Hoy, afuera del salón de los revolucionarios, los chilenos somos más pobres, vivimos mas inseguros y, lo que es peor, cada día menos libres.

¿Cómo identificar un revolucionario de salón? Tienden a vivir ligeros de equipaje, con un bolso lleno de frases para el bronce y sentencias morales. Suelen estar descuidadamente peinados, subir la voz y hablar de forma relamida para reforzar sus argumentos.

Viven llenos de certezas y sus adjetivos favoritos siempre se dirigen contra sus adversarios: “mentiroso”, “cobarde”, “ladrón” o simplemente “facho” parecen ser argumentos razonables para debatir.

Tienden a dar monsergas morales cada vez que fijan su posición, dándonos a entender que o estamos de acuerdo con ellos o simplemente somos malévolos.

Tienen una capacidad irreductible de no sentir culpas; sienten que en sus errores se corrigen con un simple perdón, sin sentir responsabilidad alguna por los daños de sus actos. Nunca, pero nunca han tenido la experiencia de vivir lo que quieren cambiar: los cambios son para otros.

Tienen nula o casi nula experiencia en nada de lo que pregonan, pues su experiencia o es libresca o es simplemente política; de la vida común conocen poco.

Y sus errores siempre los financian otros: los recursos del Estado y los impuestos de los chilenos. Y sobre todo no sienten el menor temor a cambiar de posición o de culpar a otros si el pragmatismo así se los indica.

Es cierto que son expertos en algo: sobrevivir en el poder y gastar los recursos públicos en sus promesas. Nunca arriesgar lo propio.

Lo que los hace peligrosos

Parafraseando a Javier Cercas en “No Callar”, no pasarían de ser sólo “fastidiosos” sino hubieran alcanzado un poder que tienen y tuvieran bajo su responsabilidad funciones Ejecutivas y Municipales. Eso los hace tremendamente peligrosos.

Primero, porque no tienen ni siquiera las prácticas de los viejos revolucionarios que dicen emular: no han vivido en la austeridad ni comprometido su vida a la causa. Sólo han hecho retórica de ella.

Y segundo, porque esto los ha hecho profundamente irresponsables de la gestión de su revolución. Primero, manoseando la pobreza para sus fines -lo del diputado Winter a esta altura es impúdico en el voto obligatorio o la inmigración- y segundo, pasando sin pena ni gloria en el ejercicio del poder para cambiar la realidad.

A esta altura nadie recuerda que Giorgio Jackson ejerció casi un año en el Ministerio de Desarrollo Social sin dejar ni un legado más que un inefable robo o explicaciones sobre el caso fundaciones. Como probablemente en Ñuñoa nadie recuerda nada de la gestión municipal de Revolución Democrática más que el despido de más de 250 profesores de la educación pública.

Cada día menos libres

La crisis de seguridad que estamos viviendo o la incapacidad de sacar adelante ninguna reforma, es contumaz en demostrarnos lo que la historia prueba hasta el cansancio: en las revoluciones siempre los costos los pagan otros y ningún cambio se aprende en un salón.

Indultos, retiros, aumento de la burocracia y gasto público han dejado un trise corolario a está revolución: hoy afuera del salón de los revolucionarios los chilenos somos más pobres, vivimos mas inseguros y lo que es peor, cada día menos libres.

Fue todo para el pueblo, pero sin el pueblo.