La Antártica ha vuelto a ser noticia luego que trascendiera la respuesta del gobierno ruso a consultas de su par argentino, respecto de ciertas prospecciones geológicas realizadas en el Mar de Weddell (parcialmente chileno). Antes, trascendió que esos trabajos habrían concluido con el descubrimiento ruso de reservas de hidrocarburos en la plataforma continental de dicha región marítima polar.
No obstante que ambas noticias causaron preocupación en Chile, aún no sabemos si tal hipotético descubrimiento abarca -o no- espacios de nuestra plataforma continental (proyección hasta y/o más allá de las 200 millas desde la vertiente oriental de la Tierra de O´Higgins).
Días atrás, y por diversos medios, sugerimos que la Cancillería oficiara al gobierno ruso y/o a la Secretaría del Tratado Antártico en Buenos Aires, para solicitar detalles del supuesto hallazgo, especialmente sus coordenadas geográficas. Toda vez que, al parecer, nuestra diplomacia no cuenta con detalles del supuesto hallazgo, la información que pareciera preocupar refiere al hipotético contenido de la respuesta del gobierno de Putin a la administración Milei. Un hecho que, según algunos interpretan, equivale a “un ninguneo” a Chile, y que reflejaría nuestra “baja estatura antártica”. En nuestra opinión el asunto es más preocupante.
Rusia, el Ártico y el Antártico
Estamos en presencia de una cuestión que excede lo coyuntural, y que ilustra cómo entrada la tercera década del siglo XXI, nos enfrentamos a “nuevas actitudes” respecto de la “Pax Antarctica” garantizada -hasta ahora- por el Tratado de 1959.
Se trata de un fenómeno geopolítico de lógica global, cuyo antecedente directo está en el uso que por décadas Rusia hizo en el Ártico, de la investigación marina aplicada al servicio de sus actividades off-shore. Ello, para consolidar su industria de hidrocarburos, el principal sector de su economía.
Ya en 2000, Rusia fue el primer país en invocar el Derecho del Mar para “reclamar soberanía sobre los recursos naturales del suelo y subsuelo” del Ártico. Desde entonces mantiene diferendos limítrofes con todos los demás países ribereños de dicho océano.
El Ártico es escenario del enfrentamiento entre Rusia y Occidente, incluidos algunos “países reclamantes” de soberanía en la Antártica. Uno de esos es el Reino Unido, cuyo reclamo abarca la región del Mar de Weddell, también “reclamada” por Argentina, aunque es parte de nuestra Antártica Chilena.
¿Ciencia ficción? No lo creo
La noticia del supuesto “hallazgo ruso de petróleo en la Antártica” fue conocida desde el Parlamento británico, asamblea que la interpretó como otro acto hostil ruso en el marco de la tensas relaciones entre Londres, la OTAN y Moscú.
Al menos como hipótesis, algunos observadores no descartan que, si en el curso de los próximos años la explotación de minerales antárticos resulta rentable para un consorcio privado de cualquier país, nos enfrentemos a una hecho consumado.
Hay que considerar que por años, en el área adyacente a las islas Falkland y Georgia del Sur, diversas compañías occidentales y chinas han efectuado prospecciones para la explotación comercial de yacimientos submarinos de gas.
Mirado desde un ángulo meramente económico, se trata de un asunto de costo/beneficio a criterio de gobiernos y empresas. ¿Ciencia ficción? No lo creo.
También hay que mencionar que al sur de la latitud 60º Sur en la que se aplica el Tratado de 1959, durante las últimas décadas Rusia ya efectuó varias campañas de investigación geológica en diversos sectores del Mar Austral Circumpolar. Incluso, luego de una de ellas, en 2002 denominó “Mar de Somov” a una extensión de más 1.150.000 kms2 en el sector Oriental de la Antártica (sectores “reclamados” por Nueva Zelanda y Australia). Como en el Mar de Weddell, en ese lejano sector de la Antártica los trabajos fueron encargados a la empresa RosGeo que, al menos parcialmente, es propiedad estatal. Dicha empresa ha sido fundamental para el desarrollo de la minería submarina rusa en el Ártico.
En paralelo, y junto con China, Rusia se ha opuesto a la extensión de las “áreas marinas protegidas” en la Antártica, pues estás modificarían el modus operandi que, en el marco de la normativa del Tratado Antártico, existe con las industrias pesqueras de diversos países. Por ejemplo, con los pescadores chilenos de krill y bacalao que, no es secreto, se sienten identificados con la posición rusa, antes que con aquella de la Cancillería y del Inach.
Nuestros pescadores perciben que, a pesar de su estricto cumplimiento de las regulaciones vigentes, la posición chilena en materia de explotación de los recursos pesqueros antárticos está -a diferencia del planteamiento ruso sostenido en permanente monitoreo de las biomasas- apuntalado en una cuestión más ideológica que científica.
No descartan que esta “manera de entender la problemática antártica” sea en Rusia, China y otros países, percibida como signo de comodidad y debilidad de nuestro país. En la percepción de observadores externos, la política antártica chilena parece “pauteada” por ONGs esencialmente declarativas, que no aportan a la sustancia del problema de la gestión para la conservación, pero que se arrogan el derecho de “gobernar la Antártica”.
Todo indica que la intríngulis de las “actividades económicas permitidas en la Antártica”, improntará el debate polar de los próximos años y décadas. Si bien es cierto que hoy el Protocolo Ambiental al Tratado Antártico hace casi imposible las actividades mineras, no es menos cierto que dicha prohibición “no está escrita en piedra”.
“Ser”, versus “querer ser”
Si en 1989-1991 un tratado que regularía la minería antártica fue, in extremis y vía “copy-paste”, reemplazado por el citado protocolo ambiental, nada garantiza que, ante nuevas circunstancias, uno o más países impongan una nueva dinámica para las “actividades económicas permitidas”. La Cancillería y cierto establishment antártico parecen descartar de plano esta posibilidad.
Antes, esos mismos actores desestimaron el efecto perturbador que, sobre el modus vivendi antártico, a partir de 1999-2009 tendrían las regulaciones de Derecho del Mar relativas a la plataforma continental. Lo mismo hicieron respecto del reclamo argentino de 2009, y su impacto sobre la aplicación del Tratado de Paz y Amistad de 1984.
El resultado de estos errores políticos y geopolíticos es un nuevo y complejísimo diferendo limítrofe con Argentina en el Mar Austral y, en perspectiva, también en la Antártica.
Conforme con la percepción del establishment antártico chileno, “la única alternativa” consiste en “profundizar la cooperación científica”, desestimado la importancia del factor político territorialista histórico de la tradición antártica chilena.
Durante los últimos 30 años esto ocurrió porque, en buena parte, a diferencia de las izquierda peruana, del peronismo y de la izquierda clásica chilena (esencialmente territorialistas), las izquierdas de la Concertación y del Frente Amplio son entusiastamente internacionalistas. Ese discurso también permeó a parte de la denominada “centro-derecha”. Aplicado a las cuestiones antárticas, el internacionalismo no deja de confundir el “ser” con el “querer ser”, creyendo que, como en las películas Disney, en la vida real “los deseos se convierten en realidad”. Desgraciadamente no es así.
De allí que, desde Santiago, las amenazas a la “Pax Antárctica” se entiendan a través de las declaraciones vía redes sociales y/o las visitas varias a la más septentrional de nuestras bases.
Se trata de actos efímeros e inconducentes, que no aportan soluciones concretas ni mensurables (en realidad, no persiguen ese tipo de objetivos). A contrario sensu, erosionan la credibilidad del país, pues, entre otras cosas, por décadas nuestra infraestructura antártica languideció ante los ojos de toda la comunidad polar.
Sobre “visitas” y otras cosas
A menos que exista un plan de nueva infraestructura antártica definido y financiado, y un programa científico acotado al estricto interés del país (que defienda y potencie nuestras “actividades económicas permitidas”), ninguna visita a las Shetland del Sur o al Polo Sur (en el cual desde 1957 existe una enorme instalación norteamericana) aportará a la defensa de la Antártica. Más “visitas” sin objeto preciso y material (ergo, “nada más que visitas”) seguirán debilitando la posición del país en el complicadísimo póker antártico del siglo XXI.
La insistencia en transformar a la Antártica en un lugar cerrado solo puede terminar de convencer a ciertos países que, ante ese escenario, el Sistema del Tratado de 1959 ya no refleja sus intereses. Este es el problema de fondo. El supuesto hallazgo de hidrocarburos en un área que podría corresponder a la Antártica Chilena nos exige actos de realismo. No hay más espacio para el voluntarismo y la miopía diplomática y/o política.
Sin un anunció concreto (por ejemplo, una base permanente en el sector chileno del Mar de Weddell), o la dedicación exclusiva del nuevo rompehielos (la mejor noticia antártica de las última décadas) a la determinación de los límites de nuestra soberanía sobre los recursos naturales submarinos al sur del cabo de Hornos, cualquier nueva visita a la Antártica es intrascendente.
Nuestras actividades antárticas no pueden tener como referente el libro de récords de Guinness (el primero en hacer cualquier cosa en la Antártica), pues el horizonte, el sentido y la finalidad de las mismas -estatales y/o privadas- están prescritas en la ley: “fortalecer los derechos soberanos antárticos de Chile”.
Todo lo demás es irrelevante, y debilita tanto nuestros derechos soberanos, como nuestra capacidad para mantener a la Antártica como un área de cooperación política (antes que científica), en la que también son posibles actividades económicas reguladas por consenso, realismo y buena fe. Insistir en el buenismo internacionalista vacuo no resuelve nada. Por el contrario, debilita nuestra condición de potencia antártica.