Desde la teología, todos o gran parte de los problemas que nos aquejan y que se manifiestan en descontento y violencia, tienen que ver con una concepción demasiado materialista de la vida y la sociedad: todo se compra, todo se vende, incluso aspectos tan vitales de la existencia humana como las prestaciones en salud, la vivienda y la educación.
Es lamentable apreciar que están solo al alcance de las personas en la medida que dispongan de recursos económicos. Genera mucha impotencia y rabia que una familia -por no disponer de recursos- vea menguar la salud de uno de sus miembros, o vea frustrado a un hijo porque sencillamente no pudo pagar la universidad y la tuvo que abandonar.
Sumado a ello, hay un choque entre el discurso hacia el exterior, éxitos económicos del país y estabilidad en lo macroeconómico. Pero al mismo tiempo todos los estudios nos muestran como un país muy desigual. No tomar en cuenta estos hechos a la hora de hacer políticas públicas es una gran irresponsabilidad. Está más que comprobado que a mayor justicia social mayor paz y tranquilidad.
La familia
Además, una mirada excesivamente materialista de la sociedad ha ido minando poco a poco el espacio donde los seres humanos nos reconocemos como personas: la familia. Hoy las políticas públicas la han empobrecido a tal punto que resulta casi indiferente casarse o no, separarse o no, tener hijos o no, lo que ha llevado a que como nunca veamos familias disgregadas, hijos que no sienten el apoyo de sus padres y, como consecuencia, mucha soledad.
La soledad es una de las mayores pobrezas que puede vivir un ser humano. Y esa soledad se traduce en malestar. Lo digo con claridad y sin ambigüedades, el futuro de Chile se fragua en la familia. No hay otro camino. Reconozco que hay situaciones familiares complejas que es justo apoyar siempre. Sin embargo, ello no puede realizarse al margen del ideal de una familia fundada en el matrimonio.
Venzamos el temor absurdo de proponer proyectos que implican compromiso, dedicación, amor, virtud y sacrificio. Sobre todo, si nos mueve la convicción que sus frutos son preciosos. Perseveramos en ese camino porque formar una familia está inscrito en la naturaleza humana y es, además, la célula básica de la sociedad. De hecho, por lejos lo que más amamos y cuidamos es nuestra familia. Por lejos, lo que más nos duele son los dolores y desencuentros en su interior. Promover una educación centrada en que el matrimonio es un bien, el compromiso para toda la vida un gran valor, y los hijos una bendición y no una amenaza.
Es la política pública más importante a la que todos debiésemos apuntar. Sin embargo, es la más olvidada. La tesis de darle más valor a la subjetividad personal que a la realidad, y las leyes que las rigen, han ido ganando espacio. Las consecuencias han sido desastrosas. Es cosa de ver lo que acontece con la natalidad, con los ancianos solos y abandonados, y tantos niños y jóvenes a la deriva.
Urge centrar la discusión pública en estos grandes temas que marcarán el rumbo del país en algunos años más. Parte de este proceso es reconocer que ningún grupo en particular es la medida de toda la realidad, y que el todo es más que las partes. Ello permitirá un diálogo propiamente racional y no sentimental o ideologizado.
Entonces, propongo generar un diálogo fecundo donde se sumen las inteligencias y los puntos de vista y miremos qué será de Chile en 50 años y de qué manera contribuimos a que sea mejor que el que nos dejaron. Desde ese horizonte, que apela a la razón y a lo mejor que tiene cada ser humano en cuanto a la capacidad de salir de sí mismos para comprender al otro, es que podremos mirar el futuro con más optimismo y desde la fe, con más esperanza.