Sea como sea, ese “legalismo a la chilena” existe, es parte de nuestra cultura, y también trae problemas: nos hace proclives a la tinterillada, al “certificado” y al abuso amparado en la literalidad.
2019. 18 de octubre. 2:30 PM. Día del estallido social. Tenía que llegar a Casa Central de la UC a tomar pruebas solemnes de derecho, pero nos bajaron en el metro Tobalaba. Sin saber qué pasaba, comencé a caminar junto con la multitud hacia la próxima estación abierta, que no era ninguna.
Antes de llegar a Baquedano, entre jóvenes que toreaban carros policiales como si fuese San Fermín, y humo de lacrimógenas, me avisaron que no habría evaluaciones y que la Universidad había sido evacuada y cerrada. Así que no me quedaba más que intentar tomar un Uber (que no llegó) o animarme a caminar 3 horas largas de vuelta a mi casa.
No era una típica protesta de primavera, de esas que cada generación conoce. El desenfreno se sentía en el aire, venía en grande. Incluía vendetta, fuego, sueños de cambio, entre mucho más.
Ese extraño atardecer, entre reclamos inconexos, buses quemados e iras desatadas, también mostraba otra cosa: algo habíamos hecho mal. Por mucho que hubiese señales, “no la vimos venir”. Y en eso, todos teníamos una cuota de responsabilidad, más activa o más pasiva.
Inevitablemente pensaba en la prueba pendiente, en los profesores de derecho y en nuestras facultades.
¿Dónde y en qué habíamos estado los años previos?
¿Habíamos sabido leer el signo de los tiempos?
¿Estábamos dedicando nuestras mejores energías a identificar y abordar, desde la justicia, a nuestros problemas más apremiantes?
¿O estábamos demasiado concentrados en enseñar el “derecho dado”, los manuales y la producción de “papers”?
Aparte de proveer de engranajes al capitalismo, ¿habíamos trabajado seriamente, desde la evidencia y no desde la ideología o los clichés, tópicos tan serios como las políticas carcelarias o las causas de la criminalidad y la corrupción?
¿Cuán comprometidos estábamos con la desprotección de la maternidad y sus consecuencias, o los graves problemas de diseño urbanístico y habitacional?
Muchos afirman que esos temas, tan complejos, vinculados al malestar social y su dinámica, debían ser dejado a otras facultades, generalmente más alejadas de las órbitas de influencia y del poder.
Pero la injusticia es capaz de generar tanta violencia e inestabilidad política, además de sufrimiento subjetivo, que me parecía, y me sigue pareciendo, una materia propia del ámbito del derecho.
La responsabilidad de las facultades de Derecho
La dura evidencia de la “revuelta”, y de los años y procesos que vinieron, al menos debiera llevarnos a reflexionar sobre esos temas. Y ello supone aceptar la responsabilidad que significa que nuestras facultades de derecho siempre han tenido, tienen y tendrán una alta cuota de responsabilidad en las formas y dinámicas del país, para bien y para mal.
De hecho, hay aspectos positivos. Muchas instituciones funcionan razonablemente. Y hasta la simple disciplina de memorizar leyes, tan propia de la formación jurídica, tiene según algunos su virtud.
Y algo hay de razón. A los extranjeros les sorprende que nuestras leyes se vendan en las calles, en ediciones de bajo costo, mostrando una singular relación con lo legal. Desde esa base, se ha llegado a decir que la “vía chilena al socialismo” nunca pudo haber alcanzado el poder total, porque incluso la dirigencia comunista respetaba el derrotero institucional.
Y también hay quienes dicen que el mismo profundo respeto por “lo legal”, pudo haber ayudado a que Pinochet entregara el poder, luego de perder el plebiscito.
Sea como sea, ese “legalismo a la chilena” existe, es parte de nuestra cultura, y también trae problemas: nos hace proclives a la tinterillada, al “certificado” y al abuso amparado en la literalidad.
Quien quiera profundizar sobre las relaciones entre la enseñanza del Derecho y su impacto en la vida política y social tendrá un muy buen material en el último libro de Renato Garín, sobre la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.
Sin ánimo de espoilear ni de resumir, uno de los aspectos que mejor desarrolla es la versión “local” de un fenómeno típicamente universitario: la influencia de ciertos profesores en alumnos jóvenes, tantas veces en búsqueda de figuras de autoridad y sueños de redención. O dicho de otro modo: la formación de “parroquias”.
En el caso de marras, la más desarrollada es el “Atriarcado”, la pequeña parroquia de Fernando Atria. Pero otros estudios bien podrían referirse a fenómenos similares, de mayor o menor influencia y fortuna, como la de Godofredo Iommi en Valparaíso, la de los Chicago Boys en Economía, o la de Jaime Guzmán y el gremialismo, por solo mencionar algunos ejemplos nacionales.
Cada una con sus matices de época y circunstancias, todas las parroquias comparten un sello pastoral y un halo religioso. Y si se quiere, es posible ver en casi todas ellas, además, una mentalidad o estructura de base cristiana, aun cuando la parroquia se plantee como laica y anticlerical. ¿Cómo así?
Las ciencias, el psicoanálisis y el marxismo, por ejemplo, comparten como telón de fondo, una mirada del tiempo. Para todas, el pasado es abuso (ignorancia, trauma), el presente es conocimiento y cambio (terapia, desarrollo tecnológico, revuelta) y el futuro… una promesa de la felicidad y redención. Un punto de llegada, la tierra prometida (algo que hubiese sido motivo de risa para cualquier griego o pagano).
En sus versiones más militantes, los devotos fieles agregan artículos de fe y normas de disciplina a la vida de su parroquia: “fuera del rito no hay salvación”. “Cualquier rasgo de autonomía es señal de deslealtad”, “Los sacaré del error, aunque no me lo hayan solicitado”. Y mucho más. Llegando muchas veces al anhelo de un mesías encarnado, que logre hacer realidad la promesa de redención.
A propósito del libro de Renato Garín
El profesor Garín hila mucho más fino en estas materias, y afirma que el viento que más fuertemente ha movido las hojas del patio de Pio Nono es un espíritu jesuítico, que alcanza su máxima expresión en el “teólogo Atria”, y desde ahí, insufló a muchas figuras del Frente Amplio.
Como Chile es aún un país de pocos recursos, es efectivamente plausible que liderazgos apostólicos puedan tener cierto impacto social, llenando la agenda de problemas inexistentes, sobretodo cuando ocurren en entornos próximos al poder. “Entramos para aprender, salimos para servir”, es un lema jesuita de alto riesgo si los parroquianos no están aún suficientemente preparados.
Pero el problema de fondo no es la existencia de profesores carismáticos. El problema es la falta de referentes alternativos y suficientemente atractivos, que permitan al estudiante una dieta más variada, además de mayores distancias críticas.
La singularidad latinoamericana
En otro plano, la historia que narra Garín es también un buen testimonio de la singularidad latinoamericana. De nuestros propios “100 años de soledad”. De nuestros propios Macondos. De un presidente (Alessandri) con un particular sentido de la historia, y que se detiene a menudo a mirar, junto a su hijo abogado, el monumental edificio que ha ordenado construir para difundir la Constitución que ha firmado. Un testimonio de facciones de profesores que construyen escuelas en torno a 3 o 4 autores. De jóvenes que se “autoperciben” como carne de estatua incluso antes de cumplir los 20 años. De un jacarandá que marca los tiempos, y que a ratos se envuelve de humos.
Pero lejos, lo más llamativo del libro, es la atención que ha despertado el único capítulo que no ha sido escrito por el autor: su exoneración/expulsión de la facultad, hecha en la propia víspera del lanzamiento del libro. Difícil de entender, difícil de explicar, ese “acto administrativo” ha sido comidillo obligado de las comunidades de abogados.
Con más o menos información, todos creen saber, en el fondo, lo que de verdad pasó.
“Así es Chile”, “Garín sabía a lo que se exponía”, “Son las reglas del juego”… Y levantan las cejas y siguen su camino.
Y acá quiero detenerme. Más allá de los detalles del caso, el solo hecho que el grueso de la comunidad jurídica piense lo que está pensando, es de suyo preocupante. ¿Es así, de verdad, Chile? Si la respuesta fuera positiva, ¿qué sacamos con sorprendernos y escandalizarnos de los bajos niveles de confianza que muestran nuestras instituciones?