Hace pocos días debuto el “plan enjambre” en la Región Metropolitana. En el marco de este se desarrollarán operativos policiales que permitirán el despliegue en terreno de una importante cantidad de policías, especialmente en zonas de Santiago, con la finalidad de enfrentar la crisis de seguridad que hay en la Región Metropolitana.
Tras su implementación, Carabineros mostró varios detenidos e incautaciones. Sin embargo, al menos por ahora, no pudo poner, un alto a los homicidios concentrados en la capital. De los nueve ocurridos en el país entre el jueves y el domingo en la noche, 8 ocurrieron en la RM.
Hace un mes el delegado regional Gonzalo Duran -a propósito de 17 asesinatos ocurridos en la RM- señalaba que “la respuesta del Estado tiene que ser muy contundente. Hemos estado trabajando como Estado con fuerza, y esto va a incrementarse cuanto sea necesario”. Sin embargo, la respuesta del Estado parece a ratos estarse quedando corta.
La paradoja chilena frente al crimen organizado
Chile enfrenta una paradoja (según la RAE hecho o expresión aparentemente contrarios a la lógica) que desafía continuamente sus estructuras de seguridad y justicia: la aparente desorganización estatal frente a un crimen altamente organizado.
A pesar de los esfuerzos y recursos destinados a combatir la delincuencia, la percepción pública y los resultados a menudo sugieren una batalla cuesta arriba. Las razones detrás de este fenómeno son diversas y multifacéticas.
Primero, la naturaleza burocrática de las instituciones estatales impone una serie de restricciones que no afectan a los grupos criminales. Estos últimos operan con una agilidad envidiable, libres de los procedimientos administrativos y la transparencia requerida para las entidades gubernamentales. Su capacidad para adaptarse rápidamente a las estrategias de las fuerzas del orden les permite siempre estar un paso adelante.
En segundo lugar, el financiamiento del crimen organizado, robustecido por actividades ilícitas, contrasta fuertemente con las limitaciones presupuestarias que a menudo enfrentan nuestras policías y sistemas judiciales. Este desbalance no solo equipa mejor a los criminales, sino que también los empodera para sobornar y corromper, erosionando nuestra estructura de gobernanza desde dentro.
La coordinación entre las diversas agencias del Estado es otro talón de Aquiles. Mientras los criminales operan sin respetar fronteras jurídicas o geográficas, nuestras agencias luchan con la compartimentación y la falta de un marco unificado que permita una acción decisiva y coherente. Esta falta de sinergia diluye la efectividad de las respuestas y fomenta una percepción de ineficacia que socava la confianza pública.
Corrupción e infiltración de instituciones
La corrupción y la infiltración de las instituciones por parte de estos grupos son quizás los aspectos más corrosivos de esta lucha. La integridad de nuestro sistema se ve comprometida cuando aquellos encargados de protegernos están coludidos con los enemigos de la paz y el orden público. Esto no solo obstaculiza las operaciones contra el crimen organizado, sino que también desmoraliza a aquellos dentro del sistema que trabajan honestamente.
Frente a esta realidad, la pregunta es cómo podemos reformar nuestras estructuras y estrategias para ser tan ágiles y resistentes como aquellos a quienes nos enfrentamos. La respuesta podría estar en una mayor integración interagencial, inversiones estratégicas en tecnología y recursos, y un enfoque renovado en la transparencia y la integridad institucional. Pero a la base de este conjunto de acciones está la voluntad de la política para enfrentar un problema complejo con soluciones complejas.
Chile tiene la capacidad de reorganizar y fortalecer sus instituciones para enfrentar con éxito al crimen organizado. Pero esto requiere de voluntad política para estructurar la respuesta estatal, priorizando la flexibilidad, la cooperación y una inversión sostenida en nuestras fuerzas del orden.