No es casualidad que hayan desaparecido en casi todas las latitudes esos espacios de tiempo de gracia para los gobernantes amorosamente bautizados como luna de miel. Tampoco lo es que, independientemente de su punto de partida, la caída de su adhesión es infinitamente más vertiginosa que antaño. Es que gobernar en los tiempos presentes tiene niveles inéditos de complejidad.
En primer lugar, porque la sociedad es significativamente más compleja en su diversidad y fragmentación, y ya no se trata solamente de equilibrar la oposición entre capital y trabajo y burguesía vs proletariado, sino que debe desenvolverse en una trama compleja de múltiples ejes estructurantes, algunos tanto o más importantes que el que dominó la escena de manera incontrarrestable por más de un siglo.
Ahora los gobernantes deben lidiar con la tensión medioambiente/desarrollo, hombre/mujer, animal/humano, unidad nacional/pueblos originarios, avance tecnológico/empleo, entre muchas otras.
La complejidad proviene también de la globalización. Buena parte de lo que ocurre en la economía y la cultura nacional no tiene que ver exclusivamente con factores internos ni la orientación del gobierno, sino más bien de lo que ocurra en el campo global.
Factores como la desaceleración económica de China, el renacimiento de las reminiscencias imperiales de Rusia, el deterioro de la capacidad de acción unitaria de Europa o el regreso del proteccionismo estadounidense, pueden ser mucho más incidentes en la realidad de un país que la definición de sus propias políticas.
Quizás un factor decisivo en el incremento de la complejidad de gobernar ha sido la pérdida del monopolio de la información y de la formación de la opinión pública por parte de las élites políticas, económicas y culturales. Hasta hace pocas décadas, los gobiernos, un par de periódicos, un puñado de informativos televisivos, otro de dirigentes políticos, unos pocos gremios empresariales y otro tanto de trabajadores y profesionales, controlaban la agenda.
Hoy día los gobiernos y las élites en general desesperan frente al imposible desafío de controlar lo que se discute en la escena pública. Porque los productores de información se multiplicaron por cientos y los medios tradicionales, que antes eran esperados para saber qué había ocurrido y desde qué perspectiva había que mirarlo. Hoy día más bien esperan para informar el resultado de una batalla que libran en el campo virtual infinidad de actores de muy diversas características.
Hace sólo dos décadas, el anuncio del plan de recuperación económica de un gobierno que iniciaba su mandato, dominaba la agenda pública a lo menos un par de semanas, ahora desaparece de ésta al día siguiente de haberlo presentado.
Agreguemos a lo anterior el reino de las encuestas, que informan cotidianamente la acogida y respaldo a las decisiones gubernamentales y la simpatía o antipatía hacia los gobernantes, generando un fenómeno equivalente al del rating televisivo, alentando el inmediatismo y restringiendo la capacidad de emprender iniciativas cuyo impacto positivo no es inmediato.
La complejidad de gobernar hoy día es que siempre tus planes definidos están siendo derrotados por las urgencias, por lo que mantener el timón en la dirección previamente definida se ha convertido en una tarea titánica de todo gobierno, ahogado por la presión que generan acontecimientos globales que no controla, enredado por la fragmentada trama de grupos y tensiones sociales, debilitado en sus convicciones por encuestas desfavorables y acosado por redes sociales que hacen fracasar a diario toda su pretensión de controlar la agenda.
Si gobernar hoy en cualquier parte del mundo es mucho más complejo que antaño, hay particularidades de la situación chilena que lo hacen dramáticamente más difícil.
Primero, porque nunca había llegado a convertirse en presidente de Chile una persona con tan poco apoyo propio a su programa y su liderazgo.
Gabriel Boric arribó en segundo lugar con sólo 25,8% de los votos válidos, mucho menos incluso que Allende en 1970 y Piñera en 2018, cuando ambos acumularon, coincidentemente, 36,6% de los votos.
Como se sabe, en segunda vuelta no se trata de escoger tu preferencia, sino más bien de optar por aquel que te genera menor adversidad, y el 55,9% para Boric en segunda vuelta incorpora una votación que no es favorable a su programa ni a su liderazgo, sino más bien adversa al programa y al liderazgo de José Antonio Kast.
Esto explica que antes de finalizar el primer mes la adhesión al presidente ya era inferior al rechazo.
El segundo factor que explica la particular dificultad de este gobierno es la falta de consolidación de su coalición política.
El Frente Amplio no había terminado de madurar como actor político, Apruebo Dignidad se constituyó recién para las Primarias Presidenciales y la incorporación del Socialismo Democrático se materializó sólo al momento de conformar gobierno, luego de un largo historial de disputa orientada a su reemplazo en la escena política.
Hasta ahora, las coaliciones se constituían antes de llegar al poder, luego de experimentar triunfos y aprender de derrotas, habiendo desarrollado transversalidad interna más allá de las fronteras de los partidos, lo que permitió a todos los mandatarios constituir equipos leales a su conducción más que a sus partidos de origen.
La falta de cohesión política de las fuerzas de gobierno constituye sin duda una de sus debilidades principales, junto con la carencia de un equipo de gobierno alineado férreamente detrás del presidente y que actúe sobre sus partidos en lugar de velar por la influencia de éstos en el gobierno.
Pero la complejidad mayor no está en el bajo apoyo inicial ni en la inmadurez de su coalición política, sino en la distancia de sus prioridades y conceptos respecto del sentido común popular.
Todo presidente se ve desafiado por la presión simultánea de tener que gobernar para el conjunto del país y, al mismo tiempo, para la tribu que lo llevó al poder. Siempre hay una distancia entre las expectativas, demandas y prioridades valóricas y programáticas del sector político propio y las del pueblo en general, y en ocasiones los presidentes rompen con los suyos para asumir demandas mayoritarias, como ocurrió en el gobierno de Piñera con el matrimonio igualitario o la PGU, que contradecían el corpus ideológico de su sector político.
El problema para el presidente Boric y su gobierno es que la distancia entre las prioridades y enfoques programáticos de su coalición original, y las demandas mayoritarias del pueblo no tiene precedentes en su magnitud.
El plebiscito del 4 de septiembre dejó en evidencia el verdadero foso que los separa, cuando se propuso una visión futura de Chile que chocaba estrepitosamente con los deseos de la mayoría del país.
Éste es quizás el problema más complejo para el gobierno. Porque a estas alturas ya sabe que será juzgado por su capacidad para hacer retroceder la inseguridad ciudadana y recuperar el crecimiento, tareas que estaban muy lejos de sus preocupaciones y prioridades.
Entonces, cuando el gobierno se afana en responder a la demanda popular con una potente agenda de seguridad, se encuentra con la reticencia y en algunos casos derechamente con la oposición de los suyos.
La ley de usurpaciones es un buen ejemplo de esto, pero no es la primera vez ni será la última en que el gobierno se vea forzado a aparecer contrariando el sentido común mayoritario para no contrariar a los suyos.
A veces es posible encontrar un punto de equilibrio en que satisfaga parcialmente ambas demandas, pero en otras la concesión a la tribu lo indispone con el conjunto de la población de manera irreversible.
Ocurrió con los indultos, podría ocurrir con las “usurpaciones pacíficas”, concepto que responde a que no pocos de los suyos consideran las tomas como un derecho social que debe ser protegido en lugar de castigado, aunque detrás de algunas de ellas se esconda una industria lucrativa y que en general perjudiquen a los cientos de miles de familias que están en la fila esperando una solución habitacional del gobierno.
A estas alturas parece evidente que el éxito del gobierno del presidente Boric dependerá en buena medida de su capacidad para ejercer un liderazgo que convenza, y fuerce a romper con las amarras ideológicas de algunos de los suyos que le impiden sintonizar con las expectativas y demandas del pueblo al que aspira representar y conducir.