El 9 de septiembre de 2001, fui invitado por un empresario libanés con muchas conexiones. Un departamento frente al Nilo, con El Cairo iluminado y una vista única. No se podía faltar. Había mucha gente, desde el Ministro de Relaciones Exteriores, Amr Moussa, autoridades, miembros de la sociedad egipcia y algunos diplomáticos.
Tenían relaciones con casi todos los países y una acción exterior sumamente efectiva. Influyente en el mundo árabe, sede de la Liga de Estados Árabes, controlador del Canal de Suez y centro ineludible de negocios.
Avanzada la noche, los embajadores de Argentina, Brasil y Chile, conversábamos en pleno disfrute de una fiesta estupenda. Súbitamente, un señor bajo, con poco pelo y anteojos, nos preguntó:
– ¿Son ustedes los embajadores? ¿Argentina, Brasil y Chile?
– Sí -dijimos los tres.
Nos extrañó que mostrara una expresión triste y preocupada en un ambiente alegre. No dijo su nombre ni saludó. Vagamente, aludió a la inteligencia egipcia. No era raro, tienen un servicio de alto nivel.
– Estoy en conocimiento de que en las próximas horas se producirá en Estados Unidos un atentado horrible, de proporciones inimaginables.
Perplejos, lo seguimos escuchando:
– El Gobierno Egipcio lo sabe, y previno a los americanos. Tienen que transmitirlo a sus gobiernos.
Dio media vuelta y desapareció entre los invitados. Quisimos reencontrarlo y no estaba en ninguna parte. Sorprendidos e intrigados, acordamos conversar temprano al día siguiente, el 10, y decidir qué hacer.
Lo hicimos. El asunto era sumamente delicado. Cualquier relación con servicios de inteligencia de un país, está expresamente sancionado por las normas internacionales y la práctica diplomática. Es ilegal, y puede causar la expulsión del representante. No había cómo verificar lo dicho por un desconocido, no identificado, sobre algo muy serio, imposible de comprobar. Podía ser verdadero o falso.
Si algo ocurría, nuestras Cancillerías exigirían mayores antecedentes. No los teníamos. Nos llamarían la atención por entrar en actividades prohibidas, no autorizadas.
Si nada pasaba, quedaríamos en ridículo, alertando ataques terroristas inexistentes y atender rumores sin fundamento. Decidimos no informar. Hasta rompí el proyecto de comunicación que había redactado.
Al día siguiente, el 11 de septiembre en la tarde -por la diferencia horaria-, todo se paralizó y vimos en directo los atentados y la caída de las torres gemelas. Casualmente, estaba al teléfono con un director del Ministerio:
– ¿Estás viendo las noticias?
– Sí
– Pon atención ahora, esto es muy grave.
Corté, ante un diálogo inútil.
Me pregunto si obramos bien o no. Me preguntó si algo habría cambiado. Ciertamente nada, salvo que lo supe antes. Y sólo sirve para contarlo.