A comienzos de agosto, inmediatamente después que el Presidente del Brasil realizara un visita de trabajo a Chile, el Presidente argentino, Javier Milei, viajó a Santiago para participar en una actividad privada en la cual, no obstante, hizo declaraciones relativas a nuestro país y a la relación bilateral.

Además de que en amplios sectores la visita del señor Milei dejó favorables sensaciones, su presencia se entendió como una propuesta pragmática para reforzar la integración física y comercial. En lo sustantivo, se trata de un propósito semejante al que trajo a Chile a su colega brasilero.

Desde un punto de vista geopolítico muy estricto, se podría pensar que la potencial consolidación del Brasil en los puertos de Chile (para situarse como actor de la economía del Pacífico) preocupa a Argentina.

Según cifras de la OMC, en 2021 Brasil exportó más de 121 mil millones de dólares al Asia-Pacífico (casi el 44% del total de sus exportaciones), 87 mil de los cuales fueron a China. El 90% de esas exportaciones correspondió a materias primas. Según el mismo organismo internacional, en 2021 Argentina exportó casi 17 mil millones de dólares a la Cuenca del Pacífico (el 22% del total de sus exportaciones), 6 mil de ellos fueron al mercado chino.

Mientras en el período postpandemia dicho comercio continuó creciendo, con él creció la importancia estratégica de los puertos chilenos para el desarrollo de ambas economías del Atlántico.

Poco antes de la visita de su presidente, el embajador argentino en Santiago protagonizó un exabrupto motivado en su frustración con la manera en que el Complejo Fronterizo Los Libertadores está operando. El incidente reveló no solo la frustración que existe entre nuestros vecinos por los problemas que enfrenta el tráfico terrestre que transporta sus “exportaciones hacia el Pacífico”, sino que, más importante aún, ilustró la dependencia argentina de la disponibilidad de nuestros puertos. Esto es especialmente así en el caso de su producción agropecuaria de las provincias del Noreste y Cuyo.

Mientras esto ocurre, la discusión sobre los corredores bioceánicos para vincular el sur del Brasil, Paraguay y el norte de Argentina con puertos del norte y del centro de Chile prosigue. Ello, pese a que ese “tipo de solución” requiere miles de kilómetros de nuevas carreteras y ferrocarriles, túneles, puentes y otra infraestructuras que -en cualquiera de sus fórmulas- deben sortear el monumental obstáculo de los Andes.

Además de la altura, en invierno los pasos cordilleranos permanecen cerrados por la nieve y el hielo. El resultado son miles de camiones detenidos a ambos lados de las montañas. Los costos para toda la cadena de comercio son enormes.

La ruta del estrecho de Magallanes: más corta, expedita y segura

En el marco de las dificultades estructurales que enfrentan sus exportaciones para acceder a los mercados del Pacífico, es que Argentina ha “redescubierto el estrecho de Magallanes”.

Conocido desde hace más de 500 años (y situado en una latitud equivalente al canal de la Macha en el hemisferio norte), dicho pasaje interoceánico es -conforme con lo pactado en los Tratados de 1881 y 1984- enteramente chileno. De acuerdo con ambos instrumentos, el estrecho está, además, neutralizado a perpetuidad, y asegurada su libre navegación para todas las banderas.

No obstante que dicho pasaje natural no presenta restricciones ni legales, ni de calado (ni menos de seguridad), comparado con el canal de Panamá, el Canal de Suez y el estrecho de Bab-el Mandeb, o los estrecho de Sunda, Malaca y Singapur, actualmente el estrecho de Magallanes permanece esencialmente subutilizado.

Esto porque, además de situarse en aguas relativamente poco profundas sobre la costa norte del estrecho (Patagonia), los terminales portuarios existentes ofrecen una oferta limitada de servicios, en los hechos poco atractivos para las compañías navieras del mundo.

Mientras esto es así, en las últimas dos décadas la región del Pacífico terminó de consolidarse como el epicentro del comercio y los globales. En paralelo, Brasil (y del resto del MERCOSUR) se consolidó como “potencia alimentaria global”, un asunto trascendente que parece no estar convenientemente aquilatado en el análisis geopolítico chileno.

Dicho análisis tampoco parece haber reparado en que las exportaciones agropecuarias del Atlántico Sur a los mercados del Pacífico (literalmente, billones de toneladas) ocurre en puertos situados al Sur del Trópico de Capricornio, ergo, más cerca del estrecho de Magallanes que del Canal de Panamá.

Este detalle geo-económico implica que, incluso antes de considerar los demoras y los altos cobros aplicados por la Autoridad del Canal de Panamá, al ser más corta en millas náuticas, la ruta del estrecho de Magallanes ofrece menos días en la mar, menos consumo de combustibles, menos emisiones de CO2, etc. Estos ahorros son, incluso, aplicables al caso de las mercaderías del Atlántico Sur despachadas a mercados de la costa Oeste de Norte América. Los operadores marítimos de Argentina, Brasil y Perú ya han reparado en esta realidad geográfica.

Si bien, respecto de la ruta alternativa del Océano Indico y de los estrechos del sudeste asiático, las distancias en millas son semejantes a las del estrecho, además de la congestión, demoras por velocidad reducida y los problemas de seguridad para la navegación que afecta a todos esos pasajes marítimos, el pasaje chileno es más seguro y rápido. Adicionalmente, toda vez que los terminales del Atlántico Sur se ubican sobre puertos de calado restringido, el tamaño de los buques utilizables también está reducido a calados de hasta 12 metros.

En cambio, el estrecho de Magallanes tiene un calado mínimo de 21 metros y, tan importante como eso, si en él se hace trasbordo de carga, el trayecto más largo, el transpacífico, se puede hacer en naves de mucho mayor calado y tonelaje. Un sistema de tránsito/trasbordo ofrecería “economías de escala” toda la cadena de comercio.

Antes que esto ocurra, junto con el comercio marítimo brasilero, el comercio exterior argentino se ha convertido en uno de los principales usuarios del estrecho de Magallanes. Diariamente por él transitan naves de mediano tonelaje que, preferentemente, provienen o se dirigen a los puertos de La Plata, Rosario y San Lorenzo (en el Río Paraná). En el caso del uso que Brasil hace del estrecho, este consiste en mercancías agrícolas, automóviles y maquinarias transportadas en naves tipo Handymax, y destinadas o a la costa occidental de América del Sur, Méjico y California, o a los mercados de Nueva Zelanda y Australia. Eso, además de grandes volúmenes de petróleo enviados en naves de incluso más de 350 metros de eslora y 15 metros de calado.

Se trata de un fenómeno en expansión que, en el caso de Argentina, también explica la pretensión de dicho país de “coadministrar el estrecho de Magallanes”.

Pretensiones argentinas

No obstante que en 2021 el gobierno anterior “representó” a su par argentino que ni jurídica, ni políticamente la “administración conjunta del estrecho” es posible (entre otras muchas cosas, habría que rearticular lo prescrito en los Tratados de Límites de 1881 y 1984), de todas formas la “Directiva Nacional de Argentina 2021” lo sigue postulando en la página web de su Ministerio de Defensa.

No solo eso, en reuniones y seminarios diversos, organismos privados y estatales argentinos continúan “desarrollando la idea”. En esa faena utilizan “el precedente” generado por la prohibición dictada por la Cancillería chilena para que a una nave británica se negara el acceso a los servicios de Asmar Magallanes (coadministración de facto). Esa concesión ha tenido un efecto negativo para el interés nacional, sin que hasta ahora la opinión pública cuente con una explicación responsable (los tratados vigentes prescriben la neutralidad del estrecho, y dictan su condición de estrecho abierto a la libre navegación de todas las banderas).

Desde una perspectiva geopolítica, la pretensión argentina sobre el estrecho de Magallanes debe entenderse vinculada a, primero, su reclamo por la soberanía sobre las Islas Falkland/Malvinas y, segundo, a su reclamo de plataforma continental extendida más allá de las 200 millas, que incluye miles de kms2 de fondo marino chileno.

Respecto de lo primero, cabe anotar que las Falkland están a 490 kilómetros de la Boca Oriental del estrecho (distancia similar a Santiago-Los Ángeles) y, sobre lo segundo, que el reclamo argentino de soberanía submarina se ajusta a la línea recta que une a los hitos que, en la Patagonia y en la Tierra del Fuego, marcan el límite internacional en el estrecho.

Precisamente en ese último sector se produjo el “episodio de los paneles solares” que visualizó la ampliación de una instalación militar argentina destinada a “monitorear el estrecho”. Eso, otra vez, no obstante que este pasaje es absolutamente chileno.

Más recientemente la opinión pública nacional se sorprendió con la noticia de la alerta de los sistemas de alerta la FACH-Magallanes, que indicaban la violación de nuestro espacio aéreo. Se trata de sistemas de detección sofisticados equivalentes, en el peor de los casos, son equiparables a los sistemas que Argentina afirma operar en Río Gallegos (Patagonia) y Río Grande (Tierra del Fuego). Autoridades argentinas han negado de plano que la violación del espacio aéreo chileno hubiera sido perpetrada por naves argentina. Subcutáneamente, esta negación implicó afirmar que, o la FACh es incompetente y no es capaz de distinguir entre un helicóptero, un avión civil y un jet militar o, simplemente, está mintiendo y ha inventado el incidente.

Nada de esto favorece a la relación bilateral, ni tampoco facilita, con perspectiva de futuro, el aprovechamiento de instalaciones portuarias en el chileno Estrecho de Magallanes para reforzar las ventajas comparativas de las mercancías argentinas exportadas (o importadas) desde mercados del Asia-Pacífico.

El estrecho es el futuro

Como está convenientemente documentado en la rigurosísima sentencia de la Corte Internacional que, en mayo de 1977, dictó el Laudo Arbitral relativo a las islas al sur del Canal Beagle, el estrecho de Magallanes es chileno en virtud de una “transacción” en la que Chile, unilateralmente, renunció a su soberanía sobre la Patagonia Oriental. A cambio, Argentina reconoció algo sabido desde el reconocimiento y toma de posesión de la “región del estrecho” por la expedición de Juan Ladrillero (1557-1558). El estrecho es chileno desde el siglo XVI.

Por razones geográficas evidentes, el Estrecho de Magallanes es el “corredor bioceánico por excelencia” que la integración sudamericana requiere para, vía puertos chilenos, facilitar la participación de los países del Atlántico Sur en la “comunidad de negocios” del Asia-Pacífico. Es sabido que, en términos de rendimientos y costos, en ninguna de sus alternativas el transporte terrestre es más barato o más rentable que el transporte marítimo. Así de simple.

Sin embargo, para que Argentina pueda ser parte de sistemas de comercio innovadores, que fortalezcan las ventajas comparativas de sus exportaciones (especialmente las agropecuarias), resulta imprescindible que dicho país renuncie a su agresiva geopolítica austral que, entre sus objetivos, incluye la “administración conjunta del estrecho”.

Constitucional y legalmente eso imposible. Ninguna autoridad chilena puede, en ninguna circunstancia, compartir sus atribuciones y responsabilidades con entes de una potencia extranjera. Plantearlo es de por si absurdo. Insistir en ello solo elevará la crispación en Chile y, no es descartable, termine afectando al conjunto de la relación bilateral.

Es más, habida cuenta de que más del 80% del comercio entre el Atlántico Sur proviene (o se dirige) a puertos del sur del Brasil, desde un punto de vista estrictamente comercial, cualquier portuario en el estrecho de Magallanes es rentable sin siquiera recurrir a una sola tonelada de producción argentina.

Por lo pronto ya están “en tramitación” al menos tres nuevos terminales portuarios, concebidos para exportar “hidrógeno verde” chileno (amoniaco verde y combustibles sintéticos). Per se eso demuestra la voluntad política del país de fortalecer el uso inteligente del estrecho de Magallanes y, segundo, evidencia el enorme interés de inversionistas internacionales por apostar a dicho desarrollo.

Querer creer que se puede “administrar conjuntamente” ese desarrollo no es más que una expresión de deseo, con cero coma cero posibilidades de convertirse en realidad. El futuro exige realismo y buena fe.