Las credenciales diplomáticas son lo más esperado de todo embajador. Ante el Jefe de Estado respectivo, previa copia autenticada por nuestro Canciller y entregada al Ministro de Relaciones Exteriores. Así un diplomático queda autorizado para ejercer funciones.
El documento es redactado de manera tradicional, en papel especial, firmado por el Presidente. Con el sello de la República en relieve, el único existente. Llega por valija diplomática y no admite reproducciones.
La ceremonia la decide el país receptor. El embajador representa al país, y es el enviado personal del Jefe de Estado ante el otro. Además de la vestimenta determinada, hay una escolta y un automóvil lujoso con las banderas de los dos países. En ocasiones, un destacamento militar, con izamiento de banderas y una banda que interpreta parte de los himnos nacionales. Actualmente, las ceremonias son más sencillas aunque siempre formales, y demuestran la consideración de un país al otro.
Los embajadores se presentan ante la autoridad según el momento en que pisan el país anfitrión. No faltan las carreras disimuladas al bajar del avión, o transporte, para llegar antes que otros colegas. Dicho orden mantiene la precedencia durante todo su ejercicio.
No me agrada el Chino Ríos
Como primer embajador chileno en Qatar, concurrente desde Egipto, el 2004 fui recibido por el protocolo y llevado a un lujoso hotel en Doha, que crecía aceleradamente frente al mar del Golfo y sobre las ricas arenas llenas de petróleo y gas.
Escoltado por motoristas, llegué al Palacio del Emir. Un edificio enorme, con piso de mármol, sillones y mesitas doradas pegados a las paredes de un salón inmenso. Unos ocho embajadores esperábamos al Jeque Tamim bin Hamad Al Thani, el hijo mayor del Emir titular, quien se encontraba en Londres para un tratamiento. Hoy es el actual gobernante y un actor decisivo en las conversaciones sobre el Medio Oriente.
Protocolo advierte que nos recibirá por 15 minutos exactos. A mi turno encontré al Emir. Un hombre joven, muy alto y atlético, vestido con una impecable túnica y tocado blanco ataviado con los cordones negros de su rango. Recibe las credenciales y escucha las frases de cortesía habituales. No dijo ni una sola palabra y me miraba con una mano en la mejilla, fijamente, con expresión de disgusto.
Quedé inquieto, no presentía nada bueno de la ocasión. De súbito me pregunta:
– ¿Qué opinión tiene del ‘chino’ Ríos?
Desconcertado y sorprendido ni pensé, y espontáneamente le respondí:
– No me agrada.
Se levanta, me abraza y da un beso por mejilla. “Somos hermanos” me dice con voz alta. Y me relata largamente el porqué.
Había organizado y financiado un torneo de tenis al más alto nivel. Se jugó la final y Ríos ganó. Se acerca a saludarlo y éste lo dejó con la mano extendida, dándole la espalda. De ahí su enemistad. Continuó la historia con detalles, mientras el Jefe del Protocolo, dos veces, debió salir y disculparse con los que esperaban. Estuve 40 minutos.
Fui su invitado y las veces que regresé, me dio una atención especial. Mi drama fue: cómo le explico al Ministerio la crítica del Emir, al mejor tenista chileno. Me centré en lo positivo e hice una vaga mención al pelambre. Nuestros compatriotas debieran tenerlo en cuenta, pues no hay viajes sin consecuencias.