El encubrimiento de las intenciones es una de las conductas de comunicación humana más persistentes. Si cualquier individuo decidiera revelar de forma directa y sincera los fines últimos en sus conversaciones, causaría tales estragos en sus interlocutores, que la convivencia social se haría insoportable.

El filósofo del lenguaje británico Paul Grice, hace casi 50 años en su obra “Lógica y conversación”, argumentó que los hablantes a menudo encubren sus verdaderos objetivos al comunicarse detrás de una capa de cortesía, ironía o sarcasmo, y que el destinatario debe utilizar su conocimiento del contexto y de las convenciones previas para inferir la intención real del emisor.

Si hace prácticamente cinco décadas el fenómeno ya era evidente, y resultaba claro que las peores intenciones del corazón humano se mantenían protegidas debajo de las cubiertas de un lenguaje cuidadoso y correcto, hoy el celular parece haberse transformado en un receptáculo de evidencias que delatan a su propio dueño, una especie de prolongación moral que expone los más recónditos secretos dispuestos a emanciparse con un simple clic desde WhatsApp. Tal como está ocurriendo con uno de los abogados más reconocido de la plaza.

Lo cibernético exhibiendo lo humano

Entonces, a propósito de los descubrimientos de Grice y otros teóricos que han desvelado esta conducta tan normalizada, ¿no hay nada que pueda corregirse? Sí, aquí cabe hacer una gran distinción. Aunque podemos aceptar lo insoportable y confuso que sería escuchar lo que literalmente se procesa en la mente de las personas, sin filtro alguno, mostrando las reales intenciones del emisor hasta en las conversaciones más banales (como en el filme de Nancy Meyers “What Women Want”), todos aceptamos sin chistar los velos elegantes de la prudencia, la corrección y la honestidad no hiriente.

El problema es el rompimiento del contrato social que diferencia la libre expresión del delito. La norma es un modelado que ampara a todos; no se puede, por tanto, simplemente vaciar aquello que nuestras percepciones nos impulsan a hacer.

La comunicación es una necesidad, pero también una técnica y un arte que requiere entrenamiento y uso adecuado para hacernos bien. Sin embargo, la modernidad ha generado esa extensión cerebro-tecnológica sin entelequia: el celular, que nos muestra tal cual somos, lo cibernético exhibiendo lo humano. ¡Qué contradicción!

Entonces, ahí en nuestros bolsillos pueden estar los testigos más objetivos de nuestra real identidad y también los más feroces acusadores de nuestras conductas, pues condensan los diálogos que cruzamos con unos y no con otros, las observaciones que hacemos con algunos y no con todos, los vaciados sin filtro, las búsquedas perniciosas en Google, los placeres culpables y una lista interminable de huellas digitales que potencialmente destrozarían los lazos de nuestras más nobles confianzas.

De este modo, la comunicación humana, que a menudo implica mucho más de lo que simplemente se dice, viene a ser reflejo de nuestras crisis morales y sociales más evidentes. Y el celular ahí, con su memoria inalterable e infinitas aplicaciones, como impertérrito testigo de todo.