Que así como reglamentamos nuestras guerras fratricidas, seamos capaces de dictar, si es preciso, leyes para reducir lo más posible el sufrimiento de nuestros parientes animales “sintientes”.

No recuerdo otra ocasión en que una sola palabra haya acaparado todos los reflectores como la expresión “sintientes” con que el diputado Jorge Brito se refirió a los “recursos hidrobiológicos” –específicamente peces– objeto de la “pesca industrial”, en su indicación, posteriormente retirada, a la Ley de Pesca.

En la batahola hemos escuchado desde la indignada protesta del ex ministro Pablo Longueira, autor de una controvertida ley de pesca que lleva su nombre, hasta las florituras verbales del ingenioso escritor Rafael Gumucio.

Vacas inmovilizadas en pabellones

Desde la noche de los tiempos nuestros antepasados lejanos sobrevivieron masticando y tragando la carne de otras especies, además de bienes del reino vegetal, por lo cual debían ser cazadores, pescadores y recolectores. Al cabo de milenios nosotros, el Homo Sapiens, nos hemos liberado de esas tareas mediante la crianza de ganado, la agricultura, la pesca industrial, la piscicultura.

Hoy, sin esforzarme ni arriesgar la vida, a quince minutos de mi casa compré un huachalomo de novillo para el asado del sábado; pechugas de pollo para el caldo que el cuerpo me pide el domingo; rebanadas de jamón para el sándwich del martes; chuletas de cerdo para disfrutarlas el jueves con puré; latas de sardinas sin cabezas para la merienda del viernes; presas congeladas de merluza austral que freiremos el domingo y acompañaremos con una ensalada de tomate y palta aliñada con aceite de oliva y vinagre balsámico, y una copa de vino rosado.

Igualmente me proveo de huevos provenientes de gallineros industriales –¡pobres gallinas ponedoras!– que comeremos fritos, duros, a la copa o en tortilla, y de leche completa o descremada, yogures con y sin saborizantes, mantequilla y un tradicional queso chanco.

Estos saludables productos lácteos provienen de vacas inmovilizadas en pabellones a las que los crianceros acercan un muñeco con ruedas y aspecto de ternero para que suelten la leche materna haciéndolas creer que es el hijo que les arrebataron, hijo que fue ultimado a martillazos como parte de la mal llamada “eutanasia” de los machos recién nacidos.

¡Sufrimiento!

Como parte de la industria alimentaria, a los animales los obligamos a nacer, vivir y morir con destino a nuestros estómagos, sin preocuparnos por el sufrimiento –¡sufrimiento!– que les imponemos, como tampoco pensamos en los salmones apretujados en unas piscinas hasta el día en que aterrizan en nuestros platos gourmet.

La indicación del diputado Brito nos lleva a reflexionar sobre los animales de las pesquerías que capturamos en el mar. Quién no recuerda haber visto en persona o en la tele la desesperada agonía de los peces extraídos del océano con una red y los impotentes coletazos con que intentan librarse los que se han tragado un anzuelo.

Es evidente que ante el peligro de ser capturados, ultimados o devorados, los animales luchan por su vida y tratan de escapar, tal como hacemos los humanos ante el peligro.

Los animales que nadan en ríos, lagunas y mares, los que andan como nosotros por la tierra, las aves que vuelan sobre nuestras cabezas, todos tienen –tenemos– un cerebro y un sistema nervioso cuyo tamaño y funciones varían según la especie. Todos comparten –compartimos– nuestro instinto de conservación, y todos experimentan –experimentamos– miedo y dolor al ser atacados.

El debate está servido

La obligación de “respetar el estado físico y mental del animal” estampada en la indicación del diputado Brito es caldo para áspera polémica. Hay quienes rechazan de cuajo que los animales puedan tener “mente”, ciñéndose a la doctrina católica consagrada en la definición del Diccionario de la Real Academia Española: “Mente: Potencia intelectual del alma”.

No faltarán los agnósticos que afirmen que el alma no existe y que la mente es común a todos los animales, incluidos nosotros. El debate está servido y promete ser agitado.

En la antesala de mi dentista hay un pequeño acuario con pececitos anaranjados de no más de tres centímetros de largo. Mientras espero que me llamen, he podido observar las diferencias de comportamiento entre esos seres minúsculos: unos nadan enérgicamente de acá para allá, otros prefieren la quietud y ser mecidos por el agua, y cada cual regresa al rincón en que se ha aquerenciado.

Así como no existen dos seres humanos iguales, tampoco pueden existir dos pececitos, dos ratones o dos elefantes idénticos entre sí. Cada ser del reino animal tiene sus singularidades, lo que no impide el sentido gregario que nos vincula con los hermanos de nuestra manada, tropilla, bandada o cardumen.

El único animal que tortura a su propia especie

Ahora bien, del mismo modo que un felino necesita alimentarse de carne y es por naturaleza un cazador y depredador, nosotros los humanos, que junto al gorila y al orangután formamos el trío de los grandes simios, necesitamos por mandato de la naturaleza proteínas de origen animal para nuestro desarrollo y subsistencia, sin perjuicio de comer a la vez productos vegetales, con un guiño hacia los vegetarianos y especialmente su versión extrema, los veganos.

Entre los animales sintientes, el ser humano es el único que tortura, asesina y masacra a los de su propia especie, por lo que destinamos el 80 % de los ingresos de nuestros países al presupuesto de Defensa, vale decir a armamento para dar muerte a nuestros semejantes, que en el caso de las grandes potencias incluye las armas nucleares.

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Reducir el sufrimiento animal

En 1949 se aprobaron los cuatro Convenios de Ginebra, el llamado Derecho de la Guerra cuya finalidad no es impedir la matanza que implica cualquier conflagración bélica –decenas de millones de víctimas o “bajas” en el caso de las guerras mundiales– sino detallar los actos que están prohibidos durante el conflicto y que constituyen “crímenes de guerra”.

No se trata, pues, de negar nuestro carácter de especie depredadora en cuya alimentación se incluyen animales, sino de que así como reglamentamos nuestras guerras fratricidas, seamos capaces de dictar, si es preciso, leyes para reducir lo más posible el sufrimiento de nuestros parientes animales “sintientes” –magnífica palabra que llegará lejos– cuya carne y subproductos nos permiten desarrollarnos y conservar la vida en nuestro pequeño planeta.