Hasta el golpe militar yo pensaba que la democracia era como la cordillera de los Andes, inamovible, y aprendí que es como un jardín, que debe regarse todos los días.
No somos muchos los que el 11 de septiembre de 1973 teníamos a lo menos 20 años, y que aún podamos recordar lo que vivimos en ese instante, cómo el golpe militar transformó nuestras vidas y la vida de Chile. Sin duda, ese día ocurrió el evento más desgarrador del alma nacional y de mayor ruptura de la sociedad chilena, en toda nuestra historia.
Las imágenes que conservo de esas horas son ya difusas. La mente no podía procesar de inmediato la magnitud de la explosión mientras volaba en pedazos el mundo que nos era habitual.
Es un shock y uno queda en blanco, reacciona automáticamente, sin meditar, instintivamente. En verdad, uno no se conoce a sí mismo hasta que no está atrapado en una crisis profunda y se activan los mecanismos de supervivencia.
El llamado de alerta
Ese día, a las 6 de la mañana, recibí un llamado de alerta de uno de los jóvenes de la Izquierda Cristiana para advertirme que tropas marchaban sobre Santiago, desde Valparaíso. Yo había dejado recién de ser ministro de Minería, luego de una acusación constitucional. Tenía 32 años y estaba en mi casa.
El presidente Allende nos había advertido muchas veces que, de sobrevenir un golpe contra el gobierno, debíamos protegernos rápidamente, pues sería violento. Yo sabía que debía salir de mi casa y dormir en otro lugar. Mi esposa y yo nos miramos, y acordamos que lo mejor era irnos con los niños a casa de mis padres.
Aunque el impulso siguiente fue dirigirme a La Moneda, no lo hice. Y es que semanas antes, en agosto, cuando ocurrió el levantamiento del regimiento blindado Tacna contra el gobierno -que fue sofocado por el comandante en jefe Carlos Prats y el general Pinochet- partí al centro y no pude llegar porque las calles estaban bloqueadas. Intentarlo de nuevo me pareció insensato.
Partí a una población donde vivían Irma y Olga, dos mujeres que habían trabajado en mi casa desde niño, que con cariño y valentía me acogieron. Me instalé en una buhardilla de su casa a esperar. Las horas de ese 11 transcurrieron vertiginosas y no tuve conciencia plena de lo que realmente estaba sucediendo, hasta tiempo después.
Aviones y bombas: dudo que alguien haya intuido esa pesadilla
Dos hechos, sin embargo, quedaron grabados para siempre en mi memoria. Poco después de instalarme en esa población, sentí el estridente rugido de los aviones y, luego, el atronador estallido de las bombas.
Tuve entonces la intuición de que Allende moriría.
Él nos dijo muchas veces que defendería la democracia con su vida. Y así fue, horas después vi en la TV a los militares saliendo de La Moneda, cargando entre los escombros un cuerpo envuelto en una alfombra.
Ese crimen, y el aterrador espectáculo de La Moneda envuelta en llamas, fueron el preludio dramático de lo que estaba por venir. Dudo que alguien haya intuido esa pesadilla. Aún hoy me impacta que la Fuerza Aérea no haya declarado ni siquiera un “Nunca más”, como lo hicieron el Ejército y la Armada.
El otro recuerdo trágico fue el almuerzo al que nos invitó el presidente Allende en La Moneda, el 10 de septiembre. Tras evaluar la situación con ministros y asesores, fui testigo de sus palabras: “Mañana, en el discurso que pronunciaré a las 11 en la Universidad Técnica, convocaré a un plebiscito para que el pueblo decida sobre la reforma constitucional de las áreas de propiedad”. Este era el principal punto que dividía a la UP y la DC.
Luego, se levantó y partió a su casa en Tomás Moro para preparar su discurso. Menos de 24 horas después de despedirnos, el presidente había muerto.
La democracia es como un jardín
Los dos eventos traumáticos que viví en esas horas marcaron el resto de mi vida. El primero presagiaba la brutalidad de la represión destinada a erradicar la cultura democrática. Lo experimenté de manera directa cuando la Junta emitió un bando el día 12, conminándome, entre otros, a presentarme o sufrir las consecuencias. Decidí presentarme voluntariamente.
La segunda experiencia, ese almuerzo del 10, seguiría rondando para siempre en mi mente, asediándome con interrogantes, ¿por qué el golpe, por qué no se articuló un acuerdo político? ¿Qué hacer a futuro?
Ya en la isla Dawson empezamos a debatir sobre las causas de la tragedia. Saliendo de allí escribí mi libro El Gobierno de Allende, y también el libro Isla 10, mi número de prisionero político, donde relato lo vivido en ese campo de concentración.
Los hechos de ese 11 de septiembre y sus consecuencias han sido y deben seguir siendo estudiados permanentemente para aprender de la historia cómo cuidar la democracia. Hasta el golpe yo pensaba que la democracia era como la cordillera de los Andes, inamovible, y aprendí que es como un jardín, que debe regarse todos los días.