Los regímenes autoritarios han recurrido frecuentemente a teorías de conspiración para justificar la represión interna y el control social. La “tesis de la conspiración universal del mal”, como la denomina Luis Corvalán en su artículo, es un ejemplo paradigmático de cómo las dictaduras emplean este recurso para desatar la violencia extrema desde el Estado.

Esta tesis, nacida en el seno del estalinismo, se ha replicado en otros contextos autoritarios, incluyendo Venezuela, Cuba, Corea del Norte, Laos y Nicaragua. Estos países, cada uno con sus particularidades, han adoptado estrategias similares para consolidar su poder y eliminar la disidencia, utilizando la narrativa de un enemigo externo que conspira para destruir la revolución o el proyecto socialista.

El estalinismo: La semilla de la paranoia

El estalinismo fue pionero en la utilización de la teoría de la conspiración como herramienta de control y represión. Bajo el régimen de Stalin, la Unión Soviética se convirtió en un estado policial donde la sospecha de colaboración con potencias extranjeras capitalistas era suficiente para justificar purgas masivas, encarcelamientos y ejecuciones. La narrativa estalinista promovía la idea de que los servicios de inteligencia de los países imperialistas estaban conspirando para destruir el socialismo desde dentro, infiltrándose en las filas del Partido Comunista, el Ejército Rojo y otros sectores clave de la sociedad.

Esta lógica perversa, basada en la oposición maniquea entre el bien absoluto (el socialismo estalinista) y el mal absoluto (el capitalismo imperialista), sirvió para legitimar la violencia extrema y la eliminación de cualquier disidencia, real o imaginaria.

Venezuela: El cerco imaginario

En el caso de Venezuela, la retórica gubernamental ha seguido un patrón similar al estalinismo, aludiendo constantemente a una conspiración internacional, principalmente liderada por Estados Unidos, para derrocar al gobierno. Desde el ascenso de Hugo Chávez al poder, y bajo la presidencia de Nicolás Maduro, se ha mantenido una narrativa de cerco y amenaza externa que justifica la represión interna.

Los opositores políticos, activistas y periodistas son acusados de ser agentes al servicio de potencias extranjeras que buscan desestabilizar el país. Esta narrativa se utiliza para desacreditar y criminalizar la protesta social, así como para justificar la violencia estatal contra la oposición.

Al igual que en la URSS de Stalin, la figura del líder se erige como el protector del bien absoluto (la revolución bolivariana) frente al mal conspirador del imperialismo.

Cuba: Soberanía bajo asedio eterno

En Cuba, la revolución castrista ha perpetuado una versión de la teoría de la conspiración adaptada a su contexto. Desde los primeros años de la revolución, Fidel Castro consolidó la idea de que la isla estaba bajo constante amenaza de invasión y sabotaje por parte de Estados Unidos y sus aliados.

Esta narrativa ha sido utilizada para justificar la represión de la disidencia interna y la militarización de la sociedad. Los opositores son etiquetados como “gusanos” o “mercenarios” al servicio del imperialismo, y se les acusa de ser parte de una conspiración para revertir los logros de la revolución.

Esta lógica ha permitido al régimen cubano mantener un estricto control sobre la población y perpetuar un estado de excepción permanente en nombre de la defensa de la soberanía nacional.

Corea del Norte: La paranoia institucionalizada

Corea del Norte, quizás el ejemplo más extremo de un estado totalitario contemporáneo ha llevado la teoría de la conspiración universal a un nivel casi paranoico. El régimen de los Kim ha construido una narrativa en la que el país está constantemente amenazado por una coalición de fuerzas extranjeras lideradas por Estados Unidos, que buscan destruir su sistema socialista.

Esta narrativa justifica no solo la represión interna, sino también la movilización constante de la población en torno a la figura del líder supremo, quien es presentado como el único capaz de proteger al país de la destrucción. La combinación de un culto a la personalidad extrema y la paranoia conspirativa ha creado un estado en el que la violencia es omnipresente y cualquier forma de disidencia es aplastada sin piedad.

Laos: La sombra desconocida

Laos, aunque menos conocido en el escenario internacional, también ha seguido una línea similar en su retórica gubernamental. El Partido Popular Revolucionario Lao, que ha gobernado el país desde 1975, ha recurrido a la narrativa de la conspiración para justificar la represión de grupos étnicos y opositores políticos.

Al igual que en otros regímenes autoritarios, se promueve la idea de que fuerzas extranjeras, en particular de países capitalistas, están intentando desestabilizar el país y revertir el socialismo. Esta narrativa ha permitido al gobierno justificar la violencia estatal y la violación de derechos humanos, mientras mantiene un estricto control sobre la sociedad.

Nicaragua: La conspiración moderna

Finalmente, Nicaragua, bajo el liderazgo de Daniel Ortega, ha adoptado una versión moderna de la teoría de la conspiración universal. Desde su regreso al poder en 2007, Ortega ha acusado repetidamente a la oposición de estar al servicio de potencias extranjeras, especialmente Estados Unidos, con el objetivo de desestabilizar el país. Durante las protestas de 2018, esta narrativa se utilizó para justificar una brutal represión contra los manifestantes, que fueron etiquetados como terroristas y golpistas.

Al igual que en los casos anteriores, la teoría de la conspiración sirve para consolidar el poder del líder y justificar la violencia extrema como una respuesta necesaria para proteger al país de la injerencia externa.

El enemigo exterior: Un espejo de represión interna

En todos estos casos, la teoría de la conspiración universal del mal actúa como un recurso retórico que permite a los regímenes autoritarios legitimar la represión y la violencia extrema. Al construir un enemigo externo todopoderoso y malicioso, estos gobiernos pueden desviar la atención de sus propias fallas y justificar medidas represivas bajo el pretexto de la defensa nacional.

Esta lógica perversa, heredera del estalinismo, perpetúa un ciclo de violencia y opresión que sacrifica la libertad y los derechos humanos en nombre de una seguridad ilusoria.

En última instancia, la teoría de la conspiración no solo es un recurso de poder, sino también una trampa ideológica que atrapa tanto a los gobernantes como a los gobernados en una visión del mundo profundamente maniquea. Al reducir la complejidad de los conflictos sociales y políticos a una lucha entre el bien absoluto y el mal absoluto, se anula cualquier posibilidad de diálogo, compromiso o reforma.

La historia nos muestra que los regímenes que recurren a esta narrativa, tarde o temprano, terminan devorando a sus propios hijos, como sucedió con las purgas estalinistas. Y mientras tanto, las sociedades atrapadas en esta lógica del miedo y la violencia sufren las consecuencias de un poder que, en nombre de la protección, se convierte en el mayor peligro para sus ciudadanos.