En 2023 fracasó el proceso constituyente 1. Y este año fracasará el proceso constituyente 2. La temporada de caza está abierta.
En el mercado laboral, hay gente que se ocupa de buscar personas que sean adecuadas para un empleo determinado, que cumplen con el perfil. Eso ocurre en el mundo privado y público. Pero hay una actividad que, tanto en el mundo público como privado, es más soterrada. Y se parece. Pero es al revés. Se trata de buscar personas o grupos que puedan ser responsabilizados de los problemas, que sean culpables.
Esto es muy importante este año. Y es que en el año 2023 fracasó el proceso constituyente 1. Y este año fracasará el proceso constituyente 2. Para el primero, los culpables estaban claros. Pero, ¿quién será el culpable del fracaso del segundo? La operación política no será cómo ganar una elección, no será cómo tener una nueva constitución, sino cómo no ser el culpable del fracaso y, por supuesto, lograr definir al enemigo político como el culpable. La temporada de caza está abierta.
De muy antiguo, el arte humano de asignar la culpa es una parte sustancial del proceso de incorporación de la realidad material sobre la social. Porque normalmente una cosa es lo que pasa y otra cosa es lo que se interpreta a partir de ella. Esto vale para todo acontecimiento, incluso para aquellos de manera expresa no dependen de la acción humana: una tormenta, un terremoto, por ejemplo, son eventos tales que, aun cuando nadie los haya procurado, pueden suponer responsabilidades.
¿Cayó un edificio? ¿Se dañó un puente? La sociedad y las autoridades, las compañías de seguro, las familias afectadas; todos ellos, buscarán culpables. Algunos serán culpables jurídicos, otros morales. ¿Cómo se define el responsable principal? De muchas maneras, pero en ello es fundamental la política. Y es que asignar la culpa es un acto de poder. Y es una disputa a la vez.
“Cabeza de turco”, “chivo expiatorio”, son nominaciones para referir al hecho de cargar a una persona de un conjunto de responsabilidades. En las cruzadas cuando se mataba a un turco se le decapitaba y la cabeza se clavaba en una lanza para su exposición. A dicha cabeza se le asignaban todos los actos infames. No era un juicio, pero se lo parecía (solo que ya quedaba nada más que la cabeza).
El chivo expiatorio es lo mismo, pero en tradición judía. Se mataba un chivo antes de venerar a Dios para cargar allí las culpas. En las tradiciones nórdicas está el comedor de pecados, un hombre cuya única actividad laboral es comer mientras le cuentan los pecados cometidos y con ello él se carga de todos los males del pueblo y las personas pueden evitar el castigo eterno. Tiene una buena vida, pero una mala eternidad.
La culpa como deuda
Normalmente estas referencias hablan de la acción de inculpar a un inocente. Pero en política es más complicado. Normalmente se trata de inculpar a alguien que resuelva el problema de manera acotada. Se asume el costo de entregar un culpable no tan importante y se salva a los principales líderes y al sistema. Toda la culpa queda en una persona.
Nietzsche apuesta por una interpretación de la culpa como deuda. De ser así, estamos ante una economía de la deuda. El culpable es deudor, la víctima acreedor. La sociedad se organiza bajo esta premisa, dice Nietzsche. Esta forma de observar lo justo y lo injusto se expresó notoriamente hace sesenta años, cuando Matin Luther King hizo su famoso discurso titulado “I have a dream”. Transcribo algunos fragmentos de dicho discurso pues mostrarán la forma en que este líder desarrolla la economía del “blanco deudor” y del “afrodescendiente acreedor”.
“Hace un siglo, un gran americano (refiere a Lincoln), bajo cuya simbólica sombra nos encontramos, firmó la Proclamación de Emancipación. Este trascendental decreto llegó como un gran faro de esperanza para millones de esclavos negros.
Pero cien años después, las personas negras todavía no son libres. Cien años después, la vida de las personas negras sigue todavía tristemente atenazada por los grilletes de la segregación y por las cadenas de la discriminación.
Hemos venido a la capital de nuestra nación en cierto sentido para cobrar un cheque. Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magnificentes palabras de la Constitución y de la Declaración de Independencia, estaban firmando un pagaré del que todo americano iba a ser heredero. Este pagaré era una promesa.
Hoy es obvio que América ha defraudado en este pagaré en lo que se refiere a sus ciudadanos y ciudadanas de color. En vez de cumplir con esta sagrada obligación, América ha dado al pueblo negro un cheque malo, un cheque sin fondos.
Pero nos negamos a creer que el banco de la justicia está en bancarrota. Nos negamos a creer que no hay fondos suficientes en las grandes arcas bancarias de las oportunidades de esta nación. Así que hemos venido a cobrar este cheque”
Cuando hablamos de culpa, si seguimos a Nietzsche, debemos preguntarnos: ¿quién le debe a quién? ¿Y cuánto? Y, lo que no es obvio, ¿cómo se paga?
No seré exhaustivo en la historia reciente de la deuda en Chile. Pero la transición nació con una deuda recíprocamente atribuida: la izquierda acusó el uso de la violencia del Estado por parte de la derecha (golpe, dictadura, violaciones a los Derechos Humanos). La derecha acusó el uso de la violencia revolucionaria a la izquierda. Ambos, además, se acusaron de haber destruido la institucionalidad. El diálogo no parecía posible.
Ante ello el juego de la transición se definió de la forma más sencilla: el silencio y la búsqueda de otro tema. La deuda interna, la deuda moral, fue reemplazada por la deuda externa (ya había sido reemplazada). Los cuatro desafíos de la transición: democratización, igualdad, gobernabilidad y crecimiento, se convirtieron en asuntos carentes de deuda. Chile era un jaguar en crecimiento, ¿qué deuda podía haber?
Chile había logrado la gobernabilidad en la transición y era un ejemplo académico de procesos de salida autoritaria, ¿qué deuda podía haber? Chile había reducido su desigualdad, desde ser una de las más altas del mundo a fines de los ochenta (rondando el 0,6) hasta bajar un punto y más. ¿Qué deuda habría? Y respecto a la democratización, las autoridades políticas comunales y regionales pasaron a ser electas; la transparencia aumentó y se tomaron muchas medidas para mejorar la conexión con la ciudadanía.
La transición se miró a sí misma y pensó que era buena.
De ser así, errores más o errores menos, no había una culpa relevante. Al otro lado, sin embargo, la economía de la deuda era diferente. Los ciudadanos sentían que sus beneficios como trabajadores no crecían al ritmo de las utilidades de las grandes empresas, percibían que el mercado (cuya promesa era el goce y el acceso) se había convertido en un lugar inhóspito cuya teatralidad escondía el secreto de la unilateralidad o la colusión.
Los ciudadanos juzgaron que las elites eran autocomplacientes y que consideraban que el proceso chileno debía despertar gratitud en su población. Los chilenos juzgaron a Chile crecientemente injusto (el más injusto del subcontinente según Latinobarómetro) y lo juzgaron crecientemente corrupto. Los ciudadanos, que habían recibido una promesa, querían cobrar su cheque. Para hablar del proceso chileno, las elites decían que era un país que se había acercado al desarrollo. A la hora de repartir beneficios, las elites decían que Chile era un país pobre dentro de todo.
Los chilenos juzgaron la transición en su promesa. Fue hace poco. Un día de octubre fue. Pero ese día no apareció de golpe, fue una década de crisis institucional, evasión del Transantiago, deslegitimación, desapego al sistema político, protestas y más protestas. Y luego el clímax. Los acreedores estaban llegando.
Canta Serrat: “disculpe el señor si le interrumpo, pero en el recibidor hay un par de pobres que preguntan insistentemente por usted (…) Son pobres que no tienen nada de nada. No entendí muy bien sin nada que vender o nada que perder, pero por lo que parece tiene usted alguna cosa que les pertenece”.
El inesperado acreedor apareció en la escena.
Y es que la deuda que los ciudadanos chilenos tienen con las elites, con el sistema financiero, son deudas cobrables. Pero las deudas que las elites tienen con los ciudadanos, la deuda política y legislativa, la deuda de la responsabilidad de los cargos; no puede ser cobrada. Ante este escenario la única forma de cobrar la deuda de las elites es traer una nueva elite que se comprometa a pagar la deuda a cambio de recibir el honor de ser la elite.
Chile apostó a nuevas elites
Y es así como los chilenos accedieron a un acto improbable: apostar a nuevas elites. Primero fueron unos estudiantes cuyo liderazgo se manifestó en el movimiento estudiantil de 2011. Esos estudiantes vertebraron una oferta política que se manifestó fundamentalmente en el Frente Amplio.
Tal era la premura de la ciudadanía por algo nuevo, que antes que se organizaran unitariamente ya habían elegido a Sharp alcalde de Valparaíso y habían situado en el Congreso Nacional a los principales líderes. Cuando por vez primera uno de sus rostros fue candidato presidencial, inmediatamente ganó. La elite transicional era la culpable de los males persistentes.
Los jóvenes no tenían, ni podían tener, culpa alguna. El crecimiento de esta fórmula generó la idea de una ‘nueva izquierda’. Este término fue acuñado en la derecha radical. Ya a fines de 2015 en los sectores conservadores se hablaba de la ‘nueva izquierda’. Y con fervoroso pavor. ¿Quiénes eran culpables de la emergencia de estos grupos nuevos? Pues bien, la antigua elite, que estaba permitiendo que estos grupos crecieran, que eran blandos, inútiles, lentos, ciegos. Fue así que surgieron y crecieron los Republicanos, a una velocidad tan asombrosa como la de los jóvenes.
Frenteamplistas y republicanos lograron endilgar las culpas a sus respectivos centros: la centroizquierda y la centroderecha. Y la ciudadanía giró y dejó de lado la antigua elite movilizándose en la nueva: le suelen llamar polarización, pero en realidad el fenómeno es la novedad, la búsqueda de una propuesta nueva.
Proceso constituyente I y II
El fracaso de 2022 con la Convención Constitucional transformó al Frente Amplio en culpable de la falta de pertinencia de su oferta política y/o de la capacidad de organizar su sector. Ello se profundizó en 2023 con el caso “fundaciones”. En 2023 la oportunidad de lo nuevo llegó en forma de paradoja (lo vimos en la columna anterior) a Republicanos. Se le dio la responsabilidad de redactar la nueva constitución. Pero ellos no querían redactarla, sino boicotearla.
La ciudadanía quiere una nueva constitución, pero eligió a los republicanos para redactarla. Pero de eso no hay mucha filosofía que hacer: los mensajes de dios y los del pueblo son insondables. Lo cierto es que los republicanos creen que ganarán por sí o por no. Y la verdad es que perderán por sí o por no. Y es que al final del camino Chile habrá fracasado de lograr un cambio institucional que modere la crisis institucional. Y eso es una mala noticia.
Y como la mala noticia que es, se requiere algo muy claro: un culpable.
El tiempo de la búsqueda del culpable ha comenzado. Se desplegará un arsenal argumental por lado y lado, se prepararán estrategias y tácticas, se generarán operaciones políticas. ¿Quién se comerá los pecados de todos? Esta es la pregunta desde aquí a fin de año.
Más allá de los culpables, hay algo que existe: la realidad. Y en ella sí hay una verdad. La responsabilidad es, simplemente, compartida. Nadie puede eximirse. Cuando vino el estallido social eso era muy claro. Hubo quienes quisieron ser padres del estallido, pero nadie puede ser dueño de un juicio final sin dios.
Escribí un libro entonces (“Big Bang, estallido social” se llamó) y dejé un párrafo libre al inicio, solo para dejar en claro que me parecía muy evidente que la noticia era abrumadora y terrible, que la ilusión despertada en ciertos sectores era infundada y que la necesidad de reparar la sociedad chilena era inevitable. Copio ese párrafo:
“El héroe de esta historia no existe. Hay algo que estalló y algo que se derrumbó. Ambas cosas son la misma cosa. Y cuando ocurrió, todo se llenó de asombro, como si un dios hubiese dictado sus leyes, como si un apocalipsis hubiese sido convocado. Es el big bang, caos y creación a la vez. El protagonista se llama Escombro, el protagonista se llama Fuego, el Dios exige Humildad, el Dios exige Rendición. Todos los nombres propios desfilan entre los derrotados. Dante los observa, círculo por círculo, reseñando sus pecados. Usted los puede ver. Le dicen que saben descifrar el mensaje, gimen pidiendo clemencia, esperan que el fin del mundo tenga la gentileza de no aniquilar sus privilegios. Esto es por el lado de la derrota. Pero por el lado de la victoria no hay nombre alguno, por el lado de la victoria el autor es desconocido, el autor es silente, el autor es anónimo, el autor somos todos, el autor no es nadie. Y es que por el lado de la victoria solo pasó Abadón con la llave del abismo”.
En el 2019 veíamos al sistema político gimiendo adoloridos pidiendo clemencia, solicitando una última oportunidad. Hoy los veremos más altivos, señalando culpables, distribuyendo faltas. Parecen dos posiciones en las antípodas. Pero son la misma cosa. Es la impotencia ante una realidad que no pueden conducir.
Se acerca diciembre, se acerca la fiesta de la culpa.