Con la entrada de Jesús a Jerusalén comienza la Semana Santa. Un tiempo de gran densidad para los que creen que Jesucristo es el Mesías, el Salvador. Quien lee el relato de la pasión, muerte y resurrección del Señor percibirá un drama sin igual.
Es el drama de una lucha muy poderosa entre las fuerzas del mal y el amor de Dios manifestado en la entrega de su Hijo por cada uno de nosotros. Entrega de muerte, radical.
Conmueve el relato de la Última Cena dónde instituye la Eucaristía y nos dice que ese pan y ese vino son su Cuerpo y su Sangre, es decir su Persona que nos acompañará hasta el fin de los tiempos.
Impresiona el gesto del lavado de los pies a sus discípulos. El hijo de Dios, el que pasó haciendo el bien realiza un trabajo propio de los esclavos, lavar los pies. Lo hace para recordarnos que nuestra vocación más genuina es el servicio a los demás.
Él, ejemplo da humildad para que nosotros hagamos lo mismo cumpliendo el mandamiento de amar a los demás como Él nos ha amado.
Allí está la gran novedad del cristianismo: el hombre encuentra su propia vida y su sentido en la medida que es un “ser para los demás”. Llama la atención la incomprensión que suscita esta entrega por parte de Pedro, que prometiendo que lo seguirá dónde él vaya lo reniega tres veces y la actitud de Judas que literalmente lo traiciona.
Esta ruptura de la amistad sigue presente en la Iglesia, donde una y otra vez se encuentran personas que toman “su pan” y lo traicionan.
Como dice Pascal “El sufrimiento de Jesús, su agonía, perdura hasta el fin del mundo… En aquella hora, Jesús ha tomado sobre sus hombros la traición de todos los tiempos, el sufrimiento de todas las épocas por el ser traicionado, soportando así hasta el fondo las miserias de la historia”.
Jesús tiene clara conciencia que lo que no es asumido no es redimido. Es por ello que carga sobre sí todo el pecado del mundo, todas nuestras miserias, todas nuestras pequeñeces. El mal tiene que ser eliminado y para ello Él lo hace suyo, lo experimenta en carne propia, al punto que llega a plantearse que ha sido olvidado por su Padre.
Cuantas veces nosotros mismos no hemos tenido la sensación de abandono por parte de Dios.
Jesús bebe el cáliz de todo lo que es terrible, y así, mediante la grandeza de su amor a través del sufrimiento transforma la oscuridad. En este contacto con la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito.
Y puesto que en el Hombre Jesús está el bien infinito, ahora presente, se convierte en fuerza antagónica al mal; el bien es siempre infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea terrible.
La razón de la entrega, de su amor sin límites hunde sus raíces en el amor que tiene por cada ser humano. San Pablo dirá y con propiedad lo podemos decir cada uno de nosotros “me amó y se entregó por mí”.
Hoy, la Iglesia nos da esperanza de que la muerte, el odio, la división y la mentira no son la última palabra sino que la vida y la paz.
Con justa razón dice el Salmo 16 “no abandonarás mi vida en los infiernos, ni dejarás a tu fiel ver la fosa. Me enseñarás el camino de la Vida”.
Semana Santa se convierte por tanto en aire fresco para nuestras vidas y una ventana para mirarla desde la esperanza. No estamos solos, Dios nos acompaña. Mirándolo a Él, contemplando su vida, su pasión y su muerte podemos renovar nuestra fe, nuestra esperanza y sobre todo nuestra caridad.
Sobre todo podremos liberarnos de una actitud pesimista de la historia y emprender la ruta de la historia como historia de salvación.
El cristianismo no es una ética, no es una ideología, es sencillamente una historia de amor entre el hombre que quiere olvidarse de Dios, o vivir como si no existiera, y Dios mismo que nos atrae hacia sí porque nos ama. Y lo hace dándose.
Quienes creemos en Jesucristo sabemos que nada nos va a separar del amor de Dios y que estar atentos a su voluntad, a pesar de nuestras debilidades, pequeñeces y pecado, es la fuerza que nos anima a vivir día a día, a anunciarlo a Él hasta que vuelva.
Ante esta magnífica propuesta qué absurdo resulta en Semana Santa poner atención al precio del pescado, a donde comprar huevitos, a las promos del fin de semana largo y a cuantos autos saldrán de la capital. Mi invitación es volver al centro de esta semana santísima que nos devuelve la esperanza y nos ilumina la vida.