Por segunda vez consecutiva mi sentimiento hacia la propuesta de nueva constitución es de frustración y enojo por la oportunidad perdida. Porque esperaba tres cosas que definitivamente no ocurrieron.

El consenso

La primera, que el texto reflejara un acuerdo de los principales actores de oposición y de gobierno, de manera que hicieran posible vencer la desconfianza fundada de la ciudadanía en su clase política, demostrando disposición y capacidad para concordar las reglas del juego y condiciones de gobernabilidad de nuestra democracia. En un artículo anterior describí la corresponsabilidad de los radicalismos de izquierda y derecha en la frustración de esta expectativa mayoritaria, que permitiera cerrar exitosamente el proceso constituyente que se habrá prolongado durante cuatro años.

Una Constitución, no un programa político

La segunda, que nadie cediera nuevamente a la tentación de imponer en el proceso constituyente parte de su programa político, entendiendo que la constitución es justamente la fijación del marco duradero en el cual han de competir los programas y políticas públicas de los diversos sectores en sucesivas elecciones presidenciales y parlamentarias.

Republicanos -con la colaboración entusiasta de algunos y pasiva de otros en Chile Vamos- decidió marcar con su sello programático algunas materias relevantes, como los impuestos, la educación, la salud, la previsión y el derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo. Además de introducir a lo largo del texto un tinte moralista conservador para protegerse de una supuesta conspiración internacional del progresismo que estaría contenida en la Agenda 2030 de Naciones Unidas.

Constitución
Agencia UNO

En materia de tributos, además de la regresiva exención del pago de contribuciones que se propone, se daña severamente la recaudación fiscal proveniente del impuesto a la renta, del cual está exento más del 75% de los chilenos y, de los que pagan, la gran mayoría está en el tramo que tributa 4% de sus ingresos.

El texto constitucional propuesto establece que “los gastos necesarios para la vida, cuidado o desarrollo de la persona y su familia se considerarán deducibles”, medida que, de aplicarse, llevaría al mínimo el porcentaje de personas que tributarían y la recaudación por impuesto a la renta, que hoy representa en torno a un tercio del total.

Este verdadero Exocet al sistema tributario nos haría retroceder significativamente en la difícil tarea de reducir la desigualdad de ingresos. Convengamos que no es razonable meter los impuestos en la constitución, y menos provocar por esa vía una reducción de los ingresos fiscales para la protección social, en flagrante contradicción con la multiplicación del catálogo de derechos garantizados que este mismo texto consagra.

En materia de pensiones, no hay ninguna mención a la existencia de algún componente solidario, afirmándose la heredabilidad y destino completamente individual de las cotizaciones y, aunque no se especifica aquella con cargo al empleador, todos sabemos que, independientemente de quien entere esas cotizaciones, son cargadas al costo del trabajador y su salario, por lo que podría objetarse constitucionalmente cualquier mejora de las pensiones actuales proveniente de algún componente solidario por parte de los activos, o alguna igualación de las diferencias de género que hoy día existen.

El proyecto que aprobamos en la Cámara de Diputados en el gobierno de Sebastián Piñera perfectamente podría ser declarado inconstitucional, pues contemplaba la división en dos mitades -una para solidaridad y otra para la capitalización individual- de la cotización adicional y, también, la exclusividad en su administración por parte de un organismo público tipo Banco Central. Se puede estar en desacuerdo con una política pública como la descrita, pero constituye un completo exceso restringir su posibilidad de aplicación por la vía de la Constitución Política.

En materia de educación, el texto “garantiza a toda persona la elección del establecimiento educacional de su preferencia”, lo que sabemos es una promesa imposible de cumplir y podría abrir una ventana de judicialización muy peligrosa, como ocurre también con otras promesas constitucionales insuficientemente contextualizadas. Y, aunque parezca un despropósito, pues no es un tema constitucional sino de política pública, se establece en el texto el porcentaje máximo del total de horas lectivas (50%) que puede imponer el Estado como currículo obligatorio a un establecimiento educacional.

También consagra el derecho de los padres “a enseñarles por sí mismos”, relativizando así el avance civilizatorio que representaron la obligatoriedad de la enseñanza básico, primero, y hace pocos años, de la secundaria. Esto conversa, además, con el hecho que este texto considera como “niños” a toda persona hasta los 18 años, sin ninguna referencia a la autonomía progresiva.

En salud, también queda restringida toda posibilidad de seguir el camino de un estado de bienestar, entregándole a un organismo del Estado los recursos para que asegure un plan básico de salud y las políticas de prevención indispensables. Al establecer taxativamente que cada persona podrá elegir si destinar toda su cotización para salud a un organismo privado o público, se está tomando una decisión programática que habría de debatirse pudiendo variar según las circunstancias y la evaluación técnica y ciudadana del funcionamiento del sistema.

En materia del derecho de la mujer a optar por interrumpir un embarazo, el Partido Republicano no sumó los 3/5 requeridos para su intento de definir como “persona” a todo ser humano, declarando de paso que buscarían derogar luego en el Congreso la Ley de Aborto aprobada en 2017.

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Como sucedáneo, propuso luego, y con éxito porque Chile Vamos se alineó detrás de su propuesta, modificar el fraseo de la protección del “que” por el “quien” está por nacer. Aunque hay un debate entre los expertos en derecho constitucional respecto de las consecuencias del cambio, es evidente que su propósito es clausurar toda discusión futura respecto del aborto y generar un contexto constitucional algo más favorable a su propósito declarado de intentar revertir la ley de aborto en tres causales.

Oportunidad perdida

La tercera decepción tiene que ver con haber desaprovechado la oportunidad preciosa que brindaba este proceso para reformar en profundidad el sistema político de manera de reducir drásticamente la fragmentación actual y generar incentivos para una mejor gobernabilidad.

La principal medida contenida en la propuesta de nueva constitución consiste en evitar que ingrese al Congreso un candidato que fue electo por la gente -puede incluso ser primera mayoría en su distrito o región- si su partido no logra superar el 5% de la votación nacional. Sería reemplazado por la candidatura de otro partido de la misma lista en el caso de ser parte de un pacto electoral, o de otra lista en la eventualidad de que el partido no concurra con otras formaciones políticas en una lista.

Esta medida es aplicada en algunos países, pero principalmente allí donde los electores no votan por personas sino por partidos. Chile tiene una larga tradición en la que se marca preferencia por una persona y la gente reaccionará muy negativamente al ver que la persona elegida como su representante es reemplazada por otra que obtuvo menor votación y, eventualmente, podría representar ideas completamente diferentes a las de quien prefirieron los votantes.

Resulta completamente incomprensible que, en lugar de esta medida tan contracultural, no se haya restablecido la prohibición de pactos electorales entre partidos para las elecciones parlamentarias, medida que, sin alterar la voluntad expresada por los electores en las urnas, evitó la fragmentación durante más de dos décadas en la antigua república.

En 1969 teníamos un sistema proporcional con tamaño de distritos mucho mayor (de 1 a 18 escaños) y, sin embargo, solo resultaron electos diputados de 5 grandes partidos: Nacional, Democracia Cristiana, Radical, Socialista y Comunista. Ello, porque la prohibición de pactos obligaba a converger en grandes formaciones políticas y desalentaba las divisiones de los partidos.

Hoy los incentivos están puestos para la multiplicación de partidos que pueden sobrevivir eligiendo uno o un puñado de parlamentarios al participar de un pacto que subsidia su existencia, aunque carezcan completamente de correlato en la sociedad y muchas veces respondan a los intereses personales de sus líderes. Lo único que explica esto es justamente la resistencia de muchos caudillos partidarios, que prefieren ser cabeza de ratón en lugar de cola de león.

Además, como saben que la medida será impopular, fue licuada por el Consejo Constitucional a través de artículos transitorios que rebajaron el umbral a 4% y establecieron la posibilidad de una fusión administrativa express hasta 15 días después de la elección entre partidos del mismo pacto que no logren el umbral por sí solos, pero sí sumados, o bien de fusionarse con un partido más grande del mismo pacto que sí superó el umbral exigido.

Disminuyen de 155 a 138 los diputados sin ninguna racionalidad, sólo como un alpiste para la galería, aprovechándose de la impopularidad de la Cámara. Pero 17 escaños menos son completamente irrelevantes, salvo que podrá producirse mayor desigualdad en el valor del voto según donde se emite, puesto que se propone un mínimo de dos y un máximo de seis diputados por distrito.

Como el criterio principal es la igualdad del voto, la consecuencia evidente es que las regiones perderán representación política, particularmente las menos pobladas, y aumentará la gravitación de la Región Metropolitana. En la democracia previa a 1973, había 150 diputados para un país cuya población era de 10 millones, cómo no va a ser razonable un número de 155 escaños, ahora que la población es casi el doble.

Teníamos esperanza de que los expertos y los consejeros actuaran con libertad sin considerar los intereses corporativos de los partidos, de sus líderes, sus ediles y congresistas. Nos equivocamos.

Por cálculos mezquinos, el Consejo eliminó de la propuesta de los expertos la saludable decisión de trasladar la elección parlamentaria a la Segunda Vuelta presidencial, de manera de favorecer la constitución de mayorías que permita a los gobiernos mejores posibilidades de llevar adelante los programas comprometidos con la ciudadanía.

Tampoco se hace ninguna exigencia mayor para asegurar la tan necesaria democracia interna de los partidos políticos, como pudo haber sido el establecimiento de primarias obligatorias para todos los cargos de elección popular. Ni siquiera está planteada cuando se trata del reemplazo de un congresista.

Y los intereses corporativos metieron su cola cuando se modifica el límite a la reelección tratándose de los alcaldes, a quienes se les brinda en el texto la posibilidad de itinerancia eterna, pudiendo trasladarse a competir a otra comuna luego de haber completado 12 años en la suya.

Perdió también la oportunidad de corregir el sinsentido de que, para interpelar a una autoridad ministerial se requiere la solicitud de un tercio de la Cámara de Diputados, pero para presentar la acción de fiscalización más severa, que es la Acusación Constitucional, se exige sólo diez firmas, que el texto propuesto eleva a quince.

Las acusaciones constitucionales se banalizaron por esto. Porque basta un puñado de parlamentarios para presentarlas, y aunque antes de ingresarlas tengan muy poco respaldo, terminan habitualmente produciendo una alineación casi sin grietas entre oficialistas que las rechazan y opositores que las respaldan.

Conscientes de que el problema actual no es sólo la multiplicación de partidos políticos, sino la individualización del comportamiento parlamentario, los expertos habían propuesto que la expulsión de un congresista de su partido conllevara la pérdida del escaño, obviamente con causales y procedimientos definidos para evitar abusos de poder. Pero el Consejo dejó como causal de pérdida del escaño sólo la renuncia voluntaria al partido, medida perfectamente inútil, pues nadie tomará esa decisión si tiene esa consecuencia, esperando la expulsión, pues ésta le permitirá continuar ejerciendo el cargo parlamentario.

Nada se sugiere tampoco respecto del reforzamiento del comportamiento colectivo de los parlamentarios, pudiendo haber definido, como ocurre en casi todos los parlamentos con sistema proporcional, que la mayor parte de los recursos destinados a potenciar la labor parlamentaria se orienta preferentemente a las bancadas y no, como ocurre aquí, a cada uno de los diputados.

No quiero aburrirlos con más detalles, pero insisto: si de verdad se quería reducir radicalmente la fragmentación actual, había que prohibir los pactos electorales para las elecciones parlamentarias. Sin dilación.

Porque no logró el propósito de unirnos, porque los Republicanos aprovecharon su inesperada votación de mayo pasado para meter parte de su programa político en la constitución y porque los cambios al sistema político son completamente insuficientes para reformarlo de veras, mi opinión es que este segundo intento constituyente ya fracasó, antes incluso de la votación del 17 de diciembre e independientemente de su resultado.

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