en salud o el proyecto de ley del sistema integral de cuidados, lo cierto es que las promesas de “rechazar para reformar” se quedaron en el slogan y hoy vemos una oposición que reduce toda la deliberación política a la agenda de seguridad y se niega a debatir los asuntos sociales pendientes. Siendo la seguridad una materia muy relevante para nuestro presente, otras también importantes como salud y pensiones, siguen esperando.
Ante la posibilidad cierta de que las condiciones estructurales que explican la acumulación del malestar social que estalló en 2019 sigan vigentes, me parece importante revisar algunos posibles aprendizajes de lo que ha sido la discusión del proceso constitucional:
1. Respeto de la institucionalidad vigente:
Quienes participamos activamente por impulsar cambios sociales más o menos profundos, que buscan superar la herencia política y constitucional de la dictadura y abrir nuevos horizontes de justicia social, debemos ser muy respetuosos de las formas institucionales vigentes, tanto de las formas propiamente jurídicas como de aquellas que representan los valores republicanos en los cuales se asienta nuestra convivencia democrática. Cuando una sociedad enfrenta momentos históricos de cambio de ciclo político y cultural, necesita ciertas certezas que le permitan dar ese paso sin que le abrume la posibilidad de darlo en falso.
Especialmente cuando se han normalizado las condiciones sociales vigentes, impuestas por la fuerza y sin la deliberación necesaria, estos factores de certeza y estabilidad son fundamentales. Por lo pronto, quienes asumen la responsabilidad de formular y proponer los cambios deben ser dignos depositarios de la confianza de la ciudadanía.
El respeto a los diseños institucionales y a las formas republicanas es un mínimo para que la ciudadanía pueda confiar en que la tarea ha sido encomendada a personas que cumplirán su mandato con rigor y seriedad, dada la envergadura histórica del trance que vive la sociedad.
Por definición, muchos de los cambios que una sociedad demanda son contraculturales, pues una serie de prácticas políticas y sociales se han consolidado a pesar de generar efectos injustos o segregadores. Ese mismo carácter contracultural de los cambios sociales requiere de un punto de apoyo que le dé la estabilidad que el proceso necesita para el diseño e implementación de las reformas.
Quienes asumen dicha tarea tienen una responsabilidad histórica que no se puede desconocer: no hay margen de error, porque quienes operan contra los cambios y en defensa de sus posiciones sociales de privilegio, aprovecharán cada error para desestabilizar el proceso y transmitirle a la ciudadanía que el trabajo que se está realizando no es digno de confianza.
2. Impulsar cambios sin renuncias ideológicas:
En la misma línea de lo señalado previamente, creo que es clave comprender que los cambios sociales deben ser empujados con convicción y decisión, sin renuncias ideológicas como las hubo en nuestro pasado reciente, pero con un diseño que permita una implementación gradual y sostenida en el tiempo.
Los cambios políticos y sociales que la sociedad ha demandado son de carácter estructural y abarcan una serie de dimensiones de la convivencia democrática que deben ser revisados y debidamente reformados.
Importantes aspectos del diseño institucional se encuentran en crisis (principalmente los sistemas político, judicial y la distribución territorial del poder), del mismo modo en que los derechos constitucionales no responden a su pretensión de universalidad.
Sin embargo, no es posible implementar todos estos cambios de forma simultánea ni en todos ellos se puede avanzar con el mismo nivel de profundidad. Es necesario contar con un diseño estratégico que permita, por un lado, establecer prioridades en la agenda de cambio social y, por el otro, definir la progresividad con la que los cambios serán implementados en las distintas áreas que demandan reformas.
La Convención dio cuenta de una serie de agendas políticas y sociales largamente postergadas por el sistema político, por lo que no debe extrañarnos el sentido de urgencia con que fueron presentadas y defendidas a lo largo del año de trabajo. Pero ese sentido de urgencia, que se explica por la precariedad en las condiciones materiales de existencia de la población que exige mayores estándares de justicia y equidad, tiene que ser compatible con un diseño sistémico que garantice estabilidad y progresividad en su impementación.
Sin renunciar a las convicciones políticas e ideológicas, la definición del ritmo de los cambios sociales debe considerar el evidente riesgo de una reacción cultural conservadora (el llamado backlash cultural), que emerge de cierta sensación de inestabilidad, postergación y abandono por parte de sectores de la sociedad que pueden resentir dichos cambios. Nuevamente, quienes se benefician del reparto injusto y desigual de los bienes sociales alimentan la reacción conservadora y levantan enemigos a quienes responsabilizar de la eventual sensación de inestabilidad o abandono; no para integrarles en los procesos de cambio social, sino para obstruirlos, con el sólo objeto de proteger el status quo que les favorece.
3. Las estrategias de la élite económica
No podemos seguir menospreciando la capacidad de articulación y respuesta que tiene la élite económica cuando ve amenazados sus intereses. En este trance histórico, nuevamente, ha demostrado no tener ningún escrúpulo para recurrir a todas las vías posibles que le permitan llevar agua a su molino y poner detrás de sí a la población, haciendo pasar sus propios intereses como si fueran los de toda la sociedad. Así ocurrió con las campañas desinformativas vinculadas a seguridad social y pensiones, a la propuesta que buscaba profundizar la regionalización del país, a la universalización del derecho a la salud, por mencionar sólo algunos ejemplos.
En estos años, la élite económica ha desplegado una serie de estrategias que buscaron aumentar los niveles de incertidumbre propios de todo proceso de cambio social, tergiversando los contenidos de la propuesta de nueva Constitución, aumentando el ruido informativo que cubrió al proceso, o bien, dificultando la recta interpretación de los efectos que la implementación de las propuestas podría generar en la sociedad.
Al final, lograron imponer la peor interpretación posible, la más tergiversada (cómo olvidar el aborto a los nueve meses) y el interés ciudadano se desplomó. Para ello, contó con el apoyo de sus serviles redes de poder que se extienden sobre las instituciones públicas, a través de personajes más o menos públicos que pusieron sus rostros, funciones y cargos de representación popular al servicio de sus intereses. En este orden de ideas, el problema no radica en las noticias falsas, sino en la forma en que esta élite incide, desde su posición hegemónica, en la construcción de la opinión pública.
Estamos en un momento histórico marcado por el vaciamiento de las formas de la democracia liberal que el neoliberalismo viene produciendo hace décadas –fenómeno que ha sido muy estudiado en otras latitudes– y que se intensifica con el creciente distanciamiento entre la ciudadanía y las instituciones llamadas a representarla.
En un contexto en que la soberanía popular ya no logra expresarse adecuadamente a través de los mecanismos tradicionalmente diseñados para ello, no podemos obviar que son otros los poderes presentes en la sociedad los que logran hacerse con el control de las instituciones y procedimientos de representación popular. Su despliegue ha condicionado el contenido de no pocas normas que, bajo la apariencia de proteger el interés general, han sido serviles a los intereses del gran empresariado. La ley de pesca, así como el rumbo que ha tomado la actual discusión sobre el sistema de pensiones, dan cuenta de ello.
No basta, por tanto, con los procedimientos democráticos para la formación de la voluntad soberana. Quienes hemos participado activamente de los procesos de cambio social, empujando reformas profundas y estructurales, deberíamos asumir al menos dos cuestiones siempre complejas:
– No podemos afectar todos los intereses de la élite económica al mismo tiempo: reformas simultáneas en salud, aguas, pensiones, educación, trabajo, minería no implican un cambio cultural, sino una severa afectación a quienes detentan el poder en el país. Por lo mismo:
– Es clave tejer puentes y estrechar relaciones con ciertos sectores de la sociedad, de modo que al menos una parte de esa élite esté de nuestro lado y entienda que la estabilidad de un país tiene un costo que debe ser pagado: justicia social.
4. La concentración del poder
La Convención Constitucional leyó bien uno de los principales problemas de Chile, la concentración del poder, y propuso una serie de medidas para una distribución más equitativa y democrática de su ejercicio. Sin embargo, la élite también leyó muy bien lo que estaba pasando y respondió con astucia desde una pretendida defensa de la unidad nacional, encubriendo su verdadero objetivo: proteger la concentración del poder y las condiciones sociales que su ejercicio casi sin contrapeso. En ese diseño, los modos de acumulación cumplen una función clave que la Convención también intentó cambiar, tanto en clave territorial como desde los derechos sociales.
Uno de los principales rasgos de esta etapa de capitalismo tardío -y que peores efectos genera en las sociedades democráticas- no es el libre mercado, sino la acumulación individual de la riqueza.
Astutamente, los defensores del modelo vigente logran llevar la discusión hacia el campo de las libertades, como si quienes criticamos la actual forma de organización política y económica de la sociedad estuviéramos en contra de la libertad, como si la crítica a este capitalismo en concreto fuera un rechazo a toda libertad en abstracto.
El slogan “con mi plata no” da cuenta de cómo, en nombre de una pretendida libertad vaciada de contenido, tenemos un sistema con pensiones de miseria. Los sistemas de provisión de salud y educación también dan cuenta de este fenómeno: las condiciones materiales de la supuesta libertad de elección están teñidas por las desigualdades sociales y de clase.
Pero sabemos que la libertad no es un problema. Muy por el contrario, en nombre de la libertad se han efectuado las principales revoluciones y procesos de independencia que han configurado a las sociedades democráticas. El problema de esta etapa de capitalismo tardío es la acumulación individual, donde lo que producimos con el trabajo de todas y todos da paso a la concentración de la riqueza en un ínfimo porcentaje de la sociedad.
Se trata de un problema con una evidente dimensión de justicia material, por cuanto las riquezas de un país terminan en un puñado de familias, pero también con una arista política que profundiza la crisis de legitimidad y confianza de las instituciones: la concentración del poder económico también implica la acumulación de otros bienes socialmente apreciados, donde la concentración del poder político diluye la promesa de igualdad politica propia de la democracia.
La Convención avanzó decididamente en propuestas que apuntaban a la redistribución de la riqueza, pero también a la democratización en el ejercicio del poder en diversas manifestaciones: fortalecimiento de las regiones y de la organización de trabajadores, democracia paritaria, mecanismos de participación popular, garantía efectiva de derechos sociales universales.
Pero también se avanzó en un diseño institucional que, a pesar de sus posibles mejoras, habrían permitido un ejercicio más equilibrado y controlado del poder político en instituciones que hoy se encuentran altamente cuestionadas: el Senado y la Corte Suprema.
Un reparto más equitativo del poder supone mejorar los famosos pesos y contrapesos entre las instituciones del Estado. En concreto, distribuir las funciones entre órganos que tengan la capacidad de controlarse entre sí y de limitar el poder de quienes hoy lo concentran. La defensa cerrada del Senado y las críticas destempladas a un órgano especializado para el gobierno del Poder Judicial dan cuenta, por ejemplo, de cuán importantes son estas instituciones para la fluidez de las redes de poder e influencia que se tejen desde la oligarquía. El caso Hermosilla y sus múltiples aristas son prueba de ello.
5. ¿Por qué esperar a que estalle la crisis?
No podemos esperar hasta que la presión social se acumule hasta llegar al punto de no retorno, hasta que la presión social se vuelve insostenible y la crisis estalla en nuestras narices. Eran muchas las señales que venían alertando de las graves desigualdades que viene arrastrando la sociedad chilena hace décadas y de cómo se han profundizado en ciertas dimensiones muy sensibles para la vida en sociedad.
El informe “Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile”, que el PNUD publicó en 2018, entrega un panorama comprensivo y actualizado sobre la desigualdad socioeconómica en Chile y de los mecanismos que la reproducen. Hizo especial hincapié en una estructura productiva con salarios muy bajos y alta rotación del empleo; fuerte concentración de los ingresos y la propiedad; las debilidades del sistema educacional y de seguridad social para moderar la desigualdad; y sobrerrepresentación de los grupos de mayores ingresos en los espacios políticos, entre otros.
A seis años de ese informe y cinco desde la revuelta social que abrió este particular período de la historia de Chile, las cosas no han cambiado muy significativamente. El “Informe sobre Desarrollo Humano en Chile 2024”, que el mismo PNUD ha publicado recientemente, da cuenta de que todavía hay reformas estructurales pendientes en materia de justicia social.
Más allá del proceso constitucional: las causas del malestar siguen aquí
Luego del plebiscito de 2022 se impuso una determinada interpretación del ciclo 2019-2022, que pretende desconocer tanto la legitimidad de las demandas sociales que protagonizaron el estallido social, como la pertinencia y viabilidad de muchas de las propuestas de la Convención. Por el contrario, de una forma políticamente interesada e históricamente falaz, se ha dado por muerto ese proyecto político, reduciendo el marco de comprensión de estos acontecimientos a lo que cierto sector de la sociedad quiere imponerle al resto.
Es de esperar que la experiencia reciente nos permita adelantarnos a los acontecimientos y enfrentar las reformas que el país necesita y que viene demandando desde mucho antes de la revuelta de 2019. La justicia social es el piso mínimo para una convivencia democrática saludable.
A ratos se ve buena disposición entre algunos representantes del gran empresariado para avanzar en esta línea, pero la falta de perspectiva histórica les ha impedido controlar sus intereses de corto plazo, intereses que tanto rédito han generado a quienes les representan en las instituciones políticas.
Afortunadamente, nadie tiene la fuerza suficiente para clavar la rueda de la historia, pues sabemos que no se detienen los procesos sociales.