La finalidad de lucro en un entorno apropiado produce beneficios públicos que el Estado no suele producir. El entorno más apropiado para ello es la competencia.
Por Lucas Miranda y Patricio Órdenes
Investigadores Faro UDD
Los grandes malestares demandan, en nuestro ánimo, grandes malhechores. Y cuando la imaginación identifica al villano en medio del ruido y la furia, lo que sigue es la invocación de su némesis, nuestro salvador. Un rayado callejero reza “Que vuelva Chilectra”. Lo acompaña la benevolente figura de Chispita, mascota de la extinta compañía. El mensaje es claro: el Estado chileno debe salvarnos de las garras de las empresas que tienen el perverso afán de lucro.
Este manido relato lleva al ciclo de enojo, esperanza y desilusión del melodrama que vive Chile hace un tiempo. Urge salir del pozo de estancamiento que ha ido cavando a su paso. Para ello es vital aceptar que tanto el Estado como los privados están compuestos por ejemplares de homo sapiens, con sus virtudes y vicios.
La capacidad de satisfacer el interés público depende más de las reglas y condiciones en que operan que de su madera moral. La experiencia regulatoria indica que estatizar todo el sector eléctrico, como sugiere la invocación de Chispita, no genera una alineación virtuosa de intereses.
Las ventajas de la competencia
La finalidad de lucro en un entorno apropiado produce beneficios públicos que el Estado no suele producir. El entorno más apropiado para ello es la competencia. Cuando existe, el privado maximiza sus ganancias, disminuyendo costos y mejorando el servicio, so pena de perecer ante sus rivales.
Uno de los aciertos de la reforma de 1982 al sector eléctrico fue su desagregación. Esto significa que no necesita ser abarcado por una sola empresa y la regulación es capaz de explotar las particularidades de los subsectores. En la generación eléctrica la competencia puede existir de manera técnicamente eficiente. Su privatización ha producido avances en cobertura y disminución de costos ampliamente reconocidos.
La transmisión y la distribución, en cambio, son monopolios naturales, por lo que los beneficios públicos son más difíciles de inducir. El regulador enfrenta este dilema: una empresa estatal que se haga cargo de estos subsectores reduciría las tarifas, pero limitaría los incentivos a innovar e invertir que tiene la empresa con fines de lucro.
Por otra parte, una empresa privada mantendría algunos de estos incentivos, pero sería libre de cobrar altas tarifas monopólicas. Para ambas alternativas existen maneras de morigerar sus efectos negativos.
En el primer caso, a través de una gobernanza corporativa similar a la de una empresa privada; en el segundo, mediante la regulación de tarifas. Muchos países, incluyendo a Chile, han optado por lo segundo y la experiencia comparada sugiere que no ha sido una mala apuesta.
La clave para que funcione lo mejor posible es un marco regulatorio que a través de un modelo tarifario bien diseñado reduzca el aprovechamiento monopólico y a la vez premie la inversión e innovación en calidad del servicio.
No es una tarea fácil y los especialistas han dicho que la obsoleta regulación de 1982 es causa de los problemas recientes. Sea esta, pues, una oportunidad de reforma. Lo que se debe evitar es la aplicación de remedios peores que la enfermedad, motivados por la idea de que eliminando el mercado surgirá espontáneamente la panacea a todos nuestros problemas. No hay analgésico más engañoso para el legítimo malestar.