La justicia social, en vez de acercarse, se aleja en el tiempo y pareciera estar más bien destinada a tener expresiones cada vez peores, en la medida que los cambios institucionales de la nueva Constitución que está saliendo del actual proceso, marca retrocesos fundamentales que sólo empeorarán los problemas que vive la sociedad chilena y el país.
Desde pequeña escuché que en Chile se hacían las cosas “a la chilena”. No sabía mucho de lo que se trataba. Al parecer, todo se podía comprender o aceptar a partir de esta premisa indiscutida. Se podían entender así tanto los fracasos como los éxitos.
¿Qué significa en realidad eso de hacer las cosas “a la chilena”? ¿Hacerlas a medias? ¿No culminarlas? ¿Es así como tendríamos que entender el Estallido Social también? ¿Un proceso que quedó a medias? Porque todo nos está diciendo que pareciera ser así.
A cuatro años del estallido social ya ni se menciona, ni siquiera como ritualidad en la política contingente. El “susto del milenio” que pasaron los empresarios y la élite política parece que nunca existió. Pareciera como si sólo hubiera sido una “pataleta” de la sociedad chilena, que después simplemente hay que olvidar como un mal momento.
Todo lo que se recuerda en torno al Estallido se refiere a la violencia que se dio en aquellos días, como si eso fuera el centro de tan significativo fenómeno social y político. En Chile, cada vez que hay alguna forma de manifestación de descontento social y de movilizaciones que lo expresan, algunos medios de comunicación de la oligarquía económica y la elite política centran todo en las expresiones de violencia que inevitablemente se presentan por parte de grupos minoritarios, aquí y en todas partes del mundo. Esa es la mejor manera de encubrir esos malestares y, en definitiva, desconocerlos, sin tomar decisiones respecto a sus causas.
Sin embargo, el sentir de la ciudadanía parece ir en un sentido contrario. Por ejemplo, en la encuesta de Pulso Ciudadano realizada a un año del Estallido Social, un 61,7% de la población consideraba que el Estallido había sido positivo para Chile, mientras un 26,3%, lo consideraba negativo.
Quienes lo consideraban positivo señalaban que “la ciudadanía ahora es más escuchada (55,7%)” y también que ahora se abría “la posibilidad de realizar un plebiscito para el cambio constitucional (52,5%)” (Pulso Ciudadano, octubre 2020).
Esta percepción ciudadana fue, sin embargo, cambiando con el tiempo. Así, Criteria acaba de publicar una encuesta, donde un 55% de la ciudadanía ahora cree que el Estallido Social fue negativo, mientras que un 45% aun cree que fue positivo. (Criteria, octubre 2023).
El resultado no marca una contradicción sino el hecho de que en estos cuatro años no ha habido ningún cambio en la dirección de satisfacer alguna de las múltiples demandas levantadas por la ciudadanía en octubre de 2019. El resultado marca la desilusión, el desencanto y el cansancio de la gente, que ve que todos los costos que se pagaron como consecuencia del Estallido no han sido compensados por los anhelados cambios.
¿De qué cambios estamos hablando? ¿Acaso las personas en las calles de Chile en octubre de 2019 planteaban la necesidad de hacer una revolución?
No. Lo que planteaban era que no querían seguir siendo abusadas por un empresariado que se colude, engaña y expolia sus bolsillos cobrándoles un ojo de la cara por los medicamentos y que se colude por los pollos, el papel higiénico, etc.
Lo que la gente planteaba era que necesitaba que las pensiones fueran dignas, que la educación y la salud fueran de calidad, en suma, más justicia social. Lo dijeron en las calles y lo dijeron en los cerca de 2000 cabildos espontáneos en que expresaron su diagnóstico y sus ideas de cómo resolver los problemas del país que afectan sus vidas. Una tremenda energía democrática que sobrepasó a los partidos políticos y que demostró el civismo de chilenos y chilenas, que buscan por vías pacíficas y de diálogo encontrar soluciones a sus problemas.
Las demandas sociales levantadas durante el Estallido Social y que se venían arrastrando por aquí y por allá durante muchos años, se convirtieron en exigencias prioritarias. Sin embargo, después de 4 años no logran hasta hoy ser satisfechas, después de dos procesos constitucionales, uno ya fracasado y otro a punto de fracasar, mostrando la incompetencia generalizada de las elites políticas de todos los colores para efectivamente representar a quienes dicen representar.
Lo que está en riesgo es la democracia. Y, al parecer, las elites políticas no logran entenderlo. La profundidad de la crisis de las instituciones que la sustentan no está siendo considerada en su profundo y preocupante significado. La política se sigue haciendo como siempre, con rencillas estúpidas, con un cortoplacismo miope.
La falta de confianza en las instituciones
La crisis que vive el país y que explotó en octubre de 2019 se venía planteando desde hace muchos años. En 1998 el Informe de Desarrollo Humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, entregó una descarnada radiografía de la sociedad chilena, que impactó al país.
El informe, basado en encuestas y grupos focales, describe la sociedad chilena como caracterizada por una multiplicidad de insatisfacciones y malestares que la gente expresaba, a pesar del acelerado crecimiento económico que se vivía.
Tomás Moulian, en 1997, en su libro Chile Anatomía de un Mito, desnuda aquel modelo aparentemente exitoso, lo que se ve ratificado en los 2013 por Alberto Mayol en su obra El derrumbe del modelo, y da cuenta de lo que hoy estamos viviendo. Aparte de estas constataciones académicas, numerosos hechos a través de los años han venido mostrando los múltiples lados oscuros y consecuencias negativas de un modelo económico que ha mostrado crecimiento económico, pero al costo de profundizar las desigualdades sociales y regionales, además de concentrar cada vez más la riqueza socialmente producida. Todo ello enmarcado en un régimen político originalmente creado para constitucionalizar una dictadura militar y encadenar al país a un determinado modelo económico y político que privilegia a los poderes oligárquicos y subordina a la democracia a sus intereses.
Todo esto acompañado por lo que se ha transformado en una generalizada crisis institucional y de pérdida de credibilidad ciudadana en las mismas.
La corrupción develada en las Fuerzas Armadas y Carabineros y el involucramiento de estos últimos nuevamente en graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos ocurridas con ocasión de la represión a los manifestantes durante el Estallido Social de 2019, y que llevó el reconocimiento ciudadano de un 57% en 2015 a un 17% en 2019.
Junto con las instituciones armadas, la corrupción y el descrédito ha recaído también en instituciones como la Iglesia Católica, que tanto poder llegó a ejercer sobre ministerios y políticas públicas, pero que ahora viene sufriendo la larga agonía de su debacle moral precisamente en torno a aquellos temas donde tanto trató de imponernos su visión sesgada, patriarcal y culposa, respecto a los temas de la reproducción y la sexualidad de las personas.
Asimismo, algunas de las más importantes iglesias evangélicas se han visto también impactadas por notables casos se corrupción de algunos de sus pastores. La encuesta CEP señala que la confianza en las iglesias y otras instituciones religiosas cae de un 51% en 2008 a un 13% en el año 2018.
El discurso conservador de las iglesias respecto a la defensa por la vida, la moral y las buenas costumbres comienza a flaquear y perder credibilidad por develarse que sus jerarquías se han dedicado por décadas no sólo a esconder esas violaciones sino a encubrir y a defender a los violadores, sin absolutamente ningún respeto ni sensibilidad por los abusados, por aquellos a quienes destruyeron sus vidas.
Últimos en la escala de la credibilidad y confianza ciudadana se encuentran los partidos políticos, que caen hasta en el ridículo tratando de arrancar de sus velorios.
Datos entregados por el SERVEL, señalan que al 31 de julio de 2023, de un total de 15.150.572 personas habilitadas para sufragar, sólo militan 436.912 personas. Es decir, los afiliados a partidos representan apenas el 2,88% de los electores, la nada misma. Y, así y todo, con una frescura increíble, se siguen arrogando la representación de los más de 18 millones de habitantes de nuestro país.
No obstante, es preciso reconocer que tan bajo porcentaje de militancia no es una excepción a nivel mundial. Es decir, tal minoría militante podría ser representativa de los diferentes sectores de la sociedad chilena, si contasen con la legitimidad y respeto de la ciudadanía por saber representar y ser consecuentes con sus problemas e intereses, pero en ninguna encuesta logran superar el 5% de valoración positiva, porque no están ni han estado a la altura de contribuir realmente a la solución de los problemas de la gente, que es lo mínimo que se espera de ellos.
Y, así y todo, con todo desparpajo, se arrogaron la tarea de diseñar y llevar adelante un segundo proceso constituyente, pese a que la misma ciudadanía les había dicho en octubre de 2020, fuerte y claro, que nos los quería allí.
También las organizaciones populares o de la sociedad civil vienen mostrando no sólo altos niveles de fragmentación sino también elementos de descomposición política y ética que, al parecer, es un sello que acompaña al neoliberalismo como cultura, que todo lo penetra y todo lo subordina al lucro personal, a la ambición, al poder, al interés ultra individualista.
El neoliberalismo, con sus valores individualistas al extremo, con la libertad entendida como la subordinación de todo y todos a mis intereses personales, ha permeado a las organizaciones y a las personas. De tal forma que, como resultado, no se cuenta con organizaciones sociales potentes, que logren poner sobre la mesa de manera contundente sus demandas y exigencias de más justicia social y más democracia en todas las esferas de la vida social, y terminan por enfrascarse en peleas menores de liderazgos individuales.
Sin embargo, no habrá movilización social alguna, por grande y masiva que sea, que vaya a lograr que las elites del poder finalmente escuchen, si no se aglutina en torno a organizaciones sociales ampliamente convocantes, con claras propuestas políticas que involucren una definitiva redistribución del poder en la sociedad chilena y con claros liderazgos.
Un proceso constituyente fallido
Finalmente, el proceso constituyente que surgió el 15 de noviembre de 2019 como camino de resolución institucional a la profunda crisis que se expresó en el Estallido Social de hace cuatro años y a las demandas que lo sustentaron, parece caminar hacia su inexorable fracaso.
Las elites políticas conservadoras de la derecha y de la ex Concertación se movilizaron con todo para hacer fracasar el primer proceso constituyente desde su primer día, esencialmente porque provenía de genuinos representantes de las chilenas y chilenos comunes y corrientes, no de la elite, no de los partidos y su burbuja.
Lograron tener éxito después de una millonaria y masiva campaña de desinformación, engaños, falsas noticias, con el plebiscito del 4 de septiembre de 2022. Después de tal logro de las elites conservadoras, los partidos políticos, a través de sus parlamentarios, pasaron a apropiarse de la tarea constituyente.
Se montó así un proceso democráticamente fraudulento para elaborar unan nueva propuesta constitucional con expertos designados por las Comisiones Políticas de los partidos y con la elección casi a dedo de un grupo de miembros de un Consejo Constituyente, donde la mayoría de sus representantes elegidos provienen de la derecha, incluso la más extrema, como era previsible.
El resultado está siendo también previsible: se está llegando a un texto constitucional peor que el vigente, donde están quedando plasmados retrocesos en temas fundamentales y por los cuales Chile se había destacado.
En materia sindical, respecto a negociación colectiva y huelga; paridad de género, de medio ambiente, de derechos humanos de los migrantes, de derechos reproductivos y sexuales, llevando a norma constitucional la aberrante objeción de conciencia institucional, así como transformando en inamovible el actual sistema de AFP e ISAPRES que millones de chilenas y chilenos han rechazado, favoreciendo una vez más a los inversionistas privados por sobre el interés de los afiliados.
Por eso no es extraño que el 53% de las personas entrevistadas en la encuesta CADEM del 15 de octubre recién pasado, creen que el actual proceso constitucional sólo ha exacerbado la polarización y el conflicto en Chile; el 40% lo ve como lejano o no le interesa; y, el 36% piensa que votar en contra es votar en contra de todos los políticos.
Tales resultados desmentirían que el electorado del país se habría movido desde la centroizquierda (plebiscito 80/20 de octubre de 2020) a la derecha (plebiscito 38/62 de septiembre de 2022) y dirían, más bien, que lo que se votó el 4 de septiembre de 2022 respondería a una multiplicidad de razones, que nada tienen que ver con el alineamiento entre izquierdas y derechas.
Pero, ante el desconcierto y paralogización de la centroizquierda, la derecha sí tuvo la habilidad de hacerse aparecer como la triunfadora, actuando de esa forma hasta el punto de que sus sectores más extremos se vieron inflados, como fue el caso con los republicanos, que ni siquiera querían una nueva constitución.
Y la comedia constitucional continúa y no sería de extrañar que la nueva propuesta constitucional sea también rechazada. A estas alturas, el “cansancio constitucional” de la gente, que ve que no se ha avanzado en la solución ni siquiera parcial de ninguno de sus problemas, parece ir predominando.
Y mientras tanto… Y mientras tanto la política sigue en su mismo juego eterno de la élite, en su propia burbuja, como si las demandas y aspiraciones de justicia social levantadas por la gente con ocasión del Estallido Social hubiesen desaparecido o hubiesen sido resueltas, en circunstancias que la situación del país de hecho ha empeorado.
Las consecuencias colaterales del Estallido, los efectos de la pandemia del Covid 19 y de la consecuente inflación mundial, y la indefinición institucional en que nos tiene el prolongado proceso constituyente, se han traducido en un estancamiento de la inversión y del crecimiento; en desempleo con altas tasas y que tiene su principal impacto en la industria de la construcción donde han comenzado a quebrar importantes empresas constructoras; en estrecheces que miles de familias parecían haber ido dejando atrás, a lo que se suman crecientes casos de corrupción a nivel gubernamental nacional y regional, así como municipal. Siendo las mujeres las que presentan mayores niveles de cesantía en el país.
El Chile brillante del crecimiento económico ejemplar, de la aparente reducción de la pobreza, de la abundancia incluso para muchos, sigue estando cuestionado. El “modelo” ha demostrado sus fealdades ocultas por una “verdad oficial” transmitida por las elites hasta el cansancio y que aún tratan de mantener, contándole al mundo lo fantástico que somos y estamos, aunque nuestra realidad real muestre lo contrario.
El estancamiento y la inestabilidad del país seguirán estando presentes y, si por esas cosas de la vida en un par de años más terminara ganando el gobierno un candidato de extrema derecha, como parecería probable, el futuro será no es un muy luminoso. ¿Pesimismo? No. Cruda realidad.