Confieso que cuando el nuncio apostólico llamó para contarme que el Papa Francisco me había nombrado Arzobispo de Santiago, quedé mudo. Después le dije que sí y me pidió que redactara una carta a mano aceptando. La escribí rápido porque prácticamente todo su contenido salió del alma.
Después reaccioné a lo que estaba enfrentando y medí las consecuencias: irme de Concepción donde estuve 12 años y medio, donde conocí a gente maravillosa, donde muchos escucharon hablar de Dios y su Evangelio y donde tantas personas encontraron en la Iglesia un hombro donde llorar sus penas y santificar sus vidas. Les escribí una carta. Les dije que me daba pena irme. Pero también le envié una carta a los feligreses de Santiago diciéndoles que iba con esperanza. ¡Así es la vida!
Terminé amando Concepción, sus calles, su gente y sus dramas. En Concepción si no es un terremoto, es un tsunami. Si no es un tsunami es un incendio, si no es incendio son inundaciones. Siempre pasa algo, un camino cortado, una protesta, siempre. Así es Concepción y su gente lo sabe. Pero también saben resolver sus problemas: los templos se levantan a punta de bingo y completadas. Vuelven así una y otra vez a comenzar.
Concepción no se amilana. En la pandemia quedó más que demostrado. La Iglesia de Concepción tuvo en un momento 60 comedores funcionando: el que llegaba, llegaba. La consigna fue que a nadie le faltara un plato de comida y mucho cariño. Ante las limitantes de la presencialidad, las comunidades se las ingeniaron para transmitir online. Eso fue esperanzador y muy lindo.
Concepción ha cambiado. En este tiempo he visto construirse varios centros comerciales, pero también caer una veintena de empresas. Eso ha sido triste. Las personas sientes cariño y aprecio por esas fábricas donde trabajaron sus abuelos y sus padres, y que en algún momento ayudaron a crear identidad. Ahora todo es más frío, dicen. Esa nostalgia penquista se percibe en cada rincón.
Concepción además es inspiración. Cuando llegué descubrí la belleza de Lota, Tomé, Lirquén, los bosques, las praderas y el mar. Estos paisajes me motivaron a tomar una cámara y montar una exposición fotográfica que se llamó “Dios anda por estos lados, yo lo he visto”. Convertimos los pasillos del penal “El Manzano” en una sala de exposiciones y acompañamos la inauguración de la muestra con un coro. Fue maravilloso. Siempre he pensado que estar privado de libertad no significa estar privado de cultura, de afecto, de belleza. Pienso que los internos lo agradecieron. Ahora estamos haciendo un taller de costura de muy buen nivel para que trabajen las mujeres. Va viento en popa. Todas estas experiencias nos permiten reflexionar sobre la realidad carcelaria en el país y lo poco que se conoce. Nadie está libre de caer en ella.
Concepción invita a atreverse. Tuvimos un bus durante tres años en la plaza dando comida, dando amor, prestando duchas y camas limpias. Qué tiempos aquellos. La pandemia nos obligó a cerrar el albergue móvil. Muchos de quienes asistían a diario me han preguntado ¿cuándo vuelve la micro? Porque la echan de menos. Siempre me impresionó la alegría del que nada tiene. Hoy, en el albergue vive una familia de migrantes que necesitaban techo en momentos difíciles. Son muchas las necesidades.
No sé si este tipo de iniciativas las podré hacer en Santiago. No lo sé. Es todo más grande, más impersonal. Pero allí estaré.
Los recuerdos de esta ciudad son como un andamio que me sostendrá en medio de las dificultades y siempre me levantaré, tal como lo hacen en Concepción. Habrá personas, seguiré rezando, seguiré predicando la palabra de Dios y algo se me ocurrirá para poder mostrar el rostro de Dios a través del arte y la belleza como me sugirió Concepción. Los echaré de menos. Pero me voy, así lo exige el voto de obediencia que hice hace 32 años.