No es necesario volar imaginariamente a otras latitudes para observar como la ley se transforma en cuento, por acá los ejemplos caen de maduros.
A veces le damos la espalda a lo evidente, a lo notorio y esperable, confiando en que se asomen vientos huracanados, como los de la semana pasada, y sacudan la gran tómbola de las posibilidades, arrojando un resultado inesperadamente distinto al que parece marcado por el destino.
La oposición venezolana, con una inocencia que enternece, pensó que respetando las reglas del juego democrático iba a lograr erradicar un cáncer enquistado desde hace más de veinte años en las profundidades de la debilitada institucionalidad del país llanero.
No es creíble que se reaccione con sorpresa ante un hecho histórico que se caía de maduro, tanto que era casi palpable. Ninguno de los brujos populares se acercó al fenómeno para esbozar una predicción que no hubiese sorprendido por lo novedosa, como si una casa de apuestas, de esas que proliferan en estos tiempos, nos ofreciera recompensa por acertar al resultado de una competencia finalizada y con claro vencedor.
Alejado de cualquier asomo de genialidad, el reclamo que denuncia esta injusticia ha movilizado a las fuerzas sociales y políticas, con el consecuente rédito que se obtiene al juzgar la paja en el ojo ajeno, mientras se guarda un planificado silencio respecto de la viga en el propio.
De las crisis en Chile
Hace algunos años, cuando el país se vio enfrentado a una crisis de violencia, de raíz ilegítima y marcado acento ideológico, la jefatura del país coqueteó con el miedo y no dudó en meter las manos en el organigrama estatal. De espaldas a la gran masa silenciosa, acordó una salida fuera de libreto, cuando las herramientas jurídicas estaban a la mano para solucionar la crisis.
El desaguisado de los dos plebiscitos constitucionales, con gran circo y fanfarria, cobró una costosa factura que nadie estuvo dispuesto a solucionar. El costo lo están pagando los chilenos, vaya novedad, porque desde aquella época nació el derecho a destrozarlo todo, sin justificación ni condena; el desorden se asentó como estrella principal en un país que se destacaba, precisamente, por lo contrario.
La lista es larga, podríamos estar mucho tiempo debatiendo acerca de lo que tiene apariencia virtuosa, pero esconde un sustento que gira en sentido diferente. Basta con cambiarse de silla, mirar desde otra perspectiva, situarse en el mundo de las ideas desde un plano de objetividad que no acepte interferencias ni interpretaciones, sin juguetear con el lenguaje ni convertir en sinónimas las expresiones del acontecer humano que ruedan en sentido diverso.
Solo entonces podremos concordar en que juzgar y encarcelar a ancianos, con base en difusas presunciones extraídas de los presupuestos de normas vetustas, revela credenciales antidemocráticas y nos somete al pecado de confundir venganza con justicia; contaremos con las herramientas para reaccionar frente a la nueva modalidad de desfalco de fondos públicos, mediante Fundaciones de cuestionable beneficio social; o se abrirá el camino para advertir, con la ventaja del libre pensamiento, como un hombre de fe sacude los cimientos institucionales de una casa de estudios al desconocer el resultado de elecciones legítimas, tan solo porque no resultó propicio al paladar de unos cuantos, por ejemplo.
No es necesario volar imaginariamente a otras latitudes para observar como la ley se transforma en cuento, por acá los ejemplos caen de maduros, y nos revelan con todo el drama y la música siniestra de un colosal órgano de tubos, las balas pesadas de un fuego amigo que degrada los ricos productos de esta tierra, aceleran la descomposición de los valores y confianzas, oprimen el dulzor del fruto maduro que alguna vez puso en pie a la República, hasta dejar sobre la tierra incrédula un par de piezas podridas que quizá alguna vez, en otros tiempos y con otras gentes, puedan servir de abono para que florezca la esperanza.