En términos ideales, las constituciones debieran ser el reflejo de un pacto social, un instrumento jurídico para establecer los márgenes de la convivencia política que los integrantes de una sociedad acuerdan libremente.
En determinadas circunstancias, las constituciones pueden perfilarse como el camino de solución a profundas crisis sociales y rupturas democráticas, dibujando en el horizonte nuevas posibilidades respecto de la tradición política que desembocó en dichas crisis.
Tanto las constituciones europeas redactadas en la segunda posguerra, como algunas latinoamericanas que siguen a los períodos dictatoriales, son un buen ejemplo de ello, donde el pacto social da cuenta de un compromiso democratizador.
Sin embargo, hay un elemento indispensable para que exista un pacto social. No basta con que la clase política acuerde, por ejemplo, algunas reglas para la provisión de derechos sociales. La primera cuestión por despejar es quiénes concurren a dicho pacto social; qué sujetos políticos lo construyen y, especialmente, lo sostienen en el futuro.
En algún momento del siglo XX europeo, dicho acuerdo fue suscrito entre las patronales y los sindicatos, dando paso al Estado social y democrático de Derecho. Las otroras fuertes organizaciones sindicales fueron un buen contrapeso político en el régimen capitalista, hasta que su asociatividad se debilitó progresivamente y el capitalismo fue mutando hacia una dimensión más salvaje, la neoliberal.
El equilibrio entre ambos sujetos políticos se terminó y, con ello, se debilitó progresivamente la estabilidad del pacto social que habían suscrito.
Ausencia de un pacto social, crisis de legitimidad y confianza
En Chile, una de las razones que explican la dificultad para contar con una nueva Constitución radica, a mi juicio, tanto en la inexistencia de un pacto social que sostenga el equilibrio de las relaciones de poder de la sociedad, como en la dificultad de identificar los sujetos políticos que podrían concurrir para darle viabilidad. En otras palabras, en el Chile del siglo XXI, ¿qué sujetos políticos pueden concurrir a un nuevo pacto social y sostener su equilibrio en el futuro?
Para poder llevar adelante este desafío, es necesario que exista el debido reconocimiento del otro como un sujeto político legítimo, que se encuentra en condiciones de sentarse a la mesa de igual a igual.
A partir de la experiencia de los últimos intentos por redactar una nueva Constitución, tengo la impresión de que hay, al menos, dos factores que han dificultado este reconocimiento: la crisis de legitimidad y confianza en las instituciones políticas, por un lado, y la concentración del poder político y económico, por el otro.
Todo pacto social requiere de un mínimo de confianza en la palabra empeñada, así como de una razonable disposición a compartir los espacios de poder y aceptar una distribución más equitativa de la riqueza que el país genera con el trabajo de todas y todos. Cualquier pacto social se vuelve inviable sin estos dos factores.
Sin embargo, los representantes del gran empresariado mantienen su lugar de privilegio, ahora sentados en una mesa donde parece no haber nadie más. Esta acumulación de poder es una debilidad para nuestra convivencia democrática, no sólo por las posibilidades de corrupción y abuso de poder que representa, sino por la imposibilidad de construir soluciones estables a los asuntos sociales –tales como seguridad, migración, salud, educación o pensiones.
Concentración de poder y privilegios
Los diseños legislativos y de política pública que se han evaluado en los últimos gobiernos son a tal punto diferentes, que llegan a ser contradictorios. Las propuestas de nueva Constitución de 2018, 2022 y 2023 son un reflejo de esta debilidad, pues ha faltado fuerza política y coherencia ideológica para sostener soluciones estables en el tiempo; con una dinámica política de suma cero, perdemos todos.
La estabilidad política y social que demanda el país para su desarrollo económico y social, para la seguridad de la población, para proteger sus derechos más básicos como salud y educación, requiere un pacto social que garantice equidad y justicia social para todos sus habitantes.
Un pacto que se sustente en el equilibrio en las relaciones de poder de la sociedad y no en la acumulación en favor de unos pocos privilegiados, cuestión que pasa por el reconocimiento de aquella otredad que ha sido negada, cuyas voces han sido postergadas a pesar de estar desplegadas en distintos ámbitos de la sociedad: sindicatos, organizaciones barriales y territoriales, pueblos originarios, movimientos sociales y sus distintas reivindicaciones, entre otros. Para construir este equilibro, es clave avanzar de forma decidida en el fortalecimiento de la asociatividad y organización social.
Lamentablemente, la propuesta constitucional de 2023 es un obstáculo para la construcción de estos equilibrios políticos en la sociedad, porque no da cuenta de bases de convivencia social que reconozcamos como comunes y porque, además, refuerza la posición de privilegio de quienes hoy concentran el poder político y económico. Sólo cuando tengamos un acuerdo básico sobre los mínimos comunes que componen nuestro pacto social, podremos construir el diseño institucional que garantice su viabilidad y estabilidad.