En Chile, nos enfrentamos a un escenario sin precedentes, en el que una serie de fenómenos delictivos se entrelazan con cambios sociales generando una tormenta perfecta, que amenaza con desmantelar el orden y la seguridad que hemos dado por sentados.
Este auge del crimen, a menudo incontrolable, no es solo una falla de gobernanza, sino un reflejo de falencias más profundas: la ausencia del Estado debido a la incapacidad, la negligencia o la corrupción. Es un llamado de atención ante la posibilidad de una infección completa de nuestra sociedad, una advertencia de que debemos actuar antes que las estructuras de control se vean irreparablemente comprometidas.
La criminalidad importada
Los pilares que sostienen esta inquietante transformación son variados y complejos. Una nueva criminalidad que involucra nuevos delitos, nuevas técnicas, mayor capacidad de fuego, tecnología, inteligencia y capacidad de corromper funcionarios públicos. Una apología “cultural” al crimen y la delincuencia que ha influenciado fuertemente en segmentos juveniles de todos los estratos sociales.
El crimen extranjero, importado a través de oleadas migratorias, ha traído nuevos desafíos. Nuestras instituciones del Estado languidecen, como efecto de sus caídas en reputación y legitimidad, mientras que un sistema procesal penal desfasado observa pasivamente el desfile de la delincuencia.
La política, en vez de buscar soluciones, parece más interesada en sacar provecho electoral de esta crisis, ofreciendo promesas huecas y discursos populistas. Expertos de ocasión inundan los medios de comunicación con opiniones superficiales y fórmulas mágicas, mientras que el rigor académico se relega a un segundo plano, privando al país de un diagnóstico profundo y de soluciones sustentables.
La ausencia de un diagnóstico consensuado sobre la criminalidad y la deplorable instrumentalización política de la inseguridad ciudadana nos encaminan hacia una realidad más tortuosa. En esta coyuntura, pueden emerger líderes populistas que seducen con la promesa de una seguridad robusta a cambio de sacrificar libertades esenciales, una transacción peligrosamente atractiva pero engañosamente simplista.
Como bien señala el analista Douglas Farah, “estamos siendo testigos de cómo se afianza en América Latina un modelo de poder autoritario que se nutre y se alía con organizaciones criminales para consolidar su estatus. Esta simbiosis entre la corrupción sistémica y los intereses ilícitos, junto con el incremento de los conflictos armados, está desgastando las bases de la gobernanza democrática, abonando el terreno para un populismo autoritario que amenaza con reconfigurar el equilibrio entre seguridad y libertad”.
La crisis migratoria, convertida en un conflicto ideológico, carece de un discurso coherente que denuncie a las organizaciones criminales que lucran con la desesperación humana. España, Italia y Estados Unidos podrían ofrecer lecciones valiosas en este ámbito, pero solo si estamos dispuestos a escuchar.
La delincuencia en Chile ya no se limita a actos aislados. Se está estructurando en redes complejas, con capacidad de influir y controlar territorios, desafiando abiertamente la ley.
La respuesta del Estado debe ser multidimensional y basada en un conocimiento profundo del terreno que se está perdiendo. Es imperativo mirar más allá de nuestras fronteras, aprender de aquellos que han enfrentado y superado crisis similares. La propuesta del Fiscal Nacional de una cárcel especial para crimen organizado puede ser un paso, pero debe ser cuidadosamente considerada y basada en un aprendizaje de experiencias internacionales.
La cárcel ya no es un lugar de disuasión para la criminalidad emergente en Chile; por el contrario, es una pieza angular en su macabra estrategia.
Los criminales que enfrentamos vienen de realidades donde la privación de libertad no atemoriza, sino que se transforma en una oportunidad de negocio y poder. Han aprendido a transformar las prisiones en centros neurálgicos desde donde orquestan sus operaciones ilegales, ejerciendo un dominio que se extiende más allá de sus muros.
No solo dirigen actividades delictivas en el exterior, sino que también operan redes extorsivas dentro de las mismas, victimizando a internos y a sus familias en un ciclo de violencia y coerción que se autoalimenta.
Este es el nuevo rostro de la delincuencia en Chile: una entidad organizada y violenta, cuyas redes complejas desafían la autoridad estatal, controlan territorios y diversifican sus actividades delictivas con una audacia y adaptabilidad perturbadoras.
La proliferación de drogas, medicamentos falsificados, extorsiones, sicariato y secuestros son solo la superficie visible de un entramado mucho más oscuro y profundo. Nos encontramos al umbral de un nuevo paradigma de criminalidad, uno que comprende y explota los intersticios de nuestro sistema penal para su beneficio.
La academia chilena puede ser clave en definir políticas públicas ante la inseguridad, pero depende de nuestra disposición a escuchar sus hallazgos basados en datos. Es esencial evaluar cómo ha evolucionado la criminalidad para enfrentarla efectivamente. Un consenso sobre este diagnóstico, alejado de la política partidista, es urgente; de lo contrario, la oportunidad de hacer algo podría esfumarse. No hay soluciones mágicas, pero el esfuerzo y la claridad del análisis serán nuestro legado frente a la criminalidad actual.
El tiempo no espera, y como escribió Goethe, sería insensato desperdiciarlo. El desafío está ante nosotros: actuar con sabiduría y decisión. Chile está contra el tiempo, pero aún podemos adelantarnos al crimen que evoluciona ante nuestros ojos. La historia recordará no solo la gravedad del diagnóstico, sino la valentía y eficacia de nuestras respuestas.