Resulta que el otro día, mirando Instagram, me apareció un sitio que vendía juguetes vintage y esquelas. Sí esquelas. De esas que se coleccionaban en los 80 y en los 90. Me pregunté para qué lo hacíamos, porque en realidad no recordaba haber escrito jamás una carta en una de ellas.
Y de pronto, un flashback: las esquelas las ocupaba para redactar cartas de cumpleaños a las amigas. Y aquí me quedé pensando en que no había nada más emocionante en las décadas previas a internet, que ser invitada a un cumpleaños. Hice pues, un viaje al pasado, al cual los invito cordialmente.
Estas fiestas, casi siempre, eran en la casa de la persona festejada. Allá llegábamos, siguiendo las coordenadas de la tarjeta de invitación, con nuestras mejores pintas, como señal de respeto.
Nos abrían las puertas de un hogar decorado con globos y serpentinas que probablemente la familia completa ayudó a colocar y que habían sido compradas en algún negocio local en pleno centro de la ciudad.
Después de entregar el regalo, despedirte de tu madre (que regresaba por ti más tarde) y jugar un rato, venía el momento más solemne del evento: sentarse en la mesa. De seguro, recuerdan el ritual de los sombreros con esos elásticos que ahorcaban, el plato de cartón colorinche lleno de dulces y esas cornetas insufribles que eran el placer de los más inquietos.
En la mesa, hablábamos y posábamos para fotos que veríamos 15 años más tarde, ya de adultos, recordando ese momento. Los padres del festejado y a veces los abuelos, entraban y salían de la cocina, con bebidas, pancitos, dulces y canapés hechos en casa.
Pero por sobre todos estos detalles llenos de cariño y dedicación absoluta, había un momento sublime en un cumpleaños del siglo pasado: la olla con chocolate caliente. No importaba si era invierno o verano, daba igual, porque ese brebaje hecho en casa y en un vaso de plástico era lo mejor que te podía pasar.
Cantar el tema más popular del planeta, el del cumpleaños, era el último momento de esta parte del ritual, y la canción no tenía repeticiones de la palabra “feliz”, cosa que no sé quién habrá inventado, pero ya está normalizado. Después, ir a la calle un rato, jugar a la escondida o ir a ver las barbies perfectamente ordenadas de la compañera. Y sí, también alguna vez jugué a la pelota.
Que cayeran dulces desde el cielo era un regalo divino. Una especie de maná para cualquier niño. La piñata era eso, una lluvia de felicidad, donde además se aprendía a ser solidarios. Los caramelos eran para todos (aunque no faltaban los que se aprovechaban de la situación, bueno, ya saben, nunca faltan). Por cierto, todo esto, musicalizado por un casette de Cachureos.
Tras abrir los regalos, un rato más de juego y te iban a buscar. Te despedías de toda la familia, agradecido por la cajita con sorpresa. Por la noche era difícil dormir después de tanta inyección de azúcar y adrenalina.
El año pasado, fui a una fiesta de cumpleaños de una niña que cumplía 9. Lo hice en calidad de tía de una de las invitadas. Todo era distinto al recuerdo que acabo de describir: era un local privado, nadie se sentaba en la mesa, la comida en realidad era para los papás, los juegos eran inflables y la situación era de 16:00 a 19:00. Al menos eso decía la tarjeta enviada al wp. La banda sonora de la fiesta, eran las canciones más escuchadas en TikTok. No es una crítica, mi sobrina lo pasó regio.
No sé si eso de que “todo tiempo pasado fue mejor”, sea cierto. El mundo se mueve y todo cambia. Y eso tiene sus cosas buenas. Además, evidentemente los niños siguen disfrutando de estas fiestas.
Pero creo que es importante retroceder a veces para reflexionar sobre esos detalles que en su momento no tuvieron gran valor, pero que hoy se guardan como tesoros preciosos en la memoria. Forman parte de nuestra historia, esa que está llena de Sábados Gigantes y Raffaella Carrá. Pero también de amigos, de abrazos, de besos, de “pórtate bien” de “lávate las manos” y de cumpleaños con chocolate caliente.