El tradicional mercado mayorista de Lo Valledor ha estado en el centro del debate público en relación con la crisis de seguridad desde el pasado 1 de abril, cuando una mujer en situación de calle le quitó el arma a un vigilante y abrió fuego, hiriendo a un guardia y a un camarógrafo de televisión.
Este incidente ocurrió, justamente, cuando varios medios de prensa cubrían la implementación de un nuevo sistema de control de acceso al recinto, que incluye la verificación de la cédula de identidad.
Lo Valledor, ya había hecho noticia el pasado 27 de enero, cuando dos agricultores fueron asaltados y asesinados en Malloa, Sexta Región, después de vender su mercadería horas antes allí.
Los informes sugieren que fueron identificados y seguidos hasta el sitio del asalto, donde fueron asesinados y un hijo de ellos, de 15 años, resultó herido.
El problema de la politización
La politización de la crisis de seguridad provoca que se busque sacar provecho rápidamente en función de la pugna política contingente. Se multiplican las voces de actores que señalan como “un punto de inflexión” y la evidencia del descontrol en relación al crimen organizado.
Sin duda, el carácter espectacular y mediático del hecho, al suceder durante despachos en vivo de matinales de televisión, intensificó la percepción de ser “la gota que rebalsó el vaso”.
Sin embargo, un examen más ponderado de la situación, tanto en el escenario específico de Lo Valledor, como de la penetración del crimen organizado y la evolución de la crisis de seguridad, nos debe alejar prudentemente de la tentación de encontrar ahora; “puntos de inflexión”.
No es un fenómeno nuevo
Estamos en presencia de fenómenos criminales complejos y con una implantación desde hace varios años. Sólo por citar un ejemplo, también podría haber sido un “punto de inflexión” un mediático asalto bancario que ocurrió en ese mismo mercado mayorista el año 2016 donde fueron robados 70 millones de pesos desde un banco.
El atraco tuvo las características de una operación de planificación compleja, con la participación de al menos siete sujetos, una violenta balacera, el uso de un fusil de guerra por una persona caracterizada con un poncho de huaso y la utilización de “miguelitos” para cubrir la retirada de los asaltantes. Por este delito fueron detenidos y formalizados un chileno y tres dominicanos. Pero, ¿quién recuerda aquello?
El asalto bancario de abril de 2016, ocurrido tres años antes del estallido social, cuatro antes de la pandemia del Covid-19 y casi seis antes del cambio de gobierno, deja ver una realidad crítica: el valioso tiempo perdido en disputas políticas partidistas o ideológicas, mientras la crisis de seguridad se agravaba, evidenciando una complejidad ascendente.
Esta falta de comprensión, pese a las múltiples alertas que fueron ignoradas, fue reforzada por estas divisiones y sesgos ideológicos, por un negacionismo -manifestado en tanta declaración grandilocuente que raramente reflejaba la realidad-, por la sensación de sentirnos tan distintos a otros países, por una cómoda posición de no condena a la violencia o de parámetros flexibles respecto a las normas y las leyes.
Factores todos, que solo contribuyeron a la división social e impidieron reconocer a tiempo cuál era nuestra real capacidad de resiliencia frente a la nueva criminalidad. El desarrollo y evolución actual del crimen organizado en la región se ha convertido en un desafío que frecuentemente supera los esfuerzos estatales.
Cómo el Estado permite la evolución del nuevo crimen
El atraso y la lentitud del Estado chileno para abordar este fenómeno permitieron que la nueva ola de criminalidad encuentre espacio para crecer y evolucionar. Esta evolución incluye la diversificación de actividades criminales y una cada vez más evidente interacción o roce entre la criminalidad extranjera y la local en una búsqueda de nuevas oportunidades y mercados criminales.
Internacionalmente, analistas y expertos en seguridad han señalado la creciente relevancia del mercado criminal de la extorsión y el “pago por protección” en todo el continente, un ámbito tan rentable y atractivo como el narcotráfico.
La extorsión sin tanta visibilidad como el narco, se ha convertido en un mercado criminal emergente, algo que no estaba tan presente en Chile y que hasta hace algunos años afectaba principalmente a los connacionales de la criminalidad extranjera establecida en el país.
Sin embargo, las señales apuntan a que esta situación está cambiando rápidamente en Chile.
El comienzo de una respuesta efectiva a la crisis de seguridad en Chile, requiere necesariamente la despolitización partidista e ideológica del debate, un desafío considerable en momentos de tanta polarización en un ambiente pre eleccionario.
Ello debiera ser la base que permitiera la articulación de una estrategia coherente y de conjunto del Estado para afrontar la amenaza de la criminalidad transnacional y su interacción con la criminalidad local, donde se pueden estar dando fenómenos de imitación, retroalimentación o confrontación violenta.
La rápida evolución de la nueva criminalidad en la región, evidenciada, por ejemplo, en la situación en Ecuador, demanda una respuesta urgente y coordinada del Estado chileno.
¿Hasta qué punto la clase política chilena estará a la altura del desafío? Difícil respuesta. Utilizando un término deportivo, la pelota en todo caso, aún está en nuestro lado de la cancha.
Se viene una compleja coyuntura crítica: la implementación de los inhibidores de telefonía celular en las cárceles. Veremos ahí, cómo jugamos en esta nueva cancha a la que debemos adaptarnos rápidamente.