El presidente y algunos de sus ministros han catalogado de “poco republicanas” ciertas críticas recibidas desde líderes de oposición, a propósito del cambio de actitud de algunas autoridades en asuntos de orden público, por ejemplo, respecto de la autoridad de las policías y/o las penas para quienes atentan contra la propiedad privada.
Se puede entender que al presidente y al gobierno preocupan el prestigio de las instituciones y la continuidad de nuestra tradición republicana que, en esa esa preocupación, entiende por “republicano” la definición ciceroniana del concepto. Este, en lo medular, considera “republicano” al sistema político que regula lo que concierne e importa a la vida y al porvenir del “populos”, “el pueblo”, ergo, “todos”.
Desde este ángulo, un episodio ofrecido en Nueva Zelanda por una “embajadora de carrera” y la ex presidenta de la Asamblea Constitucional, resulta esencialmente contradictorio a lo que, parecería, el gobierno quiere afirmar.
Ocurre que, con el auspicio de nuestra embajada en Wellington, en una actividad en principio académica (pero de evidente connotación ideológica) la citada personaje político insistió en la condición “plurinacional” de Chile y, por extensión, de nuestro “sistema político republicano”. Para ello ex profeso omitió que tal pretensión fue rotundamente rechazada en un plebiscito “popular”. En ese escrutinio el populos chilensis determinó que la “plurinacionalidad” y la “pureza de sangre” (que la embajadora y su invitada parecen querer afirmar), son incompatibles con nuestra república.
¿República mestiza o plurinacional?
Vale hacer notar que estudios recientes de ADN (i.e. Berrios del Solar et al, 2016) ilustran cómo “los chilenos” somos la mezcla de diversos pueblos, entre los que, estadísticamente, destaca el europeo (en sentido muy amplio). A lo largo y ancho de la república ese aporte está “mezclado” con la herencia genética de todos nuestros pueblos originarios. Eso explica nuestra “condición criolla”, a la cual nuestro componente original contribuyó con elementos esenciales para la formación de nuestra identidad nacional republicana.
Somos, en definitiva, un pueblo y una república “mestiza”, no “plurinacional”. Por ello, cuando -con el aval de una Embajada de Chile (el Estado y el gobierno)- se transmite a una audiencia extranjera un concepto falso y erróneo de “lo que somos como país”, estamos en presencia de un acto anti-republicano.
Para “el contribuyente”, el ejercicio de política exterior avalado por nuestra Embajada en Wellington ilustra cómo cierto relato victimista (y oportunista), a veces en sentido político (la nostalgia de la dictadura militar), ambiental, de género y, ahora también, “étnico”, se ha convertido en un “producto de exportación” que confunde y perjudica a nuestras relaciones internacionales.
El episodio ilustra además cómo el victimismo no es más que una herramienta para exigir “discriminación positiva” o, como diría Mario Benedetti, una “vocación rentable” para, desde la “posición de víctima”, demandar privilegios siempre a cargo de recursos que -empleando otra expresión romana- son del Fisco.
El desplome de la diplomacia chilena
Lo grave es que el incidente también hace visible cómo, por décadas, el victimismo que avala la “discriminación positiva” permeó la selección de quienes – por medio de un concurso de oposición de antecedentes- podían ser admitidos como alumnos de la Academia Diplomática Andrés Bello.
El resultado consiste en un servicio diplomático muy heterogéneo, compuesto por funcionarios admitidos en función de sus cualidades personales e intelectuales, y otros admitidos vía “intervención de terceros”, o por su condición de representantes de “minorías”.
A esa faena contribuyeron los partidos políticos, responsables en definitiva de que nuestra primera línea de defensa sea un servicio diplomático atomizado e ideologizado, focalizado en ventajas personales y/o de pequeños grupos, especialmente en materia de ascensos, destinaciones, sueldos, viáticos y asignaciones extra.
Incluso, mientras algunos se permiten deslealtades a granel o actitudes burdas y groseras, otros, como en el caso de un Primer Secretario destinado en Europa, con el visto bueno de la Subsecretaría de Relaciones Exteriores, se permiten actividades partidarias incompatibles con la función diplomática, tal como está definida en las Instrucciones Generales al Cuerpo Diplomático.
La politización interna de nuestro servicio exterior también ha sido impulsada por ciertos “funcionarios de carrera políticamente influyentes”, a estas alturas corresponsables de un problema estructural que afecta al conjunto del interés del país. En realidad, el servicio diplomático (quizás el mejor pagado del sector público) no cesa de ofrecernos situaciones que asombran y preocupan.
Prácticas diplomáticas y prácticas políticas
Hace solo algunos días, ante el ominoso silencio de la Asociación de Diplomáticos de Carrera (ADICA), el gobierno “jubiló” a un embajador de carrera de 63 años (y más de 40 años de servicio y experiencia), a quien previamente había “repatriado” en función de acusaciones efectuadas por sus propios colegas de carrera. Es vox populi que tales acusaciones fueron apoyadas por funcionarios con militancia en partidos de gobierno que operan al interior de la Cancillería.
Hasta ahora “la práctica diplomática” consistió en que los embajadores de carrera jubilaban a los 65 años, independiente de sus años de servicio. Dicha edad constituía el fin automático de la carrera para quienes ascendían al rango de embajador.
Durante los últimos gobiernos la “práctica política” consistió en operar con cerca de un 75% de “embajadores de carrera”, y un 25% de “embajadores políticos”. Esto -en ausencia de ratificación por parte del Congreso- aceptando que los funcionarios de carrera que ascendían a embajador pasaban a ser de exclusiva confianza política del Presidente de la República (equiparables a los “embajadores políticos” en sentido lato).
La jubilación de un embajador de carrera de 63 años (porque ya no cuenta con “la confianza política del Presidente”), rompe con dicha práctica o costumbre, y abre un escenario distinto para la selección de los jefes de misión en el exterior. Esto es relevante.
Al respecto hay también que recordar que, desde el inicio de su período, el actual gobierno no ratificó su confianza política para autoridades de la Cancillería, que antes habían sido designadas vía el sistema de Alta Dirección Pública.
En el contexto de la progresiva ideologización que el servicio diplomático y el conjunto de la Cancillería experimentaron durante los últimos años, la inobservancia de la práctica de los 65 años de edad de facto, establece que mientras “todos los embajadores” son “de confianza política”, el requisito de edad ya no es una “regla de oro”. Si, en el futuro, un “embajador de carrera” de 50 años nombrado durante el actual gobierno no cuenta con la confianza de un nuevo mandatario, este puede ser inmediatamente removido de su cargo. Nada que alegar.
Conforme con la Constitución y las leyes, la permanencia de los embajadores depende, exclusivamente, de una facultad constitucional del Presidente de la República (a partir de marzo de 2026, de quien resulte electo en noviembre del próximo año).
¿Será esa una oportunidad para reconstruir el servicio diplomático, elevar sus condiciones intelectuales promedio, y asegurar que la lealtad de los funcionarios esté con los objetivos de nuestra Política Exterior y los valores trascendentes de la República, no con intereses pequeños o ideologías y tendencias de corto plazo?